Por lo que al
semental respecta, se ganó a pulso el nombre aquel. Recordó cuando se lo trajeron
a casa. Había sido transportado en un remolque de paneles de madera que había
sido arrastrada por una cabina de camión hasta su casa. Ella ya estaba avisada
de la llegada del animal, y recordó que se pasó todo el día mirando por la
ventana, esperando ansiosa que le trajeran el animal. Terca como era, su madre
había tenido que ceder a llevarle el plato de lentejas al alfeizar de la
ventana, ya que Jane no había estado dispuesta en ningún momento a abandonar su
puesto de vigilancia.
Todos los
moradores de la casa (y de los hogares vecinos seguro que también) fueron
conscientes del momento preciso en el que apareció el animal, pues Jane casi se
desgarró las cuerdas vocales en cuanto vio el automóvil que transportaba a su
caballo. Sus pies repiquetearon sobre la madera, obedeciendo a los continuos
saltos de alegría que comenzó a ejecutar Jane desde aquel preciso momento.
Había salido
bailando de casa, con sus padres pisándole los talones, saliendo a la recepción
del nuevo inquilino.
El transportista
se apeó de la cabina ante la ilusionada mirada de la niña, que precedía a sus
padres en cuanto a posición, más ansiosa que nadie de conocer a su nuevo amigo.
El hombre, entrado ya en edad, dirigió un sobrio saludo a la familia que
consistió en subirse y bajarse la visera de la gorra con una de sus rollizas
manos. Acto seguido se dirigió hacia las puertas dobles aseguradas del
remolque, queriendo liberar sin perder tiempo al animal, tal vez ansioso de
volver a sus cervezas y su interrumpido partido de fútbol por cable.
Pero a todos
sorprendió la enérgica salida del animal. En el momento en que el transportista
abrió todos los cerrojos, el joven semental relinchó con fuerza desde su
reducida prisión y empujó con sus patas delanteras las puertas dobles,
derribando así al orondo señor de barba canosa, que cayó sobre su espalda en la
hierba. El animal, sin embargo, estaba amarrado mediante las bridas al interior
del remolque, por lo que no pudo salir de ahí a pesar de sus esfuerzos.
Enseguida todos se
acercaron. Sus padres para socorrer al hombre, y ella para detenerse a una
prudencial distancia del caballo, mirándola fascinada. Jamás olvidaría lo
hermoso que le pareció Mr. Scrooge con
su brillante pelaje de ébano, los oscuros y gruesos mechones que elaboraban sus
crines y su cola, sus musculosas patas y sus profundos ojos negros que parecían
albergar un entendimiento demasiado profundo para tratarse de un animal. Enseguida
sintió una conexión con él. Enseguida comprendió que él no iba a ser su mascota.
Que él iba a ser lo que buscaba: su igual, su amigo. Su leal compañero.
Embelesada como
estaba mirando al animal, no se percato de que, si bien el cuerpo del rollizo
hombre no había sufrido lesión grave alguna, si lo había recibido su orgullo,
y, encolerizado se dirigía hacia el animal armado con una fusta, dispuesto a
castigarlo.
‘NOOOOOOOOOO’
brotó de su garganta infantil. El hombre ya había desdoblado una rampa de la
parte inferior del remolque, y empuñaba el látigo con actitud decisiva y cruel.
Pero Jane jamás permitiría que dañaran a su amigo. Así que, subió detrás del
hombre y comenzó a darle patadas con todas sus fuerzas pueriles, pero aquello
no evitó que la bestia descargara un fuerte latigazo contra el caballo. El
cuadrúpedo gimió en su idioma, aullando de dolor, resguardándose en la escasa
profundidad del cubículo, en un intento por alejarse lo máximo posible de su
agresor. Jane gritaba y lloraba enloquecida, descargando sus rodillas, puñitos,
píes, dientes y garras con toda su energía contra aquel maléfico hombre.
Pero no existió
un segundo golpe para el pobre animal. Su padre no lo permitió. Enseguida se
aproximó y detuvo a tiempo lo que iba a
ser un segundo latigazo. Aquello le granjeó una mirada aireada y despreciativa
por parte del transportista, pero eso no amilanó a Jefferson, que permaneció
firme y sereno, mirándolo gélidamente.
‘Deje tranquilo
al animal. Ahora es MÍO y como dueño suyo se lo exijo’ profirió con dureza, sin
soltarle la gruesa mano ni apartar la helada mirada de sus ojos.
‘Déjame darle
unos azotes. Se lo merece. Necesita dura disciplina. Yo trabajo constantemente
con animales salvajes y rebeldes como este hijo de puta, sé lo que necesita.
Tiene que saber quién manda.’ Masculló el hombre, decidido a golpear al animal,
pero permaneciendo físicamente quieto. De pronto, relajó por completo las manos
e hizo ademán de tenderle la fusta a Jefferson. ‘Hazlo tú, si quieres. Que reconozca
desde el principio a quién tiene que respetar’.
‘¡A mí me
enseñaron que el respeto es mutuo!’ chilló Jane desde su pequeña estatura, pero
con decisión y un enojo volcánico que hacía unos instantes había entrado en
erupción y llameaba salvaje en sus ojitos. ‘A ti jamás te respetará, pues no
eres digno de respeto ni de tus iguales! ¡No lo castigues por expresar la
aversión que sentimos todo hacia ti! ¡ODIOSO! ¡CRUEL! ¡BESTIA! ¡PUERCO!’
El hombre la miró
con desprecio desde su altura, seguramente deseando utilizar el látigo que aún
permanecía entre sus gruesos dedos contra la niña. Sin embargo, aunque
estúpido, no lo era lo suficiente como para no saber que tenía todas las de
perder de proceder así. Jane no se amilanó ante el odio que divisó en la ebria
mirada del hombre, y se mantuvo firme, dispuesta a chillarle y pegarle lo que
hiciera falta por defender a su animal.
Su padre cogió la
fusta que le tendía aún el transportista. Por un momento Jane temió que fuera
hacer caso del consejo de aquella cruel bestia, pero su padre, lejos de hacerle
caso, arrojó el látigo sin miramientos en cualquier dirección, brindándole al
hombre una mirada caldeada.
‘Me gustaría que
se ahorrara sus consejos. Usted no es experto en disciplinar caballos. Tan solo
se dedica a transportarlos. Así que limítese a su oficio’.
El hombre le
lanzó una mirada burlona, seguramente pensando que mi padre se trataba de uno
de esos “patéticos” defensores de los animales. Lanzó un escupitajo al suelo
por entre sus dientes amarillentos, mirando desafiante a su padre, pero este no
reaccionó más que mirándolo sin apartar los ojos, exigiéndole taciturnamente
que descargara el caballo cuanto antes y se largara.
Finalmente el
repugnante señor se dignó a cumplir con su trabajo, y ante la atenta mirada de
su padre, su madre y ella misma, trató de aproximarse al animal con intención
de desatarlo y llevarlo donde se lo pidieran. Pero Mr. Scrooge ya entonces tenía desarrollada esa vena rencorosa suya,
y no desaprovechó la oportunidad de tatuarle sus dientes en el hombro.
Y estalló la ira.
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