Y entonces, un
relinche que procedía de la parte trasera de la casa cortó el aire. Jane no
tuvo la menor duda: se trataba de Mr.
Scrooge. Se enderezó conservando la bonita flor, la cual guardó en uno de
los bolsillos de sus vaqueros, y rodeó la casa rápida como un rayo. No podía
esperar para hundir sus dedos en las crines negras de su poderoso caballo.
Pero tuvo que
detenerse a pocos metros de distancia de su objetivo, anunciando su presencia
con una sonora carcajada, dado que la escena que contempló la obligó a doblarse
de la risa. Su padre y Mr. Scrooge ya
estaban discutiendo de nuevo.
Su querido padre
se hallaba dentro del perímetro habilitado como picadero, persiguiendo todo lo
rápido que se lo permitía su cojera crónica al cuadrúpedo. Jeffry empuñaba unas
tijeras con la evidente intención de adecentar el aspecto de Mr. Scrooge, cuyas crines bailaban al
viento, largas, salvajes e indomables. El grado de irritación de su padre
ascendía por momentos, y la evolución de su enfado era visible en las facciones
malhumoradas de su rostro y en las palabras aireadas que mascullaba entre
dientes, maldiciendo al caballo y todo lo referente a él. Mr. Scrooge, lejos de sentirse ofendido, lo burlaba constantemente,
caminando concienzudamente lento cuando le sacaba una distancia considerable al
anciano y después apretando el paso cuando estaba a punto de alcanzarlo.
Relinchaba feliz, sintiéndose victorioso y divirtiéndose sumamente a costa de
su padre.
—¡Jane! —exclamó
su padre en cuanto advirtió su presencia. Se paró en seco, asombrado por la
visita que no esperaba de su hija. Sus rasgos, hasta hace un momento irritados,
se suavizaron hasta que mostraron una patente alegría.
Mr. Scrooge aprovechó aquel momento de distracción del anciano para
hacer una de sus jugarretas. Con una rapidez espectacular, desanduvo la
distancia que lo separaban de él y cogió las tijeras que portaba el hombre
entre los dientes, tirando del artilugio y arrancándoselo de las manos para arrojarlo después en dirección al bosque, dónde cayó entre la espesa maleza unos cuantos metros más allá.
Su padre devolvió
la atención hacia el semental, que en aquellos instantes relinchaba triunfal.
—¡Maldito animal
infernal! ¡Has tenido suerte de que me distrajera, sino te habría castrado y te
habría anudado un lazo rosa en la cola!
Aquello provocó
nuevas risas en Jane.
—Papá, por si no
lo recuerdas, eso no supone ninguna amenaza para Mr. Scrooge. Lo castramos hace tiempo —le corrigió Jane en un tono
jovial.
Por muy inhumano que pudiera parecer el haberlo hecho, realmente lo
habían hecho mirando por el bien del animal. Dado que no pretendían que Mr. Scrooge engendrara potros, no podían
haberle permitido bajo ninguna circunstancia cubrir ninguna yegua. Y el sentir
deseo sexual sin poder consumirlo era una crueldad, y tamaña frustración
habrían provocado en el joven semental un constante sentimiento de infelicidad
y vacío. Sobre todo cuando llegara Franzy.
No habrían podido permitir que el purasangre anduviera campando a sus anchas al
mismo tiempo que Franzy. Y el
negarles a ambos caballos la compañía del otro habría sido muy despiadado. Sin
embargo, ahora que Mr. Scrooge estaba
castrado, podían permitirle pastar y jugar al aire libre junto con Franzy. Y realmente era patente el mutuo
aprecio que se tenían ambos animales, y lo mucho que disfrutaban estando juntos.
De hecho, casi lloraban de tristeza cuando por la noche los obligaban a
separarse para meterlos en sus respectivas cuadras.
Jane se acercó a
ellos risueña, penetrando en el picadero. Mr.
Scrooge, al verla, se irguió sobre sus cuartos traseros lanzando un
relinche al viento, expresando su gran alegría, y emprendió el galope hasta
llegar a ella, restregando su cabeza contra la de Jane en un gesto de
reconocimiento y amor.
—Hola, cariño
—susurró Jane contra él, alzando sus brazos para rodear el cuello del animal y
friccionando la mejilla contra sus crines de ébano—. Yo también me alegro de
verte.
—Realmente
acertamos poniéndote Mr. Scrooge
—masculló su padre—. Eres tan o más odioso que él.
Le habían puesto ese nombre en honor al
protagonista hostil y malhumorado de “Canción de Navidad” de Charles Dickens. Todas las navidades era
tradición en su hogar leer por esas fechas aquella obra, a la luz del fuego de
la chimenea, mientras un Roscón de Reyes iniciaba una travesía de mano en mano
entre los oyentes que desembocaba en el estómago de cada cual. Aquel ritual lo
había impulsado su madre, quien era una amante de la literatura y de Dickens en especial. Además, decía que
el libro contenía una importante conciencia moral y que era muy didáctico.
Aunque Jane nunca había estado de acuerdo con ella. Si es verdad que el libro
pretendía concienciar a la gente, aunque ella siempre había discrepado con el
autor en un punto: no estaba de acuerdo en que debíamos mostrarnos
especialmente amables y bondadosos únicamente en Navidad. Creía que esa actitud
considerada y compasiva debía ser tan intensamente válida en cualquier época
del año, ya que era igual de benefactora en Navidad que en marzo. Aún así, su
madre le había contagiado su entusiasmo por él, y, a pesar de que ya se sabía
el villancico en forma de prosa de memoria, volvía emocionarse en los mismos párrafos, volvía a estremecerse
en las mismas frases, volvía a encogerse en los mimos pasajes, volvía admirarse
de él en las mismas líneas y volvía a disfrutar de toda la obra al completo. Nunca
tenía suficiente de él.
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