domingo, 22 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part IV]


Por lo que al semental respecta, se ganó a pulso el nombre aquel. Recordó cuando se lo trajeron a casa. Había sido transportado en un remolque de paneles de madera que había sido arrastrada por una cabina de camión hasta su casa. Ella ya estaba avisada de la llegada del animal, y recordó que se pasó todo el día mirando por la ventana, esperando ansiosa que le trajeran el animal. Terca como era, su madre había tenido que ceder a llevarle el plato de lentejas al alfeizar de la ventana, ya que Jane no había estado dispuesta en ningún momento a abandonar su puesto de vigilancia.

Todos los moradores de la casa (y de los hogares vecinos seguro que también) fueron conscientes del momento preciso en el que apareció el animal, pues Jane casi se desgarró las cuerdas vocales en cuanto vio el automóvil que transportaba a su caballo. Sus pies repiquetearon sobre la madera, obedeciendo a los continuos saltos de alegría que comenzó a ejecutar Jane desde aquel preciso momento.

Había salido bailando de casa, con sus padres pisándole los talones, saliendo a la recepción del nuevo inquilino.

El transportista se apeó de la cabina ante la ilusionada mirada de la niña, que precedía a sus padres en cuanto a posición, más ansiosa que nadie de conocer a su nuevo amigo. El hombre, entrado ya en edad, dirigió un sobrio saludo a la familia que consistió en subirse y bajarse la visera de la gorra con una de sus rollizas manos. Acto seguido se dirigió hacia las puertas dobles aseguradas del remolque, queriendo liberar sin perder tiempo al animal, tal vez ansioso de volver a sus cervezas y su interrumpido partido de fútbol por cable.

Pero a todos sorprendió la enérgica salida del animal. En el momento en que el transportista abrió todos los cerrojos, el joven semental relinchó con fuerza desde su reducida prisión y empujó con sus patas delanteras las puertas dobles, derribando así al orondo señor de barba canosa, que cayó sobre su espalda en la hierba. El animal, sin embargo, estaba amarrado mediante las bridas al interior del remolque, por lo que no pudo salir de ahí a pesar de sus esfuerzos.

Enseguida todos se acercaron. Sus padres para socorrer al hombre, y ella para detenerse a una prudencial distancia del caballo, mirándola fascinada. Jamás olvidaría lo hermoso que le pareció Mr. Scrooge con su brillante pelaje de ébano, los oscuros y gruesos mechones que elaboraban sus crines y su cola, sus musculosas patas y sus profundos ojos negros que parecían albergar un entendimiento demasiado profundo para tratarse de un animal. Enseguida sintió una conexión con él. Enseguida comprendió que él no iba a ser su mascota. Que él iba a ser lo que buscaba: su igual, su amigo. Su leal compañero.

Embelesada como estaba mirando al animal, no se percato de que, si bien el cuerpo del rollizo hombre no había sufrido lesión grave alguna, si lo había recibido su orgullo, y, encolerizado se dirigía hacia el animal armado con una fusta, dispuesto a castigarlo.

‘NOOOOOOOOOO’ brotó de su garganta infantil. El hombre ya había desdoblado una rampa de la parte inferior del remolque, y empuñaba el látigo con actitud decisiva y cruel. Pero Jane jamás permitiría que dañaran a su amigo. Así que, subió detrás del hombre y comenzó a darle patadas con todas sus fuerzas pueriles, pero aquello no evitó que la bestia descargara un fuerte latigazo contra el caballo. El cuadrúpedo gimió en su idioma, aullando de dolor, resguardándose en la escasa profundidad del cubículo, en un intento por alejarse lo máximo posible de su agresor. Jane gritaba y lloraba enloquecida, descargando sus rodillas, puñitos, píes, dientes y garras con toda su energía contra aquel maléfico hombre.

Pero no existió un segundo golpe para el pobre animal. Su padre no lo permitió. Enseguida se aproximó y detuvo a tiempo lo que iba  a ser un segundo latigazo. Aquello le granjeó una mirada aireada y despreciativa por parte del transportista, pero eso no amilanó a Jefferson, que permaneció firme y sereno, mirándolo gélidamente.

‘Deje tranquilo al animal. Ahora es MÍO y como dueño suyo se lo exijo’ profirió con dureza, sin soltarle la gruesa mano ni apartar la helada mirada de sus ojos.

‘Déjame darle unos azotes. Se lo merece. Necesita dura disciplina. Yo trabajo constantemente con animales salvajes y rebeldes como este hijo de puta, sé lo que necesita. Tiene que saber quién manda.’ Masculló el hombre, decidido a golpear al animal, pero permaneciendo físicamente quieto. De pronto, relajó por completo las manos e hizo ademán de tenderle la fusta a Jefferson. ‘Hazlo tú, si quieres. Que reconozca desde el principio a quién tiene que respetar’.

‘¡A mí me enseñaron que el respeto es mutuo!’ chilló Jane desde su pequeña estatura, pero con decisión y un enojo volcánico que hacía unos instantes había entrado en erupción y llameaba salvaje en sus ojitos. ‘A ti jamás te respetará, pues no eres digno de respeto ni de tus iguales! ¡No lo castigues por expresar la aversión que sentimos todo hacia ti! ¡ODIOSO! ¡CRUEL! ¡BESTIA! ¡PUERCO!’

El hombre la miró con desprecio desde su altura, seguramente deseando utilizar el látigo que aún permanecía entre sus gruesos dedos contra la niña. Sin embargo, aunque estúpido, no lo era lo suficiente como para no saber que tenía todas las de perder de proceder así. Jane no se amilanó ante el odio que divisó en la ebria mirada del hombre, y se mantuvo firme, dispuesta a chillarle y pegarle lo que hiciera falta por defender a su animal.

Su padre cogió la fusta que le tendía aún el transportista. Por un momento Jane temió que fuera hacer caso del consejo de aquella cruel bestia, pero su padre, lejos de hacerle caso, arrojó el látigo sin miramientos en cualquier dirección, brindándole al hombre una mirada caldeada.

‘Me gustaría que se ahorrara sus consejos. Usted no es experto en disciplinar caballos. Tan solo se dedica a transportarlos. Así que limítese a su oficio’.

El hombre le lanzó una mirada burlona, seguramente pensando que mi padre se trataba de uno de esos “patéticos” defensores de los animales. Lanzó un escupitajo al suelo por entre sus dientes amarillentos, mirando desafiante a su padre, pero este no reaccionó más que mirándolo sin apartar los ojos, exigiéndole taciturnamente que descargara el caballo cuanto antes y se largara.

Finalmente el repugnante señor se dignó a cumplir con su trabajo, y ante la atenta mirada de su padre, su madre y ella misma, trató de aproximarse al animal con intención de desatarlo y llevarlo donde se lo pidieran. Pero Mr. Scrooge ya entonces tenía desarrollada esa vena rencorosa suya, y no desaprovechó la oportunidad de tatuarle sus dientes en el hombro.

Y estalló la ira.

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