domingo, 29 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part V]


El hombre profirió un alarido seguido inmediatamente de un rugido furioso, y, desatendiendo a la explícita petición de que no agrediera al caballo, comenzó a hincarle con fuerza la rodilla en los costados. El caballo trató de defenderse, y continuamente lanzaba en su dirección bocados, queriendo atraparlo entre sus dientes, pero le llevaba ventaja el señor, pues sus movimientos estaban limitados por las bridas que lo mantenían clavado en el lugar.

Jefferson no iba a permitir aquella violencia contra su semental y enseguida entró en el remolque para apartar al hombre de ahí. Pero Mr. Scrooge tampoco estaba por la labor de mostrarse benevolente con él, y también se lanzó en la misión de dejarle un enérgico mordisco. Así que Jefferson tuvo que lidiar contra el ataque del caballo mientras trataba de alejar de él al transportista.

‘¡JANE! ¡Vuelve aquí inmediatamente!’ gritó entonces Brenda. Aquello distrajo lo suficiente a Jefferson para que el caballo lograra acertar en su objetivo y lo mordiera en el brazo. Jefferson buscaba ansiosamente a su hija en el remolque, sospechando que se hallaba ahí, en medio de aquel peligroso caos, cuando sintió la agresión del caballo. Ahogó una exclamación de dolor rechinando los dientes. Y cuando se recuperó un poco del dolor, descubrió con horror que su hija estaba peligrosamente cerca del animal, mirándolo desde su baja estatura y alzando las manos queriendo acariciarle. Parecía totalmente ajena al peligro que la rodeaba.

‘¡JANE! ¡ALÉJATE!’ ordenó su padre desde lo más hondo de su preocupación por ella. Empezaba a pensar que traer el caballo no había sido buena idea, por mucha ilusión que tuviera su hija. Incluso empezaba a barajar la posibilidad de que la violencia fuera una opción en este caso, tal y como había sugerido el brutal transportista.

Pero esos pensamientos se desvanecieron en cuanto contempló, atónito, lo que sucedió a continuación. Lejos de pretender hacerle daño, el animal pareció tranquilizarse por completo al observar la pequeña niña a sus pies, esperando con los brazos abiertos a que el caballo la recibiera. Y no sólo se relajó por completo. Consciente de que la niña no era ninguna amenaza para él, el caballo inclinó la cabeza en dirección a la niña y su hocico rozó una de las pequeñas palmas de la niña, olisqueándola. Jefferson por un momento temió que fuera a morderle, pero en vez de eso, el animal sacó la lengua y comenzó a lamerla con cariño.

Entonces Jefferson respiró. Y solo en aquel momento fue consciente de que había estado reteniendo el aire, angustiado. A continuación, obligó a salir del remolque al fondón hombre. 

El caballo continuaba paseando su lengua por la mano de la criatura, y Jefferson, creyendo pasado el peligro, se aproximó con la intención de desamarrar las riendas para poder sacar al animal. Pero eso le valió que el caballo girara su cabeza hacia él y le mostrara los dientes, en gesto amenazador.

Parpadeantemente anonadado, decidió acatar los deseos del purasangre, pues no quería correr el riesgo de que se encabritara cuando su pequeña niña estaba sus píes, a unos centímetros de él.

Finalmente fue Jane la que tuvo que sacar del remolque al caballo y llevarlo a su nuevo hogar, detrás de la casa, pues solo toleraba su presencia. Todos pensaron que sería algo temporal hasta que se acostumbrara a la presencia del resto, pero, aunque la actitud de Mr. Scrooge mejoró con el tiempo, jamás dejó sus reservas de lado. Todavía a día de hoy Jane era la única que podía acercarse totalmente a él. La única que podía abrazarlo y la única por la que se dejaba atender.

Aquella actitud reservada y hostil para el resto del mundo excepto para Jane, y más tarde para Franzy también, provocó que le bautizaran como el famoso protagonista dickensiano: Mr. Scrooge

Volviendo al presente, Jane restregó su nariz contra el hocico de Mr. Scrooge, ahuecándole la cara entre sus manos, y rebatió a su padre mirando al animal con infinito amor:

—No es verdad. No es odioso. Mr. Scrooge es todo un amor y me ha echado tanto de menos como yo a él. ¿Verdad que sí? —dijo Jane mientras una de sus manos rascaba con cariño por detrás de las orejas del caballo. Mr. Scrooge resopló en señal de que disfrutaba.

—Si con ser “todo un amor” te refieres a que toree a tu padre y que en todos estos años haya sido un ogro con todo aquel que no se tratara de ti, estoy de acuerdo —refunfuñó su padre—. Y eso sin contar con que me ha desbancado del primer puesto en la pirámide de tus prioridades y te ha abrazado antes que yo.

Jane lanzó una alegre carcajada, y se separó de Mr. Scrooge, no sin antes depositar un sonoro y amoroso beso en carrillo del animal.

—Papá, no seas infantil —le reprendió Jane risueña mientras lo abrazaba. Su padre la apretó contra él entusiasmado—. Además, recuerda que Mr. Scrooge necesita más mimos. Tú tienes a mamá cuando no estoy; él no tiene cariñitos hasta que yo vengo.

—Porque no se deja mimar más que por ti —renegó él—. Además, te equivocas. También está Franzy con él.

Jane no respondió, se limitó a estrechar a su padre con una gran sonrisa.

Aún permanecían abrazados cuando Jefferson notó que una fuerza invisible lo impulsaba hacia atrás, alejándolo de Jane. Solo que no se trataba de una fuerza invisible, sino que era Mr. Scrooge, poco dispuesto a que nadie le arrebatara la atención de su amiga Jane. El animal tironeaba con sus dientes de la chaqueta de su padre, y no tardó en salirse con la suya, haciendo que finalmente Jefferson se tambaleara y estuviera a punto de caer de espaldas. Y lo hubiera hecho, de no ser porque Jane se aproximó inmediatamente para ayudarle a mantener la estabilidad.

Jane se giró hacia el animal con expresión reprobatoria mientras su padre se valía de su hombro para permanecer en pie. El animal, inteligente y astuto como era, comprendió enseguida que su actitud no había sido digna de alabanza y si de reprensión, pues enseguida inclinó hacia delante la cabeza, con las orejas gachas, en un gesto arrepentido. Por entre sus largas y abundantes pestañas oscuras sus brillantes ojos miraban a Jane, suplicando su perdón. Y Jane no pudo más que ablandarse y extender la mano para acariciarle el dorso del hocico, perdonándolo por completo.

—Eres demasiado buena con él —gruñó su padre, mirando al caballo con el ceño fruncido.

—No me queda más remedio. Él es un sol conmigo —exclamó entusiasmada Jane mientras le hacía una carantoña al animal. Mr. Scrooge relinchó en respuesta, volviendo a rebosar alegría y plenitud espiritual.

—¿Y dónde está Franzy? —preguntó Jane a su padre, mirando a su alrededor atentamente, buscándola con la mirada—. No la he visto todavía.

Como si Franzy hubiera advertido que se la buscaba, apareció repentinamente en escena, saliendo de las reducidas pero confortables caballerizas. Era una joven yegua pía de cuatro años de edad, sana y fuerte. Tenía un pelaje precioso. Era esencialmente blanco, pero su capa inmaculada se veía tiernamente salpicada por extensas manchas castañas rojizas que la adornaban sin ningún orden, haciendo de ella un precioso animal exótico. Su cola y sus crines eran castañas y largas, y en aquellos momentos se mecían al son del viento mientras trotaba elegantemente hacia ellos. Lanzó un relincho suave expresando su alegría, y Jane extendió una mano para acariciarle tiernamente la cara.

Su nombre, Franzy, se lo habían puesto en honor a un pintor alemán Franz Marc, nacido en el siglo XIX. Había sido un gran expresionista de la época, cuyo estilo fue contagiándose de técnicas cubistas y futuristas que fue descubriendo en otros artistas mediante sus viajes a ciudades como París, y terminó culminando en un estilo de abstracción expresionista. En la mayoría de sus cuadros representaba la naturaleza, y continuamente pintaba caballos y ciervos. Además, tenía una estrecha relación con los colores primarios, que daban fuerza a sus cuadros. Pero además de simplicidad y fuerza, estos colores tenían expresión: utilizaba el azul para representar la fuerza masculina y la espiritualidad, el amarillo para la elegancia femenina y el rojo para la violencia. Solía buscar la simplicidad en sus cuadros porque pretendía mostrar cómo ven los animales la naturaleza: simple y sobriamente clasificada, guiándose más por los colores y los sentidos que por las perfectas formas.

Jane advirtió que su padre sentía una simpatía intensa por la joven yegua. Descubrió que los ojos de Jefferson se iluminaron, y una inconsciente sonrisa suavizó sus severos rasgos. Su fuerte mano ya se había alargado para acariciarla entre las orejas, desordenándole el suave tupé. Franzy era muy cariñosa y coqueta, y rebosaba felicidad ante las atenciones del anciano.

—Ah, pero qué buena eres —susurró su padre. Su mano había bajado hasta el cuello del animal, palmeándolo con cariño.

—Sí, es increíblemente mansa y buena —afirmó Jane rozándole el hocico con la mano.

Lo cierto es que Franzy había tenido mucha suerte siendo acogida por ellos. Su madre había sido una yegua de una granja que no quedaba demasiado lejos de la casa de sus padres. Podía decirse incluso que los dueños del caballo eran vecinos suyos, si bien bastante lejanos. Resulta que la madre de la criatura se había quedado en cinta en contra de los deseos de sus amos. No sabían como había ocurrido, pues ellos no habían arreglado ningún encuentro con un semental meticulosamente seleccionado. Y es que esto de los caballos es todo un negocio. Sobre todo para gente como los dueños de la yegua, que se dedicaban a “fabricar” los caballos más aptos para ciertas disciplinas deportivas y después los vendían al mejor postor. Por ello, juntaban a sus yeguas con sementales que respondieran a ciertas exigencias morfológicas. Antes examinaban cuidadosamente el historial del semental, se informaban sobre su genealogía y sus cualidades; así como de la velocidad que podían alcanzar, la fuerza, la energía, el desarrollo de los músculos, la capacidad de movimiento, la distancia que eran capaces de saltar y demás. Y según les complaciera o no los resultados del análisis, lo seleccionaban o no para cubrir a sus yeguas.

Pero Franzy había sido catalogado de error. Su nacimiento no había sido cuidadosamente planificado. Probablemente había sido fruto de un encuentro esporádico con algún caballo salvaje. Así que, no les interesaba criarlo ni gastar dinero en su manutención. Por lo que ya habían decidido sacrificarla.

Jane se había enterado de la precaria situación del animal un día que había pasado por la granja a lomos de Mr. Srooge. Había visto a la hermosa potrilla y había felicitado a los dueños de tener semejante preciosidad. Pero los dueños habían contestado que no les servía para nada y que iban a matarla la semana siguiente. Horrorizada, Jane había corrido a casa a contárselo a su padre con el deseo de impedirlo, y Jefferson había accedido a que se la quedaran, no sin antes advertirle de que no pensaba acoger a todo animal desdichado del planeta.

Como no apreciaban lo más mínimo a la potrilla, a Jefferson no le costó demasiado dinero comprarla, pues para los dueños ya era muy beneficioso cobrar unas cuantas monedas por semejante criatura inútil. Aunque aún tuvieron que esperar seis meses para llevársela a casa, pues esa es la edad mínima en que los potrillos pueden destetarse y emanciparse. Pero una vez la trajeron a casa, la pequeña yegua se adaptó bien y pasó a ser muy querida por todos, incluso por el naturalmente hostil Mr. Scrooge, cosa que sorprendió a todos.

Fue devuelta al presente por Mr. Scrooge, que, celoso de las numerosas atenciones de las que era objeto Franzy, la golpeó en el hombro con el morro, exigiendo su ración de caricias. Jane le dedicó una sonrisa brillante y cogió el rostro del animal para acercarlo al de ella y depositar un beso sobre su cara. Pero advirtió por el rabillo del ojo que su padre hacía una mueca de dolor.

—¿Te duele la pierna, verdad? —preguntó separándose del caballo, ya de camino hacia la primera cerca de madera que los excluía del resto del mundo. Allí apoyada estaba la muleta de su padre, y una vez en su poder, apresuró el paso para entregársela de inmediato.

Su padre alargó el brazo para cogerla. Su rostro aún estaba crispado en un gesto de dolor y sus dientes se apretaban con fuerza mientras levantaba el píe malo del suelo evitando descargar su peso en él.

—Este maldito píe inútil —farfulló con amargura mientras acariciaba por última vez el hocico de Franzy e iniciaba el regreso al hogar.

—¿Quieres que te ayude a llegar a casa? —preguntó Jane con el ceño fruncido por la preocupación desde su posición al lado de Mr. Scrooge, el cual había avanzado hasta ella y en aquellos momentos estaba lamiéndole la mejilla.

Su padre no se giró ni cesó en su avance cuando le contestó con voz aún más malhumorada que antes:

—¡Soy muy capaz de llegar yo solo!

Jane lo vio avanzar unos cuantos pasos más, con la mirada triste. Le entristecía ver a su padre de ese modo. Siempre había sido un hombre jovial y ufano, pero desde aquel accidente de tráfico que le había granjeado esa cojera se había vuelto muy huraño y gruñón… Suponía que no tenía nada que ver con su alrededor, sino consigo mismo. Jefferson no era alguien que se sintiera cómodo en una posición más vulnerable de lo que debiera y además, tampoco toleraba ser de inutilidad para el mundo. Eso último no era cierto, claro. Aunque ya no fuera el de antaño, Jefferson continuaba ayudando en todo lo que podía. Continuaba ocupándose de los caballos y de la limpieza de los establos en la medida de lo que le permitía su cojera, y desde luego continuaba frecuentando su negocio. Si bien ya no empleaba en él el mismo extenso tiempo ni la misma disposición física, se aseguraba de que esté estuviera en las mejores condiciones y siguiese contando con empleados competentes.

Jefferson Cassidy, no era en absoluto un inútil, como él mismo creía ser desde que se quedara cojo de por vida.

—¡Muy bien! ¡Yo ahora voy, papá! ¡Voy a emplearme en una rápida sesión de peluquería con Mr. Scrooge y a actualizar la paja de sus reales aposentos! —le gritó Jane.

Su padre estaba a punto de doblar la esquina de la casa, pero dio señales de haberla oído levantando el brazo un instante. Y entonces, desapareció.

Jane volvió el rostro hacia su mejor amigo, cuya alegría de verla era notoria en las numerosas y cariñosas atenciones que le brindaba. Ella le dedicó una sonrisa triste antes de acunarle el belfo inferior con una mano y frotar su rostro contra su hocico.

—Tú también notas a papá más brusco, ¿verdad? —le preguntó apoyada en el rostro del caballo. De pronto sintió una creciente humedad en los dedos de la mano que le colgaba inmóvil. Bajó la vista para descubrir a Franzy lamiéndole, queriendo reconfortarla. Jane movió la mano para acariciarle entre los ollares—. Y tú también, pequeña. —Una lágrima se abrió paso a través de sus abundantes pestañas de Jane y recorrió su mejilla hasta saltar a la cara de Mr Scrooge y seguir su recorrido por su brillante pelaje—. ¿Por qué tiene que ser tan duro consigo mismo? Es un maldito cabezón. ¿No sabe que le querríamos igual aunque se quedara parapléjico? (Dios no lo quiera). ¿No sabe que es una persona maravillosa y que le queremos por lo que es, y no por sus logros? —Jane suspiró—. Ah, lo echo de menos. Hoy ni siquiera se ha molestado en tomarme el pelo…

Jane levantó la mejilla del hocico de Mr. Scrooge y alzó la vista hasta sus ojos. Como siempre le ocurría, se sintió comprendida por su brillante mirada, y se sintió reconfortada por su comprensión, su cercanía y su calor.

Una sonrisa renació de las cenizas y brilló en sus labios.

—¡De mí no te escaparas, querido! Espérame, que voy a por las tijeras y Franzy me ayudará, ¿verdad que sí Franzy? —Se separó de Mr. Scrooge llevándose a Franzy consigo a un paso rápido. Ambas se dirigían juntas a la salida del picadero en busca de las tijeras que el caballo había tirado en el bosque. No había problema en dejar trotar libremente a Franzy fuera del cercado, pues era una yegua obediente y nunca daba indicios de querer escaparse y abandonar un hogar que tan cariñosamente se comportaba con ella. Además, Franzy era una yegua dependiente, y no le gustaba salir fuera del picadero si no era en compañía. A Jane muchas veces le recordaba a un perro, como en aquellos momentos, que la seguía con una lealtad increíble allí a donde iba.

Cuando se giró a mirar a su mejor amigo antes de cruzar el umbral de madera, le pareció que Mr. Scrooge hacia un gesto de contrariedad. Jane lanzó al viento una carcajada.

—¡Oh, no me mires así, amigo! ¡Lo hago por tu bien! ¡Ninguna yegua querrá ser blanco de tus coqueteos con esas greñas!

domingo, 22 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part IV]


Por lo que al semental respecta, se ganó a pulso el nombre aquel. Recordó cuando se lo trajeron a casa. Había sido transportado en un remolque de paneles de madera que había sido arrastrada por una cabina de camión hasta su casa. Ella ya estaba avisada de la llegada del animal, y recordó que se pasó todo el día mirando por la ventana, esperando ansiosa que le trajeran el animal. Terca como era, su madre había tenido que ceder a llevarle el plato de lentejas al alfeizar de la ventana, ya que Jane no había estado dispuesta en ningún momento a abandonar su puesto de vigilancia.

Todos los moradores de la casa (y de los hogares vecinos seguro que también) fueron conscientes del momento preciso en el que apareció el animal, pues Jane casi se desgarró las cuerdas vocales en cuanto vio el automóvil que transportaba a su caballo. Sus pies repiquetearon sobre la madera, obedeciendo a los continuos saltos de alegría que comenzó a ejecutar Jane desde aquel preciso momento.

Había salido bailando de casa, con sus padres pisándole los talones, saliendo a la recepción del nuevo inquilino.

El transportista se apeó de la cabina ante la ilusionada mirada de la niña, que precedía a sus padres en cuanto a posición, más ansiosa que nadie de conocer a su nuevo amigo. El hombre, entrado ya en edad, dirigió un sobrio saludo a la familia que consistió en subirse y bajarse la visera de la gorra con una de sus rollizas manos. Acto seguido se dirigió hacia las puertas dobles aseguradas del remolque, queriendo liberar sin perder tiempo al animal, tal vez ansioso de volver a sus cervezas y su interrumpido partido de fútbol por cable.

Pero a todos sorprendió la enérgica salida del animal. En el momento en que el transportista abrió todos los cerrojos, el joven semental relinchó con fuerza desde su reducida prisión y empujó con sus patas delanteras las puertas dobles, derribando así al orondo señor de barba canosa, que cayó sobre su espalda en la hierba. El animal, sin embargo, estaba amarrado mediante las bridas al interior del remolque, por lo que no pudo salir de ahí a pesar de sus esfuerzos.

Enseguida todos se acercaron. Sus padres para socorrer al hombre, y ella para detenerse a una prudencial distancia del caballo, mirándola fascinada. Jamás olvidaría lo hermoso que le pareció Mr. Scrooge con su brillante pelaje de ébano, los oscuros y gruesos mechones que elaboraban sus crines y su cola, sus musculosas patas y sus profundos ojos negros que parecían albergar un entendimiento demasiado profundo para tratarse de un animal. Enseguida sintió una conexión con él. Enseguida comprendió que él no iba a ser su mascota. Que él iba a ser lo que buscaba: su igual, su amigo. Su leal compañero.

Embelesada como estaba mirando al animal, no se percato de que, si bien el cuerpo del rollizo hombre no había sufrido lesión grave alguna, si lo había recibido su orgullo, y, encolerizado se dirigía hacia el animal armado con una fusta, dispuesto a castigarlo.

‘NOOOOOOOOOO’ brotó de su garganta infantil. El hombre ya había desdoblado una rampa de la parte inferior del remolque, y empuñaba el látigo con actitud decisiva y cruel. Pero Jane jamás permitiría que dañaran a su amigo. Así que, subió detrás del hombre y comenzó a darle patadas con todas sus fuerzas pueriles, pero aquello no evitó que la bestia descargara un fuerte latigazo contra el caballo. El cuadrúpedo gimió en su idioma, aullando de dolor, resguardándose en la escasa profundidad del cubículo, en un intento por alejarse lo máximo posible de su agresor. Jane gritaba y lloraba enloquecida, descargando sus rodillas, puñitos, píes, dientes y garras con toda su energía contra aquel maléfico hombre.

Pero no existió un segundo golpe para el pobre animal. Su padre no lo permitió. Enseguida se aproximó y detuvo a tiempo lo que iba  a ser un segundo latigazo. Aquello le granjeó una mirada aireada y despreciativa por parte del transportista, pero eso no amilanó a Jefferson, que permaneció firme y sereno, mirándolo gélidamente.

‘Deje tranquilo al animal. Ahora es MÍO y como dueño suyo se lo exijo’ profirió con dureza, sin soltarle la gruesa mano ni apartar la helada mirada de sus ojos.

‘Déjame darle unos azotes. Se lo merece. Necesita dura disciplina. Yo trabajo constantemente con animales salvajes y rebeldes como este hijo de puta, sé lo que necesita. Tiene que saber quién manda.’ Masculló el hombre, decidido a golpear al animal, pero permaneciendo físicamente quieto. De pronto, relajó por completo las manos e hizo ademán de tenderle la fusta a Jefferson. ‘Hazlo tú, si quieres. Que reconozca desde el principio a quién tiene que respetar’.

‘¡A mí me enseñaron que el respeto es mutuo!’ chilló Jane desde su pequeña estatura, pero con decisión y un enojo volcánico que hacía unos instantes había entrado en erupción y llameaba salvaje en sus ojitos. ‘A ti jamás te respetará, pues no eres digno de respeto ni de tus iguales! ¡No lo castigues por expresar la aversión que sentimos todo hacia ti! ¡ODIOSO! ¡CRUEL! ¡BESTIA! ¡PUERCO!’

El hombre la miró con desprecio desde su altura, seguramente deseando utilizar el látigo que aún permanecía entre sus gruesos dedos contra la niña. Sin embargo, aunque estúpido, no lo era lo suficiente como para no saber que tenía todas las de perder de proceder así. Jane no se amilanó ante el odio que divisó en la ebria mirada del hombre, y se mantuvo firme, dispuesta a chillarle y pegarle lo que hiciera falta por defender a su animal.

Su padre cogió la fusta que le tendía aún el transportista. Por un momento Jane temió que fuera hacer caso del consejo de aquella cruel bestia, pero su padre, lejos de hacerle caso, arrojó el látigo sin miramientos en cualquier dirección, brindándole al hombre una mirada caldeada.

‘Me gustaría que se ahorrara sus consejos. Usted no es experto en disciplinar caballos. Tan solo se dedica a transportarlos. Así que limítese a su oficio’.

El hombre le lanzó una mirada burlona, seguramente pensando que mi padre se trataba de uno de esos “patéticos” defensores de los animales. Lanzó un escupitajo al suelo por entre sus dientes amarillentos, mirando desafiante a su padre, pero este no reaccionó más que mirándolo sin apartar los ojos, exigiéndole taciturnamente que descargara el caballo cuanto antes y se largara.

Finalmente el repugnante señor se dignó a cumplir con su trabajo, y ante la atenta mirada de su padre, su madre y ella misma, trató de aproximarse al animal con intención de desatarlo y llevarlo donde se lo pidieran. Pero Mr. Scrooge ya entonces tenía desarrollada esa vena rencorosa suya, y no desaprovechó la oportunidad de tatuarle sus dientes en el hombro.

Y estalló la ira.

jueves, 19 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part III]


Y entonces, un relinche que procedía de la parte trasera de la casa cortó el aire. Jane no tuvo la menor duda: se trataba de Mr. Scrooge. Se enderezó conservando la bonita flor, la cual guardó en uno de los bolsillos de sus vaqueros, y rodeó la casa rápida como un rayo. No podía esperar para hundir sus dedos en las crines negras de su poderoso caballo.

Pero tuvo que detenerse a pocos metros de distancia de su objetivo, anunciando su presencia con una sonora carcajada, dado que la escena que contempló la obligó a doblarse de la risa. Su padre y Mr. Scrooge ya estaban discutiendo de nuevo.

Su querido padre se hallaba dentro del perímetro habilitado como picadero, persiguiendo todo lo rápido que se lo permitía su cojera crónica al cuadrúpedo. Jeffry empuñaba unas tijeras con la evidente intención de adecentar el aspecto de Mr. Scrooge, cuyas crines bailaban al viento, largas, salvajes e indomables. El grado de irritación de su padre ascendía por momentos, y la evolución de su enfado era visible en las facciones malhumoradas de su rostro y en las palabras aireadas que mascullaba entre dientes, maldiciendo al caballo y todo lo referente a él. Mr. Scrooge, lejos de sentirse ofendido, lo burlaba constantemente, caminando concienzudamente lento cuando le sacaba una distancia considerable al anciano y después apretando el paso cuando estaba a punto de alcanzarlo. Relinchaba feliz, sintiéndose victorioso y divirtiéndose sumamente a costa de su padre.

—¡Jane! —exclamó su padre en cuanto advirtió su presencia. Se paró en seco, asombrado por la visita que no esperaba de su hija. Sus rasgos, hasta hace un momento irritados, se suavizaron hasta que mostraron una patente alegría.

Mr. Scrooge aprovechó aquel momento de distracción del anciano para hacer una de sus jugarretas. Con una rapidez espectacular, desanduvo la distancia que lo separaban de él y cogió las tijeras que portaba el hombre entre los dientes, tirando del artilugio y arrancándoselo de las manos para arrojarlo después en dirección al bosque, dónde cayó entre la espesa maleza unos cuantos metros más allá.

Su padre devolvió la atención hacia el semental, que en aquellos instantes relinchaba triunfal.

—¡Maldito animal infernal! ¡Has tenido suerte de que me distrajera, sino te habría castrado y te habría anudado un lazo rosa en la cola!

Aquello provocó nuevas risas en Jane.

—Papá, por si no lo recuerdas, eso no supone ninguna amenaza para Mr. Scrooge. Lo castramos hace tiempo —le corrigió Jane en un tono jovial. 

Por muy inhumano que pudiera parecer el haberlo hecho, realmente lo habían hecho mirando por el bien del animal. Dado que no pretendían que Mr. Scrooge engendrara potros, no podían haberle permitido bajo ninguna circunstancia cubrir ninguna yegua. Y el sentir deseo sexual sin poder consumirlo era una crueldad, y tamaña frustración habrían provocado en el joven semental un constante sentimiento de infelicidad y vacío. Sobre todo cuando llegara Franzy. No habrían podido permitir que el purasangre anduviera campando a sus anchas al mismo tiempo que Franzy. Y el negarles a ambos caballos la compañía del otro habría sido muy despiadado. Sin embargo, ahora que Mr. Scrooge estaba castrado, podían permitirle pastar y jugar al aire libre junto con Franzy. Y realmente era patente el mutuo aprecio que se tenían ambos animales, y lo mucho que disfrutaban estando juntos. De hecho, casi lloraban de tristeza cuando por la noche los obligaban a separarse para meterlos en sus respectivas cuadras.

Jane se acercó a ellos risueña, penetrando en el picadero. Mr. Scrooge, al verla, se irguió sobre sus cuartos traseros lanzando un relinche al viento, expresando su gran alegría, y emprendió el galope hasta llegar a ella, restregando su cabeza contra la de Jane en un gesto de reconocimiento y amor.

—Hola, cariño —susurró Jane contra él, alzando sus brazos para rodear el cuello del animal y friccionando la mejilla contra sus crines de ébano—. Yo también me alegro de verte.

—Realmente acertamos poniéndote Mr. Scrooge —masculló su padre—. Eres tan o más odioso que él.

Le habían puesto ese nombre en honor al protagonista hostil y malhumorado de “Canción de Navidad” de Charles Dickens. Todas las navidades era tradición en su hogar leer por esas fechas aquella obra, a la luz del fuego de la chimenea, mientras un Roscón de Reyes iniciaba una travesía de mano en mano entre los oyentes que desembocaba en el estómago de cada cual. Aquel ritual lo había impulsado su madre, quien era una amante de la literatura y de Dickens en especial. Además, decía que el libro contenía una importante conciencia moral y que era muy didáctico. Aunque Jane nunca había estado de acuerdo con ella. Si es verdad que el libro pretendía concienciar a la gente, aunque ella siempre había discrepado con el autor en un punto: no estaba de acuerdo en que debíamos mostrarnos especialmente amables y bondadosos únicamente en Navidad. Creía que esa actitud considerada y compasiva debía ser tan intensamente válida en cualquier época del año, ya que era igual de benefactora en Navidad que en marzo. Aún así, su madre le había contagiado su entusiasmo por él, y, a pesar de que ya se sabía el villancico en forma de prosa de memoria, volvía  emocionarse en los mismos párrafos, volvía a estremecerse en las mismas frases, volvía a encogerse en los mimos pasajes, volvía admirarse de él en las mismas líneas y volvía a disfrutar de toda la obra al completo. Nunca tenía suficiente de él.

domingo, 15 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part II]


Una aspirante a ángel según el criterio de sus padres no puede abandonar el cielo sin notificarlo, a no ser que quiera arriesgarse a descender de rango celestial. Por esa razón, Jane, como perfecta cortesana del Reino de los Cielos, se hallaba en aquellos momentos de camino al hogar de sus padres. Y se sentía realmente decaída. Sabía que a sus padres no les entusiasmaría nada el saber que ya no tendrían a su hija a tres horas de distancia. A ella misma la idea de poner tanta distancia entre ellos la entristecía mucho.

Suspiró. Odiaba las despedidas. Solía evitarlas. Aunque por supuesto, a veces no era posible eludirlas. Y ésta era una de esas ocasiones.

El taxi la dejó frente al Oasis, una rústica casa de madera brillante que despertó en ella tiernos recuerdos. Toda su infancia concentrada en un lugar tan hermoso. Aquellas sólidas paredes rebosando dulces y amargos recuerdos.

La emoción que sintió al estar nuevamente parada frente a su hogar despertó en su interior un fuego apacible. Siempre le ocurría lo mismo cada vez que volvía allí. Y es que, por muchas que fueran las ciudades que la encandilaran y en las que viviera, el lugar más especial siempre sería aquella casa que la vio convertirse de niña repelente a adulta insoportable.

Jane sonrió ante sus pensamientos.

Se tomó unos instantes más antes de entrar. Mientras escuchaba tras ella al motor del Ford que la había llevado hasta allí marcharse por el enlodado y serpenteante camino de tierra, cerró los párpados y aguzó sus oídos, en busca del cantar de las golondrinas apostadas en lo alto de los manzanos en flor que rodeaban la pequeña casa. Inspiró hondo, y una fragancia primaveral de flores silvestres y rosas inundó sus fosas. Una inconsciente sonrisa curvó sus labios.

Cuando abrió nuevamente los ojos, una belleza natural más hermosa de la que recordaba segundos antes la recibió, y se recreó en la trayectoria de un rayo de sol que doraba las paredes del color de la miel de la casa de sus padres. Detrás del tejado a dos aguas distinguía las copas de los árboles más altos, extendiéndose orgullosos para recibir con los brazos abiertos a la brillante mañana. Esos árboles pertenecían al  pequeño pero espeso bosque que se extendía detrás de la rural edificación, antes de cuya frontera su padre había habilitado una especie de picadero que había delimitado mediante un cercado de madera. Una sonrisa de afecto curvó sus labios al pensar en las dos criaturas que allí estarían pastando en aquel momento: Mr. Scrooge y  Franzy; un poderoso Purasangre inglés y una joven y preciosa yegua pía alazán.

Jane desde niña había querido un caballo. Todas las navidades, en sus cartas dirigidas a Papa Noël, jamás faltó su petición del animal. Siempre le prometía al padre de la Navidad que cuidaría del animal, que jamás lo abandonaría y que lo querría muchísimo. Y rogaba que le diese la oportunidad de demostrárselo.

Un viento de nostalgia comenzaba a levantarse en su interior. Aún a veces recordaba con nitidez la sensación de vacío que sintió siendo niña. La envidia que la embargaba mientras los niños de su alrededor reían y bromeaban juntos, siempre excluyéndola de sus juegos. Siempre negándole su absoluta atención. Jane aún en aquellos momentos, no pudo evitar esbozar una mueca. Lo cierto es que ella se había buscado la situación… Incluso de niña, su lengua había sido un artilugio con vida propia que se anteponía a las meditaciones. Ah, su lengua. Desde niña había estado al servicio de la espontaneidad… Y desde siempre había sido un arma de doble filo. Una sonrisa afloró a sus labios. Siempre se las ingeniaba para irritar a todo su alrededor. Ni siquiera las profesoras de su infancia se libraron de sus mordaces observaciones.

Jane sacudió la cabeza, y sus pensamientos retornaron a senderos más agradables, como el que llevaba a aquel día en el que por fin le fue concedido su más preciado deseo: un amigo. Entonces a ella no se le pasó por la cabeza que fuera a ser su padre y no Papa Noël quien fuera a encargarse de su felicidad. Por supuesto que albergaba curiosidad respecto al proyecto en el que se embarcó su padre cuando comenzó a talar árboles y apilar leña. Numerosas veces le preguntó por lo que pretendía hacer con tanta madera, pero él solo contestaba: <<Estoy trabajando en un deseo>>. Pero a medida que iba pasando el tiempo, fue elucubrando teorías que no se alejaban en absoluto de la realidad. Comenzó a sospechar que su querido padre estaba construyendo una cuadra y una valla doble que rodearía, formando dos circunferencias concéntricas, a ésta y a una generosa porción de hierba. Fueron pasando los días, y su padre continuó trabajando duro, con constancia e ilusión. La idea de la felicidad que provocaría en su hija y el ansia de ver ésta reflejada en sus preciosos rasgos infantiles lo llenaba de una energía inagotable. Y por fin estuvo lista la obra de su padre. Para poder terminarla había tenido que sacrificar numerosas horas destinadas al taller mecánico que regentaba, pero por su familia merecía la pena. Entonces Jane no comprendió la magnitud del gesto de su padre. No solo había empleado su tiempo, su fuerza y su entereza en aquel proyecto que tenía como fin saciar los caprichos de una niña. También había empelado todo su cariño, y éste se reflejó en los silbares que producía continuamente mientras trabajaba con talante ufano y satisfecho, demostrando que en la pirámide de sus prioridades, su familia y la felicidad de ésta estaban en la cumbre. Ah, cuánto la había amado siempre su padre. Sólo esperaba ser merecedora de ese inmenso cariño…

Con un suspiro meditativo, Jane se acuclilló y extendió los brazos a su alrededor, paseando sus manos sobre la hierba, sintiendo a sus dedos desenredar las briznas que topaban a su paso. El suave cosquilleo de la naturaleza en sus palmas disipó todos los nubarrones que acechaban su mente y casi le arrancó una carcajada.

Sus manos toparon con lo que parecía ser una flor. Jane bajó los ojos para confirmar sus sospechas. En efecto, tenía entre los dedos una hermosa flor salvaje. La cautivó la suavidad de sus amplios y rosados pétalos, y la arrancó de la tierra y se la llevó a la nariz. La flor desprendía un ligero perfume agradable.

En su corazón era toda una chica de campo.

sábado, 14 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part I]


—¿Cómo que te vas? —preguntó Heather en un chillido.

Las dos amigas se encontraban en un café, sentadas la una frente a la otra en una redonda y pequeña mesa de pie central. Situadas en una de las esquinas del local frente a la ventana, con solo girar la cabeza podían sumergir la mirada en el espeso tráfico de un día de lluvia y en las pocas personas que corrían en pos de un refugio.

Cuando Jane dejó de mirar por la ventana empañada, el semáforo que regulaba la calle recién había cambiado a rojo, y ella volvió a centrarse en absorber su batido de avellana a través de la pajita, evitando mirar a Heather. Sabía que lo que ella había considerado una buena noticia no lo era para su amiga.

—Sí —dijo simplemente Jane, aún sin mirarla.

Un tenso silencio se instaló entre ellas.

Por fin la miró. El bello rostro de su amiga había abandonado el optimismo que la caracterizada. En su lugar, una creciente humedad se agolpaba en sus azules ojos y su lisa frente se había arrugado denotando preocupación. Las comisuras de su boca miraban hacia abajo.

Conmovida, Jane alargó un brazo a través de la mesa para coger el de su amiga. Pero ella no respondió a su contacto. Permaneció inmóvil, inmersa en pensamientos tristes relacionados con su amiga Jane.

Pronto, la misma humedad que lucían los ojos de Heather se instaló en los suyos.

—¿Por qué? —susurró Heather con tormentosa suavidad.

Jane suspiró antes de responder.

—Necesito un cambio, Heather.

—Pero, ¿por qué? —repitió su amiga.

—Porque no es la primera vez que despierto al lado de un desconocido y pierdo las bragas, por no hablar de los papeles. —Jane tomó aire antes de continuar, aún masajeando el brazo de Heather—. Sé que nos solemos reír de esa clase de episodios, pero comienza a no ser divertido. No para mí. Tengo que empezar a  tomarme en serio. A mí misma y a mi vida.

Heather abrió mucho los ojos, mostrando la incredulidad que sentía.

—¡Pero si sólo tienes 23 años! ¡Hablas como si fueras una cuarentona que sintiera las campanadas finales de su reloj biológico!

Jane sonrió a su amiga.
                             
—Sí, supongo que siempre he sido demasiado seria. Pero uno de los errores que comete la gente es esperar que el futuro lo solucione todo. Pero no es el “futuro”, sino “ellos mismos en el futuro” lo que tendrán entonces. Y creo que se llega a dónde quiere llegarse poco a poco, no de golpe. Así que es hora de que tome las riendas del presente y lo encauce hacia el futuro que quiero. Es hora de conocerme realmente y evolucionar.

—Sí, todo eso está muy bien —dijo Heather barriendo el aire con una de sus finas manos—. Pero, ¿para eso necesitas irte?

Jane asintió.

—Irme a otra ciudad a vivir implica nuevos retos. Y los retos te enriquecen y te ayudan a conocerte. Además, tengo muchas ganas de irme.

Heather la miró fijamente y finalmente suspiró tristemente.

—Trataría de convencerte de que te quedarás, pero sé que no tengo ninguna oportunidad ante tu terquedad.

Aquello provocó una carcajada en Jane.

—Tienes razón.

Heather meneó la cabeza, abatida. Las lágrimas abundaron en sus ojos y comenzaron a correr por sus mejillas.

—Cabezona Supermadura —la bautizó cariñosamente, mirándola fijamente a los ojos. Una triste sonrisa curvó sus labios rojos—. Te echaré de menos, Jane. Muchísimo. De verdad.

Sin poder soportarlo más, Jane se levantó de su asiento y se acercó a ella para abrazarla. Entre lágrimas, las dos amigas se estrecharon, siendo muy conscientes de lo importante que eran la una para la otra. Habían vivido tantas cosas juntas… Y por primera vez en la vida iban a estar separadas. Y por un tiempo indeterminado.

Jane separó la cabeza del hombro de Heather para depositar un beso en su suave cabello de oro.

—Prometo que todas las semanas tendrás un inventario de mis bragas perdidas —bromeó Jane para aligerar el ambiente.

Aquel comentario arrebató a Heather una breve carcajada.

—Realmente voy a echarte de menos —declaró sorbiéndose la nariz.

—Yo a ti también. Se me va a hacer duro —respondió Jane sonriéndole a través de las lágrimas.

Se abrazaron nuevamente. Ambas amigas cerraron los ojos con fuerza, apretándose la una contra la otra en un tierno gesto. Querían grabar en sus mentes la sensación que les reportaba aquel abrazo, y poder rememorarlo cada vez que quisieran sentirse cerca.

Hermosos momentos de los muchos que habían pasado juntas vibraron en ellas, y siendo tan conscientes de lo mucho que se necesitaban, las lágrimas brotaron incesantes y sus brazos se resistieron a deshacer el fuerte nudo que habían formado en torno a sus cuerpos.

Finalmente, Jane se enjugó los ojos con las manos y volvió a ocupar su asiento frente a su batido. Sorbió de la pajita, esperando que el delicioso batido pudiera endulzar un poco la pena que se agitaba en su pecho.

—¿Y a dónde vas, a  todo esto? —preguntó Heather. Aún las lágrimas no habían abandonado del todo su hermoso rostro, pero trató de mostrarse más animada.

—A Paris.

—¡¿A Paris?! ¿Tan lejos? —preguntó Heather a voz en grito por segunda vez.

Jane asintió.

—¿Y cuándo te vas?  
       
—La semana que viene tengo previsto coger un avión.

Heather no salía de su asombro.

—¡Tan pronto! Pero, ¿y qué pasa con tu trabajo?

Jane se encogió de hombros.

—Lo he dejado.

Heather parpadeó un par de veces seguidas, tal vez preguntándose si la figura familiar que tenía enfrente no sería un alien disfrazada de su amiga, como en Men In Black.

Jane había trabajado durante dos años para una cadena local de televisión escribiendo el guion de una exitosa serie televisiva. Se llamaba <<La lógica del amor>> y trataba de una terapeuta sexual que encajaba mejor en el perfil de paciente que de profesional. Así pues, la terapeuta tenía sus extravagancias en el sexo y muchas veces su sentencia final para una pareja en crisis sexual era la solución de un trío con ella.

—¡Pero si <<La lógica del amor>> es todo un éxito! Poco a poco está adentrándose en otros estados, y está teniendo buen recibimiento —exclamó Heather anonadada.

Jane negó con la cabeza.

—Llevo tanto tiempo con la Doctora Orgasmo que la vida ficticia que me invento para ella está terminando por devorar mi realidad. Por Dios, Heather. Últimamente tengo las hormonas descontroladas, y esta nueva actitud no me está reportando nada sustancial.

Heather se echó a reír.

—¿No será que tu imaginación está al límite y te embarcas en esas noches locas para documentarte?

Jane resopló con fastidio.

—Tengo imaginación más que de sobra. De hecho, ojalá pudiera inventarme mi realidad. Tendría un sexo más satisfactorio del que podría proporcionarme Brad Pitt.

Heather permaneció sonriendo.

—Si lo que necesitas es un buen meneo, creo que puedo conseguirte un buen aspirante sin necesidad de que te vayas a Paris. —La fantasía de que su amiga Jane pudiera cambiar de opinión hizo que su mirada se iluminara.

Jane sintió tener que decepcionarla.

—Eso solo sería un parche —contestó negando con la cabeza—. Lo que necesito es un buen polvo pegado a un hombre decente. Pero empiezo a pensar que para eso tendría que encontrar la forma de teletransportarme al cuento de Blancanieves.

Heather sonrió.

—Un poco de fe, Jane. Sé que ahí fuera hay algún príncipe digno de ti.

—No me obligues a ser borde cuando nos queda tan solo una semana para estar juntas —refunfuñó Jane.

La vida le había demostrado que Heather estaba equivocada. No, equivocadísima. Ninguno de los hombres que había conocido apenas entraba en la categoría de ser humano decente. ¿Cómo iba alguien a aspirar a príncipe? Una alarma en su cerebro pitó, como si estuviera catalogando de mentira lo que acababa de pensar... Pero Jane no tenía ganas de reconocer la verdad. Y lo dejó correr.

Miró a Heather, siempre tan optimista ella. Tan soñadora. Eran tan diferentes… Pero la quería tantísimo. Además, que fueran distintas no era un problema. Era una ventaja en realidad. De ese modo, Jane podía absorber parte de la alegría contagiosa de Heather; parte de su fe ciega en el destino. Le sentaba bien cada vez que era demasiado consciente de la realidad que le rodeaba. Del mismo modo, Jane evitaba que Heather volara tan alto que se perdiera entre las nubes y no fuera capaz de ver el avión que sobrevolaba hacia ella, dispuesto a derribarla.

Eran complementarias. Eran amigas.

jueves, 12 de enero de 2012

►PRÓLOGO. [Part III]


Había vuelto a ocurrir.

Heather se había empeñado en ponerle un embudo en la boca por el que lanzarle un popurrí de alcohol y lo había conseguido.

Aún estaba afectada por su última ruptura amorosa y la idea de entregarse al alcohol para olvidarse de todo había sido demasiado tentadora. Heather se había salido con la suya y por ello había acabado en aquel desconocido apartamento con una pierna peluda enrollada en torno a una suya.

Por un momento, se sorprendió de su situación. Incluso se asustó. Nada más sentir otra presencia a su lado, se había vuelto hacia ella en un sobresalto para descubrir al espécimen a medio evolucionar que se debatía entre un chimpancé y un hombre y que se encontraba acostado sobre su barriga junto a ella. Incapaz de creerse en esa situación, había intentando hacer memoria para recordar que había impulsado a la vida a castigarla de aquella forma, pero el simple hecho de intentar pensar hizo que le palpitara la cabeza como si alguien hubiera descargado un garrote contra ella. Y de aquel modo detectó al culpable de su desdicha: el alcohol.

Tenía una resaca terrible, un compañero de cama aún más horripilante y era consciente de un detalle que la inquietaba: no llevaba bragas.

Jane no supo si las arcadas que sintió de pronto fueron provocadas por el mareo producido por la resaca o por la conclusión a la que la habían hecho llegar la ausencia de sus bragas.

Con cuidado, intento desenredar su cuerpo del de aquel hombre. No quería despertarle. Se sentiría demasiado mortificada como para creerse capaz de afrontar las consecuencias de tener consciente a un perfecto Señor Chimpancé.

Pero, por supuesto, la vida debió decidir escarmentarla por su mala conducta y Chimpancé se despertó.

Sus ojos soñolientos la miraron confundidos en un primer momento, pero al descubrir que se trataba de “un agujero a su alcance” esbozó una sonrisa que pretendía ser una alusión a la sensualidad pero que solo consiguió que a Jane se le revolviera aún más el estómago.

—Nena… —dijo con voz arrastrada mientras alargaba un delgaducho brazo queriendo pegarla a su cuerpo nuevamente.

Pero Jane estaba muy lejos de permitírselo. Necesitaría una buena dosis de vodka para conseguir que ella cayese nuevamente. Además, Jane cometía errores. Pero no los repetía. O por lo menos, no errores con el mismo envoltorio...

Con una sorprendente habilidad para su estado etílico, dio un veloz salto que la arrojó con cierta torpeza fuera de la cama, llevándose la colcha consigo, enrollada firmemente a su cuerpo.

Fue un error. Descubrir la anatomía desnuda de Señor Chimpancé solo consiguió deprimirla aún más. Pero no se rindió. No estaba dispuesta a quedar desnuda ante él. No quería hacer un llamamiento a una lujuria aún más intensa de la que ya se adivinaba en la entrepierna de Chimpancé.

—Nena, no tengo el cuerpo para juegos. ¿Por qué no vuelves a la cama y me das el desayuno?

Jane no pudo evitar que la repugnancia pudiera leerse en su expresión.

—¿Por qué no le haces un favor a la humanidad, te devoras a ti mismo y dejas que me largue en cuanto encuentre mis bragas? Que te aproveche.

Jane no planeaba ser tan borde, pero sentía tanta rabia en su interior que no pudo evitarlo.

El rostro sonriente de Chimpancé se ensombreció, y de pronto el enfado fue tangible en su cara.

—Maldita puta. No hay bufé libre para desayunar. El menú de hoy es rabo, así que empieza a comer antes de que me cabree.

Pero Jane estaba muy lejos de aguantar esa grosería machista.

—Te diré lo que haremos: encontraré mis bragas, te estrangularé con ellas y después te daré a desayunar tus huevos peludos.

Aquel desafío verbal promovió la ira de Señor Chimpancé, que primitivo y estúpido como era, Jane previó sus movimientos incluso mucho antes de que los ejecutara.

Y, aunque con la cabeza martilleándole como lo hacía, Jane pudo ser más rápida que Chimpancé, y enseguida se vistió su blanco vestido ribeteado de encajes, el mismo que Heather denominó “mantel de la abuela” y se calzó los tacones negros.

—Aquí naie me hafla así…¡Y megnos una mujer! —gritó enfurecido Chimpancé tropezándose con las palabras. Era lo que tenía que un estúpido hablara rápido bajo los efectos nublados del alcohol. Su mente era más lenta que su boca, y su lengua un lastre inútil.

Jane se tomó su tiempo para recorrer con la vista la habitación con la esperanza de poder recuperar sus bragas. Entre tanto, Chimpancé luchaba contra las sabanas de la cama para poder salir de ella y estrangularla, pero Jane supo que eso estaba lejos de suceder cuando solo consiguió inmovilizarse a sí mismo sobre la cama, atrapado en un lío de sábanas que trepaban por todo su cuerpo y que provocaron su estrepitosa caída al suelo cuando, a pesar de todo, trató de perseguirla por la habitación.

Jane se habría reído de buena gana de no ser por lo afligida que en realidad se sentía. Y a pesar de no detectarse en peligro, era consciente de que la vida le daba la vuelta a la tortilla con una facilidad increíble, y nada dispuesta a tener que lesionar a aquel tipo en la cabeza para evitar echarse encima aún más pecados, decidió largarse inmediatamente renunciando a sus bragas.

Mientras bajaba por las escaleras del oscuro y estrecho portal, se dijo que necesitaba un cambio urgente en su vida.

Llevaba demasiados encuentros insatisfechamente esporádicos con simios. Y una lista aún más larga de bragas perdidas.