jueves, 23 de febrero de 2012

►CAPÍTULO III. [Part I]


—¡JONATHAN!

El joven, un estudiante universitario que estaba de Erasmus en París, respondió a su nombre emergiendo del vano que daba acceso al pasillo del piso y plantándose en el salón completamente desnudo salvo por una toalla que se había anudado en las enjutas caderas. Sus labios apresaban un cepillo espumoso que empuñaba con una de sus pálidas manos. Su actitud, relajada y natural, confirmaban que el muchacho no se sentía incómodo en su situación. De hecho, se adivinaba cierta arrogancia en su pose erguida, como si pretendiese resaltar la musculatura de su abdomen.

—Me pillas en el baño —respondió él con tranquilidad, totalmente indiferente a la furia escrita en su nombre y en la expresión de Jane. Se limitó a mirarla relajado, con un gesto interrogativo mientras continuaba cepillándose los dientes. Como si no fuera evidente el motivo de que Jane hubiera recurrido a él con tanta ira.

—Y tú a mí cabreada —exclamó enérgicamente Jane—. Mira, ayer no dije nada aunque tuviera motivos, pero decidí que puesto que vamos a vivir juntos, iba a darte más tiempo y a ser más tolerante… Pero esto… ¡ESTO! —Jane abarcó con la mano el salón. Era un homenaje al desastre. La alfombra que abarcaba la porción de suelo entre el sofá y el mueble que soportaba la televisión estaba irreconocible y describía una figura abstracta donde imperaban las arrugas. La manta que cubría el largo sofá de cuero blanco presentaba un aspecto similar, solo que con el añadido de palomitas desperdigadas. Frente a él, la superficie de cristal de la rectangular mesita había perdido su naturaleza traslucida y charcos de líquido amarillento y espumoso la manchaban. Jane supuso que era cerveza a juzgar por el ejército de latas que reposaban sobre la mesita. La televisión emitía un partido de fútbol frente a un público inexistente a un ruido ensordecedor. Y por si fuera poco, tres cachorros Haskies destripaban con sus colmillos los cojines del sillón y roían y descolocaban las cortinas de la ventana. Y para más inri, una canción de Cannibal Corpse sacudía las paredes del piso con su música estruendosa.

Jonathan miró a su alrededor sin mostrar signos de sentirse arrepentido o horrorizado, y su respuesta tras admirar su obra fue encogerse de hombros.

—En mi opinión no está tan desastroso como tú lo ves.

Jane se mordió la lengua a tiempo de soltar una retahíla de palabrotas además de contener a sus manos de estrangularlo.

—Me da igual lo que tú creas —espetó con furia—, el caso es que yo también vivo aquí y considero esto INACEPTABLE —dijo recalcando la última palabra. Se llevó una mano a la cadera mientras con la otra señalaba hacia el salón—. ¡Ya estás adecentando eso! —ordenó—. Quiero ver esa alfombra tan pulcra y lisa como cuando vine, ese sillón exento de palomitas y esa mesilla tan trasparente como la recordaba. Y por supuesto, enhebra otra vez las cortinas en su travesaño y ¡saca esos chuchos de una vez y para siempre! —Cuando parecía haber acabado su agria ordenanza, añadió—: Y por supuesto, me vas a descontar un 20% como mínimo en la factura de la luz de este mes. Que tengas la tele puesta sin estar siquiera en la misma habitación…

Jonathan abrió mucho los ojos y levantó las palmas en un gesto que pretendía aplacar sus malos humos. Acto seguido, entrecerró los ojos en una mirada acariciadora y esbozó una sonrisa que pretendía ser seductora y en la cual sobresalía el mango del cepillo de una de sus comisuras. Fue acercándose a ella lentamente, ante la expresión desconcertada de Jane.

—Vamos, nena. ¿Por qué no mejor empleamos tiempo y energías en algo más… divertido? —comentó él sin dejar de aproximarse.

Al adivinar lo que él pretendía, Jane abrió mucho los ojos y por un momento se quedó estupefacta observando sus avances. Pero antes de que él pudiera pegarse a ella, Jane lo empujó con fuerza, apartándolo de ella con una renovada energía propia de una doble dosis de indignación.

—¡Ni se te ocurra imaginarlo siquiera! —bramó ella—. Si hubiera querido me habría liado ya miles de veces con alguien como tú; oportunidades no me han faltado. Por si no lo sabías, mi madre trabaja en una guardería.

Jane adivinó con satisfacción en el rostro de Jonathan que su comentario lo había ofendido. Su buen humor se tornó visiblemente agrio a juzgar por el ceño que fruncía en aquellos momentos.

—Y por supuesto —continuó Jane— No hay un nosotros en este asunto. Vas a recogerlo tú solito.

Jonathan lanzó un ronco gruñido y desapareció un momento en el baño para enjuagarse la boca.

—¡Muy bien! —dijo aceptando la derrota—. Recogeré el salón, pero eso sí, los perros se quedan.

Jane se cruzó de brazos con actitud decisiva.

—Eso es contraproducente al orden. Además —añadió mirándolo con astucia cuando lo tuvo de nuevo frente a ella—, algo me dice que esos animalitos no son tuyos. Tu “sentido de la responsabilidad” habría acabado con ellos mucho antes de que aprendieran a ladrar.

Jonathan formó una prefecta “O” con los labios. Pero después y a regañadientes admitió que estaba en lo cierto.

—Vale, son de una vecina. Me he comprometido a cuidarlos siempre que pueda a cambio de unas monedas.

—¿Cuidarlos? —preguntó Jane enarcando una ceja—. Yo lo llamaría permitir que destrocen nuestro piso en vez del suyo.

—¡Pero necesito el dinero! —protestó Jonathan.

—Si realmente necesitaras dinero te buscarías un trabajo de verdad —apuntó Jane—. Si lo que quieres es costearte tus caprichos más vale que te busques otra cosa que no suponga una amenaza a mi cordura. Busca algo que se te dé bien —guardó silencio un instante en el que se mostró pensativa mientras apoyaba un dedo en el mentón—. Yo te veo bien acelerando la muerte, por decir de manera eufemística asesino. No hay duda de que cualquiera consideraría el suicidio ante la perspectiva de convivir contigo. Ya veo los carteles que pondremos: ¿Harto de que su suegra le obligue a comer grasosos potajes? ¿No soporta que su vecina de arriba olvide cerrar el grifo y le provoque humedades y goteras? ¿Los padres del niño de arriba no hacen más que comprarle canicas para que las deje caer y resuenen en tu piso? ¡Tenemos la solución! ¡Una sola hora con Jonathan Grey y buscaran la manera de ascender al cielo! En caso de quedar insatisfecho, le dejaremos hacer su buena acción de la semana estrangulándolo.

Jonathan frunció los labios, algo dañado en su amor propio.

—No hace falta que seas tan borde —refunfuñó mientras se dejaba guiar por las amonestaciones de Jane y ataba las tres correas a los collarines correspondientes de los cánidos—. Devolveré a la señora Merritt sus mascotas.

—¿Ya mismo? —preguntó Jane sorprendida.

Él la miró confundido.

—¿No es eso lo que exiges?

Jane asintió.

—Sí, pero… ¿cuántos años tiene la señora Merritt?

Él la observó aún más confundido que antes mientras cruzaba el salón hacia la puerta de la entrada arrastrando a los traviesos cachorros tras él.

—Sesenta y tres, ¿por qué?

Jane no pudo reprimir la sucesivas carcajadas que brotaron desde su garganta para convertirse en un gorgoteo divertido y descontrolado.

—Creo que ya has empezado a considerar mi idea —observó entre risas mientras esgrimía un dedo en su dirección—. Ya te has propuesto acometer contra el pudor de la apacible anciana yendo a devolverle sus perros con solo una toalla encima.

Jonathan bajó la vista para descubrir que Jane estaba en lo cierto. Se ruborizó un instante antes de sonreírle a Jane divertido y apresurarse a cambiarse antes de visitar a la vecina.

Embalsamada en buen humor, Jane rescató del sofá el teléfono inalámbrico y se dirigió con él a su cuarto. Éste era sencillo, aún no había pasado allí el tiempo suficiente como para revestirlo de recuerdos. Las paredes desnudas eran de un color verde manzana y una ventana de resolución reducida daba a las calles de Montmartre, donde podía contemplar desde cierta altura a los transeúntes ocupados en sus recados matinales o donde tenía acceso al calor de la luz del alba.

Jane se recostó sobre su estómago en la gigantesca cama de matrimonio cubierta por una sencilla colcha floral. Y marcó el número de Heather.

Tuvo que esperar cuatro tonos antes de escuchar la voz de su amiga.

—¡He dicho que no me interesa cambiar de compañía telefónica, joder!

Jane soltó una risita.

—Hola Heather.

—¡Jane! —exclamó sorprendida su amiga, reconociendo su voz—. Cuánto me alegra oírte.

—¿En serio? Jamás lo habría adivinado a juzgar por tu saludo —comentó Jane con socarronería, y escuchó reír a Heather.

—Lo siento. Hoy he recibido una avalancha horrible de llamadas de distintas empresas de todo tipo y di por supuesto que la tuya era otra más. ¡Si es que sólo les falta calentarme la oreja intentado convencerme de suscribirme a una sesión de  inseminación telefónica!

Jane rió con ganas ante la ocurrencia de su amiga.

—Veo que sigues tan divertida como siempre. Me alegra saberlo. ¿Qué tal te va todo? ¿Está siendo exitosa la campaña de primavera?

—Pues mi vida sigue sin dejarme respirar. Te aseguro que me ha costado conservar aliento para mandar a la mierda a toda la propaganda telefónica después del día que he tenido. Tengo las plantas de los píes destrozadas de esos taconazos… ¿A quién coño se le ha ocurrido poner de moda tener que estar literalmente a la altura de Michael Jordan? ¡Santo Dios! Y me duele el cuero cabelludo de todos esos peinados extravagantes… —Jane la escuchó hablar de su vida cotidiana con verdadero placer, disfrutando de la voz de su amiga, que la acunaba como una dulce nana. Le encantó comprobar que había superado bien su marcha y que volvía  a exudar su característico optimismo.— … ¿Y tú qué? ¿Algo interesante que contarme?

Jane procedió a describir su día, haciéndola partícipe de la magia con la que la había rociado París. Le habló sobre el cálido encanto de Montmartre, sobre sus simpáticas terrazas, sobre el frío que asediaba la ciudad y sobre lo hermosa que se contemplaba París desde lo alto de la colina, tan brillante. Le habló sobre la blancura impoluta de las paredes de la basílica del Sagrado Corazón y del espíritu bohemio que aún se respiraba.

—Joder, me estás dando envidia —exclamó Heather—. No me imagino pisando el mismo suelo que Renoir, Van Gogh, Derain o Matisse —prosiguió mencionando a pintores impresionistas que siempre había admirado y que solían servirle de inspiración en aquella época en la que pintara—. ¡Me moriría de la emoción!

—Sabes que aquí tienes una casa —la invitó Jane.

—Y tú sabes que estoy hasta los topes… Y la nueva campaña no ha hecho más que empezar. Por lo pronto preveo que estaré un par de meses como mínimo ocupada. Pero encontraré un hueco para visitar la residencia de Pierre-August Renoir, y de paso a ti también —bromeó divertida.

Jane sonrió.

—¿Y qué me dices de la gente? —indagó Heather—. ¿Has conocido a alguien interesante?

—Pues…

—¡Oh, eso es que sí! ¡Cuéntame, cuéntame! ¿Se trata de un hombre?

Jane se río ante las ansias de su amiga. Y sintió ruborizarse cuando aquellos ojos claros de mirada intensa emergieron en su mente.

—Sí, es un hombre —confirmó Jane.

Jane se separó el auricular de la oreja anticipándose a los chillidos de emoción que profirió Heather. Cuando éstos dejaron de emitirse para dar paso a ansiosas preguntas, Jane volvió a ajustarse el teléfono al oído.

—¿Es guapo?

—Demasiado.

—¡Descríbemelo, vamos! —exigió Heather emocionada.

—Pues es alto, muy alto. De piel bronceada y sospecho que es un moreno natural, a juzgar porque a pesar de su deslumbrante atractivo no parece un estúpido petimetre. Tengo la sensación de que le hace falta paciencia como para someterse regularmente a rayos uva… Tiene los ojos claros, azules y brillantes. Una boca de labios gruesos muy propensa la sonrisa… Y melena rubia. Aparte, parece tener cuerpazo, aunque no puedo asegurarlo con exactitud porque no pude adivinar demasiado bajo la chupa de cuero, aparte de que tiene hombros amplios. Eso sí… Ya sé que es imposible, pero siento como si lo hubiera visto antes en alguna parte…

Jane alejó el auricular a tiempo.

—Pero, tía ¡qué suerte! —exclamaba Heather cuando dejó de chillar emocionada—. ¡Menudo bombón! Y te digo yo que no lo has podido ver, sino no te podrías haber olvidado así. Además, he conocido a todos los tíos con los que has salido y doy fe de que ninguno se amolda a la descripción del buenorro parisino. Pero dime, ¿lo volverás a ver, verdad? ¿Os habéis dado los teléfonos, a que sí? Por cierto, ¿cómo lo conociste? ¿Le entraste tú o te entró él?...

Jane procedió a explicarle todo el encuentro a Heather, que de vez en cuando respondía con más gritos exultantes. Cuando terminó de narrarle todo, Heather estaba disgustada, tal y como Jane había esperado.

—¡¿Pero cómo fuiste capaz de ser tan borde?! ¡Encima que él venía en son de paz! ¡Estás loca!

—Lo sé. Ni yo misma lo entiendo… Pero la cosa es tal y como te lo cuento. Dudo que vuelva a verlo, y si por algún capricho de destino eso ocurriera, dudo que él tratara de volver a hablar conmigo.

—Hummm. No estoy tan segura. El mencionó la posibilidad de otro encuentro entre los dos, según tu relato —observó Heather pensativa.

Jane resopló en respuesta.

—Creo que solo intentaba solventar la falta educación que yo demostré. Francamente, nadie en su sano juicio querría hablar nuevamente conmigo después de esa conversación y mis espantosos modales. Pero no me importa. Mejor para mí. Seguramente me habría encaprichado de él para sufrir su desdeño.

Esta vez le tocó a Heather resoplar.

—No creo. Tú rebosas encanto hasta cabreada —dijo riendo Heather, tratando de animarla—. Ahora tengo que dejarte cariño, tengo un compromiso. Tú mantenme informada de nuestro galán misterioso.

—Tal vez ni siquiera surja la excusa de mencionarlo, así que no te hagas ilusiones —comentó Jane—. Y para mí se llama señor Incordio.

Heather rió.

—Aún no me creo que lo llamaras así… En fin, espero que estés equivocada y tengamos ocasión de incluirlo en nuestras conversaciones. ¡Un beso, cielo! Te llamaré pronto.

Jane sonrió.

—Un beso, Heath. Cuídate.

Heather le envió un beso a través de la línea y después colgó.

Jane permaneció unos instantes más acostada en una intensa quietud, conservando el teléfono entre sus manos relajadas. Saboreó la felicidad que había experimentado hablando con Hetaher, alegrándose de que, por lo menos por el momento, la distancia no había impedido que su relación cambiara o se enfriara. Ella seguía siendo la misma y Heather también, y seguían queriéndose igual.

Por fin salió de su cuarto para devolver el teléfono a su lugar, y al entrar en el salón descubrió que Jonathan había decidió hacerle caso. Ya había ordenado bastante. Había retirado las latas de cerveza y limpiado la cristalera de la mesa. La tele yacía apagada y la alfombra alisada. Al parecer, solamente faltaba adecentar las cortinas.

—Es una jodida Diosa… —oyó que susurraba Jonathan, sentado en el sofá ya arreglado, con la cabeza inclinada hacia adelante, absorbiendo intensamente el contenido de lo que parecía ser una revista que sostenía frente a sus ojos.

—¿Quién es una Diosa? —preguntó divertida Jane, sentándose junto a él.

Jonathan parpadeó un momento sorprendido, ya que le había pillado por sorpresa la presencia de Jane. Una vez recuperado de la sorpresa, le pasó la revista a Jane.

Jane rió con ganas cuando observó la portada que Jonathan había estado admirando. En ella aparecía Heather luciendo una boina de tela vaquera con su cabello dorado recogido en una trenza que descansaba sobre uno de sus hombros. Llevaba un poncho colorido, desde donde sobresalían sus perfectas piernas torneadas, embutidas en unas botas de tacón agudo y caña alta.

Jonathan la miró malhumorado malinterpretando su risa y le arrebató la revista.

—Seguro que tú también tendrás tu B.I.P. —refunfuñó Jonathan.

—¿Mi qué?

—B.I.P.: Buenorro Inalcanzable Preferido —explicó Jonathan—. Apuesto a que tú también estás loca por Connan Knight, como todas las chicas. Ninguna que conozca es capaz de negar su amor incondicional por él —señaló triunfante, permitiéndose el lujo de exhibir una expresión ganadora aún antes de que Jane pudiera confirmárselo.

—No me burlaba de ti al reírme —explicó Jane—. Es sólo que tu B.I.P. es amiga mía, y justo acabo de hablar con ella —le aseguró Jane sonriente—. ¿Y quién es Connan Knight? Me suena su nombre pero no logro ubicarlo…

Jonathan puso los ojos en blanco.

—A lo de Heather Levinson ni contesto —dijo Jonathan, haciéndole entender que no estaba dispuesto a creerla—. Y pretendes quedarte conmigo también en lo que respecta a Connan Knight.

—No he mentido en ninguno de los dos asuntos ­—aseguró Jane.

Jonathan resopló.

—Si insistes… —Jonathan comenzó a pasar las páginas de la revista echándole un vistazo rápido, enfrascado en la búsqueda de una página en concreto. Cuando la encontró, levantó la revista frente a los ojos de Jane—. Já, atrévete a decirme que no sabes quién es.

Jane se quedó lívida. Frente a ella, un rostro impreso que no tardó en identificar la miraba fijamente, a ella, como esa misma tarde. El hombre misterioso tenía nombre, y no era sino el de un famoso actor. ¿Cómo se la había pasado por alto? Los mismos ojos, el mismo cabello, la misma tez, la misma sonrisa, la misma aura de seducción. No sabía la de veces que había visto aquella película suya que trataba sobre un romance en el salvaje Oeste. Ahora comprendía aquella extraña sensación de familiaridad que la embargara. Por supuesto que lo había visto antes. Pero no en persona. Seguramente no lo había identificado correctamente porque jamás podría haberse esperado que pudiera encontrárselo casualmente un día cualquiera… Pero ahora lo sabía. Él era un famoso… Y podía decirse que había coqueteado con ella. Ella.

—¡Cómo te embelesa! —la pinchó Jonathan divertido—. Después de semejante reacción no podrás negar que no es uno de tus B.I.P. predilectos.

Jane, aún con los ojos muy abiertos, deslizó su mirada desde la página que aún sostenía Jonathan hasta los ojos del muchacho y susurró:

—Lo he conocido hoy.

Jonathan rió.


—Sí, claro, ¡y yo tengo secuestrado a E.T. dentro de mi armario!

domingo, 19 de febrero de 2012

►CAPÍTULO II. [Part IV]


Jane apremió su Coca-Cola. Y casi se atragantó en el acto. Afortunadamente había pagado por adelantado, así que nada la ataba a aquel lugar; nada excepto aquel vaso de Coca-Cola que se negaba a no vaciar. Al fin y al cabo, no había pagado por nada.

Aturdida, golpeó la mesa con el vaso vacío y con torpes movimientos guardó su portátil en la bandolera de cuero negro. Se sintió ridícula mientras sentía que se escabullía como una vulgar ladrona de una cafetería en la que había consumido legalmente y en la que tenía todo el derecho de estar. Y sin embargo, fue incapaz de dejar a sus movimientos a merced del sentido común y se descubrió sacando su culo de aquella terraza con todo el sigilo del que fue capaz.

Aún y todo, antes de perder por completo de vista a la cafetería, echó una última mirada. Y no una casual. Fue una totalmente premeditada que se centró en aquel extraño hombre de belleza sobrehumana.

Se alejó de allí internándose en un laberinto de calles. Su mente se demoraba en aquel extraño encuentro. Se sintió ruborizar al ser consciente de lo grosera que había sido. ¿Por qué se había comportado de ese modo? Vale que por lo general fuera una chica antisocial, pero no solía ser antipática a menos que le dieran un mínimo motivo. Desde luego, nunca había sido tan descortés con un completo extraño que no había dejado traslucir claros síntomas de convertirse en un grano en el culo. Bah. Decidió achacar la culpa a la irritación a la que la estaban sometiendo sus musas. Se sentía derrotada por la inspiración. Aún cuando había pasado toda la tarde escribiendo lo que sería un posible argumento para una película, en el fondo había sabido en todo momento que era basura y que no le valdría para nada. Y en aquel delicado momento de abatimiento y frustración artística había aparecido él.

Se le encogió el estómago de nuevo, como aquella primera vez que posara sus ojos en él. A pesar de que no había dejado a su rostro translucir lo que experimentaba al verlo, bajo aquella expresión de malhumor sus ojos se habían abierto por la sorpresa un segundo y su mente se había paralizado un instante ante el choque que supuso aquel perfecto rostro atezado de ojos claros y sonrisa deslumbrante. Recordó su melena rubia, con aquellos brillos dorados que la lámpara más cercana había arrancado a sus finas hebras. Era consciente de que jamás había visto a un hombre tan guapo, y sin embargo tenía la extraña sensación de haberlo visto antes…

Sin embargo, no se había dejado engatusar por su belleza, y aún cuando él permaneció parado frente a ella, enseguida había empuñado su natural carácter poco amistoso contra él, sin importar que el simple hecho de mirarle la pusiera en peligro de quedar hipnotizada por su poderosa masculinidad.

Sus últimas palabras revolotearon en su mente: <<…que sea otro día…>>. Jane sacudió la cabeza. Esperaba que aquellas palabras no tentaran al destino. La verdad es que lo último que necesitaba era un tío bueno arrogante que la retara a ser amable con él. No tenía tiempo para la gente, y menos aún para hombres totalmente inalcanzables para ella. Lo primordial en aquellos momentos era encontrar una buena historia. Necesitaba una idea brillante.

Maldita sea, estaba en Montmartre. La inspiración y sus hijas, prodigiosas obras admiradas en todo el mundo en su gran mayoría, habían nacido allí. Pero, o la inspiración había cambiado de hogar o habían decidido que ella no era lo suficientemente talentosa como para malgastar buenas ideas con ella.

Suspiró mientras trataba de encontrar su apartamento, que en teoría no debía de estar muy lejos. Aunque posiblemente se había desviado en su impetuosa marcha, con las zancadas a merced de la irritación. Se obligó a caminar más despacio y miró a su alrededor. Descubrió que las calles de su alrededor le eran desconocidas. Aunque bien podrían ser las indicadas, las que llevaban a su piso. Montmartre era un crucigrama de calles organizadas laberínticamente.

Encogiéndose de hombros, Jane subió la pendiente que sugería aquella calle, confiando en que su instinto la guiara. Pero unos metros más allá se obligó a desviarse de su propósito, ya que, si bien no le tentaron las interminables escaleras que llevaban a lo alto de la colina, si lo hacía la basílica allí apostada.

Tras subir una decena de tramos divididos en dos por un pasamano de hierro y más de un centenar de escalones, Jane llegó a lo más alto. El cielo había alcanzado la plenitud de la noche, y la basílica de paredes pálidas se recortaba luminosa contra el terciopelo negro. Su palidez natural se veía reforzada por la luz que manaban las paredes y hacían de ella un imponente palacio resplandeciente, como una estrella que velaba por toda la ciudad parisina.

Jane nunca había sido muy cristiana, así que no tenía intención de entrar en el Sagrado Corazón. Además, siempre le habían impresionado más las fachadas y elementos decorativos externos de las grandes fortalezas como aquella. Sus ojos vagaron embelesados por la basílica, alzando el mentón lo más que pudo para alcanzar con la vista los picos que remataban las cúpulas, sintiéndose pequeña al lado de tan magnífico edificio.

La fortaleza era de estilo romano-bizantino, y realmente la basílica era clásicamente exótica. Su planta obedecía al diseño de la cruz griega, y cuatro pequeñas cúpulas coronaban la quinta, que presumía del privilegio de su supremo tamaño fijada en el centro. Tras ella sobresalía una rectangular torre donde las campanas se comprometían de por vida con el tiempo y anunciaban su paso a cada hora.

En las paredes que custodiaban el enorme vano de la entrada dividido en dos por un parteluz, había grabados una larga lista de nombres. Según se había informado Jane, todos aquellos eran los nombres de los donantes del dinero que sirvió para construir la basílica. Se había erigido en honor de los soldados franceses que cayeron en la guerra Franco-Prusiana, y también a modo de redimirse con Dios, pues se extendió por el territorio francés la creencia de que las desgracias que acaecían al país eran a causa de un castigo divino y no por culpa de una mala política.

De pronto Jane fue consciente de la música festiva que alegraba el ambiente. Procedía de un camión en cuyo remolque unos muchachos entraban distintos artilugios. A juzgar por los tenderetes cubiertos por lona que rodeaban a la basílica como humildes siervos, Jane supuso que serían pequeñas tiendas con suvenirs concernientes a la basílica con las que tentaban a los turistas que la visitaban por el día. Jane sintió como la alegre música penetraba en ella mientras observaba a los tenderos recoger los últimos artículos entre risas, música, cigarros y cervezas. Algunos, los más desocupados, se marcaban algún paso de baile de vez en cuando. La familiaridad y ligereza del ambiente hizo que Jane se sintiera cómoda y esperanzada. De alguna manera, ver aquella unión y alborozo la hacían anhelar un entorno similar en su vida. Solo que, algo le decía que esta vez no se quedaría en un mero sueño… Estaba en París. Una ciudad brillante y mágica. Y de alguna manera, sabía que la ciudad guardaba un poco de magia para ella, y que no tendría reparo en acogerla en su seno, como a una hija más a la que regalaría su luz.

Desde lo más alto de Montmartre veía la ciudad de París a sus píes, con las luces entremezclándose con la oscura silueta de los edificios que conformaban la ciudad. Esas estrellas urbanas brillaban ambarinas e intensas, y sintió como la magia de la visión penetraba en ella. Supo sin lugar a dudas que su instinto la había llevado allí, pues aquella hora dentro de los dominios de la noche era la más adecuada para contemplar semejante espectáculo, cuya belleza se intensificaba al abrigo de la noche.

A lo lejos, un ejército de rascacielos se agrupaban, irguiéndose orgullosos e imponiendo al resto de edificios. Las luces de las oficinas estaban encendidas, resaltando aún más su notoria presencia. Por un momento, Jane pensó que contemplaba la mismísima ciudad de Nueva York.

A su derecha la punta de la Torre Eiffel emergía de entre los edificios que lo rodeaban. Contempló el monumento maravillada. Su estructura de hierro desprendía destellos ambarinos que reforzaban su protagonismo. Con toda la luz que emanaba parecía retar a la luna, como si quisiera demostrar que ella sola podía iluminar toda la ciudad. Tal vez era demasiado esperar que pudiera dar luz a cada recoveco oscuro de la metrópoli, pero sin duda era la que se ocupada de iluminar los corazones de la gente. Verla allí apostada, tan serena y brillante, hacía que el pecho se le expandiera, como si los pulmones quisieran aspirar su mágica luz y retener dentro un destello. Guardar un poco de luz para lustrar viejos sueños y espantar los miedos.

Jane no supo cuanto tiempo estuvo allí, en lo más alto, respirando magia y luz. Rescatando sueños olvidados y abrillantando recuerdos pasados. Empapándose del hechizo de la noche sobre aquella ciudad de ensueño. 

MONTMARTRE PARÍS II.

Antes de la próxima actualización, dejaré más fotos sobre Montmartre. Esta vez, del Sagrado Corazón y de las vistas de París desde allí arriba :).






viernes, 17 de febrero de 2012

►CAPÍTULO II. [Part III]


Había algo en ese barrio que le encantaba. Siempre había sido un barrio mágico, aunque desde luego ahora era un pálido reflejo de lo que fuera en el pasado. Antaño había sido un punto de encuentro para artistas de todos los orígenes. Todo artista había sabido de Montmartre y de las maravillas bohemias que allí se respiraban. Escritores, músicos, pintores, liberales. Todos ellos habían tenido a Montmartre como centro del mundo. En las terrazas de aquellos cafés se habían reunido para soñar con un futuro utópico que ensalzaba la belleza, la verdad, la libertad y el amor. Todos ellos habían sido esclavos del romance, de los sueños, algunos más realistas que otros, pero todos fantasiosos. Y en aquellas calles habían respirado la inspiración que trasladaran a sus obras, convencidos de que su arte podría cambiar un mundo que ellos consideraban mezquino y opaco. Seguros de que sus obras penetrarían en los fríos corazones y traducirían la frívola mirada en una soñadora, la ambición en generosidad, el poder en libertad y el odio en amor.

Muchos pintores en su mayoría impresionistas habían tenido allí su residencia haya por el siglo XIX. Ah, no podía ni imaginarse la magia que desprendería aquel lugar, con todos aquellos artistas retratando el mundo desde su subjetivismo magnífico.

Connan se distrajo mirando los edificios más altos. La mayoría de las fachadas eran de un desvaído gris, sus muros lucían viejos y cansados, pero encantadores. La antigua magia que desprendían sus paredes lo cautivaban. Sus tejados rectos de pizarra negra azulada, desde donde emergían los ventanales abalaustrados de los áticos de los hogares y sobre el que descansaban numerosas chimeneas cilíndricas grisáceas. Las pequeñas y numerosas ventanas pequeñas y rectangulares con sus contraventanas azules de surcos transversales y sus llamativas flores dispuestas en macetas en los alfeizares. Todo aquel encanto sencillo, añejo y señorial lo maravillaban. Y hacía que se sintiera rodeado de algo tan inmenso… Por supuesto, no tenía que ver tanto el aspecto de las simpáticas casas como la posibilidad de que en el desván de alguno de aquellos pisos pudiera haber estado alguna vez un gran pintor, como Edgar Degas o Van Gogh, respirando trementina y moviendo un pincel impregnado en óleo sobre un cuadro que se convertiría en una joya artística de valor incalculable.

Montmartre estaba orientado al norte de la ciudad y era una colina cuyo punto máximo alcanzaba los 130 metros de altura. Por ello, las calles estaban en cuesta. En lo más alto estaba la basílica del Sagrado Corazón, una hermosa construcción de piedra blanca que recordaba al palacio de Aladdín con sus cuatro cúpulas acabadas en pico. Desde allí podía observarse la ciudad de París, y de noche las luces de la cuidad parecían luciérnagas parpadeantes. Para acceder a ella existía un funicular que te ahorraba subir las incontables escaleras que también podías optar para poder deambular por lo alto de la colina.

Connan aparcó su Harley Davidson en la acera, al píe de un gran edificio cuyas paredes estaban pintadas de un color brillante. Contra las ventanas de cristaleras enormes colgaban dibujos rectangulares abstractos pintados con colores llamativos. Connan supuso que sería una escuela de pintura.

Se sacó el casco de la cabeza y su melena dorada comenzó a revolotear al son del viento. Era primavera, aunque el temporal era engañoso. Los vestigios del invierno aún se notaban en el frío viento. Por ello, Connan aún no se había despedido del todo de la ropa de abrigo.

Alzó las manos para bajar a su hermana al suelo y también la liberó del casco. Juntos caminaron bajo los altos y bellos edificios de Montmartre hasta encontrar una cafetería aceptablemente atestada. Eludieron las calles más principales, pues eran lugares con más probabilidad de estar abarrotados de turistas y aquello era demasiado para el agobio al que Connan estaba dispuesto a ser sometido.

El local que eligieron para merendar estaba lleno, aunque por lo menos era gente del día a día abstraída en sus propios asuntos. No le incordiarían. A pesar de ser famoso, en aquella zona podía estar medianamente tranquilo. No era una zona glamourosa, por lo que no sería atosigado por la presión de la prensa y demás medios de comunicación, que en los últimos días había reforzado su grado de molestia en calidad del escuadrón de famosos que llegarían de un día para otro a la ciudad. Y todos ambicionaban una exclusiva que les concediera cierto prestigio en su profesión. La razón de tanto alboroto era una cena que se tenía prevista en la Torre Eiffel al día siguiente con motivo de celebrar el éxito de su última película. Allí estarían sus compañeros de reparto y los productores y directores. Así que, ante semejante exclusiva, la prensa de París vigilaba las calles con extraordinaria atención.

Pero en aquel lugar como mucho se le acercaría gente corriente con una actitud comedida que podría aceptar. Elegía lugares tranquilos por él, pero más que nada por su hermana. No quería que el peso de la fama cayera también sobre ella. Su intención era que su hermana tuviera una infancia feliz y anónima para el resto del mundo. Tranquila salvo por los torbellinos que ella misma creaba.

Acomodó a su hermana en la única silla que había en rededor a una pequeña y redonda mesa de pie central, apostada en una de las esquinas de la estrecha terraza cubierta por un toldo rojizo. Contradiciendo a la estación y a la temperatura que le correspondía, había varias estufas cilíndricas de hierro alimentadas por un vivo fuego que mantenían en un cálido ambiente aquel pedazo de calle que correspondía a la terraza. Los hornillos eran en realidad la base de unas lámparas de luz ambarina que en aquellos momentos envolvían con su halo el lugar, iluminando la oscuridad creciente propia de las últimas horas de la tarde.

Connan escudriñó el perímetro con la mirada, en busca de una silla bacante para poder sentarse. Peinó con la vista las distintas mesas y sus alrededores, todas ocupadas por comensales inmersos en alegres conversaciones. Todas menos una. Divisó en el otro extremo de la reducida terraza a una joven que tecleaba enérgicamente en un ordenador portátil. Frente a ella descansaba una silla vacía que no parecía tener dueño.

Connan se condujo allí con decisión.

—Hola, nena —comenzó a decir cuando quedó frente a ella. La joven no dio signos de haberlo oído. No levantó la vista ni se sobresaltó por su presencia, cosa que le extrañó mucho ya que daba la impresión de estar totalmente absorta en lo que escribía. En cambio, no dejo de teclear ni un instante.

—Hola —repitió.

En aquella ocasión la joven sí lo miró. Y Connan contuvo el aliento cuando cruzó su mirada con la de aquellos ojos violáceos enmarcados por espesas y curvadas pestañas oscuras. Nunca había visto unos ojos iguales. Eran hermosos, enormes, resplandecientes. Sagaces e inteligentes, soñadores y penetrantes. Connan jamás había sentido el magnetismo que sentía en aquellos  momentos.

—Te he escuchado la primera vez —farfulló ella malhumorada, devolviendo sus fascinantes ojos a la pantalla de su ordenador.

Connan parpadeó sorprendido. Esa no era una reacción normal en una persona corriente. Y desde luego, esa no era la reacción normal de una mujer que se hallara en su presencia. Normalmente las mujeres se ruborizaban, después tartamudeaban incoherencias mientras pestañeaban coquetamente, soñando con que él se fijara en ellas… Pero a la desconocida de ojos mágicos que tenía frente a él parecía importarle un rábano él y su deslumbrante belleza.

Connan carraspeó, pero eso no logró que la joven mirara nuevamente hacia él.

—Es evidente que te molesto pero…

Ella le clavó una mirada que podría haberle perforado dejándole una herida mortal.

—…Pero necesitas una prueba más concluyente, ¿no es así? Pues te aseguro que no querrías que te mandara a tomar viento de manera más precisa —masculló con el mismo humor agrio del que hiciera alarde en sus palabras anteriores.

Connan soltó una sincera carcajada.

Ella en vez de dejar nuevamente a sus dedos revolotear sin control sobre las teclas, levantó las manos y se agarró las sienes, luciendo una expresión cansada y frustrada.

Connan intrigado y a la vez fascinado por lo novedoso de que una mujer pareciera totalmente indiferente a sus encantos, y de que además pudiera llegar a divertirlo de tal modo, puso a prueba la paciencia de la joven tomando asiento frente a ella.

—¿Va todo bien?

La joven frunció el ceño, mirándolo. Connan estudió su rostro bajo la tenue iluminación del local. No era el tipo de chica que le habría hecho volverse para mirarla por detrás de habérsela cruzado por la calle. Y no porque no fuera guapa, que lo era. Tenía una belleza sencilla y diferente. Sus rasgos eran suaves. Tenía una nariz pequeña y bonita en harmonía con sus facciones y unos labios gruesos y pronunciados. Aunque sin duda lo más fascinante eran sus ojos. Esa pareja de amatistas, ese par de océanos violetas que escondían misterios que lo intrigaban. No usaba maquillaje como todas las chicas que él frecuentaba. Hasta en eso era diferente. Su piel era pálida y perfecta. Tenía una tez bella e impecable. Su cabello era oscuro, en aquel momento recogido en una cola de caballo ajustada en lo alto de la cabeza. Adivinó que era ondulado gracias al travieso mechón que se había escapado del recogido y que acariciaba su lozana mejilla. Tenía una belleza sencilla y a la vez compleja.

—¿Se puede saber por qué además de seguir aquí te acomodas? —preguntó con acritud.

Connan empezó a acostumbrarse a la descortesía de la joven. Y lo que es más, a  disfrutar de ella.

—Me resultas divertida —confesó él con una de sus mejores sonrisas que no consiguió camelar ni un ápice a la joven, decidida a mostrarse incorregiblemente gruñona.

—Pues yo solo puedo sentir frustración hacia ti.

Connan rió.

—¿Sabes quién soy? —preguntó Connan entonces con mirada risueña y con unos labios que de pronto eran naturalmente propensos a sonreír.

—¿Aparte del chico decidido a amargarme lo que queda de tarde? —preguntó ella.

Aquello hizo que Connan volviera a reír. La joven pestañeó incrédula, seguramente preguntándose cómo alguien podía estar divirtiéndose ante las pullas de una completa desconocida.

—Empiezo a pensar que la única manera de deshacerme de ti es mostrarme amable, ¿estoy en lo cierto? —preguntó ella cuando él por fin dejó de reír.

Aquel comentario le arrancó una sonrisa radiante de dientes blancos y perfectos.

—Es tu teoría —dijo él con una mirada risueña—, tienes que encargarte tú de verificarla.

La joven lo miró con asombro.

—¿Me estás retando a ser amable contigo?

—Eso parece —dijo él sonriente.

—Me parece que es imposible, señor Incordio —concluyó ella sacudiendo la cabeza—. Lo último que me suscitas es amabilidad. Tendría que esforzarme mucho, y estoy agotada por hoy.

Tras dedicarle una sonrisa deslumbrante que ella no correspondió, Connan se levantó de la silla y se paró tras ella, descansando sus manos en el respaldo y mirándola fijamente.

—Muy bien. Que sea otro día —dijo él—. Por lo pronto me llevo esta silla —finalizó cargando la silla de vuelta a la mesa que había escogido inicialmente y donde aguardaba una casi aburrida Allison. Antes de regalarle su completa atención a su hermana, Connan echó una última mirada atrás para descubrir a la joven mirándole con el ceño fruncido, pasmada por su previo diálogo. Hum. Tal vez la joven no fuera tan indiferente a él después de todo. Estaba claro que le daría en qué pensar… Y por raro que fuera, sospechaba que a él también.

MONTMARTRE, PARÍS.

Antes de poner el siguiente trozo, voy a dejar unas fotitos sobre el barrio Montmarte, tan rebosante de magia :).




lunes, 13 de febrero de 2012

►CAPÍTULO II. [Part II]


Ah, esa pitufa era un torbellino de energía traviesa.

Con solo seis añitos ya era la candidata más idónea para el trono del Diablo. Si no había problemas a su alrededor, se las arreglaba para crearlos. No podía contar las veces que había tenido que salir en mitad de un rodaje para poder arreglar algún embrollo en que su hermanita había sido la actriz principal. En el colegio, en clase de pintura, estando en baile, en su clase de guitarra… En cualquier lugar Allison era incapaz de pasar inadvertida como una niña obediente y dulce.

Y Connan no sabía cómo actuar. Sabía que era esencial marcarle unas pautas y obligarle a cumplirlas, aunque eso supusiera ponerse duro e inflexible con ella. Puede que lo odiara por ello los primeros días, y tal vez estuviera resentida un tiempo, pero algún día comprendería que lo había hecho por su bien. Aunque también sabía que, como siempre, conseguiría que le perdonara todo sin que sus travesuras acarrearan ninguna consecuencia, ni siquiera la más ligera, en cuanto la mirase con sus ojitos castaño dorados de abundantes pestañas y su boquita sonriente de dientes diminutos. Y estaría completamente perdido en cuanto sus bracitos se cerraran en torno a su cuello y se estrechara contra él profiriendo su risa infantil.

 Nuevamente se preguntó porque no podía ser tan encantadora con el resto del mundo como lo era con él. Oh, Demonios. A sus treintaitrés años aún no se comprendía a sí mismo, ¿cómo comprender a una niña de seis? No estaba preparado para cuidar de nadie, ni siquiera cuidaba de sí mismo la mayoría de las veces. ¿Y cómo saber cómo criar a un niño cuando él mismo había tenido una infancia complicada y totalmente fuera de lo común? No sabía nada de imposición ni de castigos, ni de cuentos ni de consejos fraternales. Sólo sabía que la quería y que sería capaz de todo por protegerla… Y que cualquier cosa que le hiciera feliz era correcta, aunque no fuera así considerado por la sociedad. Y también comprendía que le consentía mucho. Pero de alguna manera se disculpaba de ese modo con ella por no poder ser un padre ejemplar. Él lo sabía. Perfectamente.

Se embadurnó las palmas de champú y se frotó enérgicamente contra el cuero cabelludo. Ya estaba aclarándose cuando escuchó el estruendo: una risa infantil entremezclada con gritos de mujer adulta.

Salió enseguida de la ducha, anudándose apresuradamente una toalla blanca en torno a las caderas y corriendo hacia la puerta, encharcando el suelo a su paso.

Ya se había preparado para lo que vería a continuación: a Allison incordiando a su “invitada”. En aquellos momentos la niña empuñaba una escoba como si fuera una lanza y la estrellaba contra la rubia, que trataba inútilmente de minar el impacto resguardándose bajo las sábanas mientras gritaba. Con cada sacudida de la escoba, ésta desprendía una fina capa de polvo que espolvoreaba toda la habitación, en especial la cama.

—¡Allison! —la amonestó Connan, apresurándose a llegar a su altura y arrebatándole el arma—. ¡¿Qué se supone que estás haciendo?!

Allison lo miró con irritación tras privarle de su objeto de ataque desde su pequeña estatura. Compuso un ceño muy fruncido y sus labios se apretaron mientras los brillantes rizos dorados se alborotaban en torno a su redondeado rostro.

Su conquista bajo ligeramente las manos que había mantenido encima de su cabeza, arrastrando hacia abajo la sábana en el movimiento. Observó cuidadosamente antes de retirar la tela del todo. Después clavó una mirada de asco en la niña y otra de indignación en Connan.

—Allison estarás castigada por esto —le aseguró a la niña con crudeza—. No puedes tratar de ese modo a la gente.

La niña acentuó sus morros apretados.

—Solo trataba de devolverle su medio de transporte a la bruja, para que se largara cuanto antes —refunfuñó Allison en respuesta.

Connan se llevó una mano a la cadera y trató de mirarla con toda la escasa reprobación que fue posible reunir, ya que en el fondo de su ser la risa burbujeaba por ser liberada. Y no tardó mucho en ganarle la batalla y lucir unos labios que obedecieron al buen humor.

—¡Pero bueno! —chilló la rubia indignada.

Se levantó con ímpetu de la cama, enrollándose la sábana alrededor de su bronceado cuerpo desnudo, y dio unos torpes pasos hasta llegar donde Connan y poder taladrarle el pecho con un dedo acusador.

—Me traes a tu casa, me echas un polvo y luego por la mañana viene esta asquerosa niña a maltratarme, ¡¿Y a ti te hace gracia?! —barboteó fuera de sus cabales.

La expresión de Connan se ensombreció al escuchar sus palabras. Sus ojos azules se aceraron y se oscurecieron hasta convertirse en una mirada gélida y peligrosa.

—“Esa asquerosa niña” es mi hermana pequeña —tronó con el rostro impasible pero los ojos llameantes de una furia que hizo retroceder a la rubia—. Y me siento más inclinado a estarle agradecido que a reprenderla, pues me ha ahorrado el trabajo de echarte —concluyó sin ninguna piedad.

La joven seguía indignada, aunque el miedo de lo que había visto en sus ojos ganó terreno y la empujó a vestirse sin rechistar. Y lo más rápido de lo que fue capaz, la mujer desapareció inmediatamente de su lujoso ático.

Cuando se hubo ido, la niña lo miró expectante.

—¿Es verdad que no me vas a echar la bronca? —preguntó con los ojitos brillantes de ilusión.

Connan fingió una expresión dura.

—Ya hablaremos de eso. ¿Y Marie?

La pequeña levantó el bracito señalando hacia la puerta del dormitorio. Connan miró en esa dirección y descubrió a la nana de su hermana. La mujer ya tenía sus años, y éstos se reflejaban en su rostro surcado de arrugas, en sus ojos hundidos y pequeños, ayudados en su misión por las enormes gafas de montura de pasta que descansaban en el puente de su nariz. Su expresión se disculpaba por el episodio que había tenido lugar.

—Lo siento señor —murmuró Marie con la voz arrastrada propia de la edad y la mirada baja—. Yo estaba preparándole la merienda y Allison insistió en ayudarme. Yo le di la escoba para que barriera el salón… Lo siento mucho. Supongo que ya debería estar acostumbrada a desconfiar de la pequeña. Pero cuando la miro, veo la pureza de un angelito y me dejo engañar —se excusó rebosando sinceridad.

Connan asintió, comprendiéndola perfectamente. Su hermana era un diablillo con la apariencia de un ángel. Nadie sospecharía que hirviera tanta travesura pueril bajo aquel cuerpecito de rizos dorados y ojos enormes y brillantes.

—Puedes volver a lo que te ocupaba —le dijo Connan—. Pero trata de estar más pendiente de ella la próxima vez.

La anciana niñera cabeceó afirmando y desapareció.

Connan, a pesar de saber las limitaciones de una persona mayor la había elegido a ella porque a pesar de todo le pareció la más adecuada. Ella ya había criado a un puñado de sus propios retoños, por lo que tenía sobrada experiencia. Además, las ancianas tenían fama de ser dulces y concesivas. Él lo sabía de primera mano. Una abuela vecina lo había criado a él prácticamente y siempre fue buena y atenta con él. De algún modo había buscado lo mismo para su hermana… Y además, que ella tuviera una avanzada edad hacía imposible que pudiera encapricharse de él, como podría hacerlo cualquier jovencita, y se distrajera en su empleo… Por no hablar de impostoras que no soportaran a los niños y simplemente fueran aspirantes al puesto para estar cerca de él… parecía egocéntrico, pero solo había que echar un vistazo a Connan para comprender que eran pensamientos lógicos y realistas.

Y Connan no podía arriesgarse a que pudiera ocurrir algo así. La educación y el cuidado de su hermana eran muy importantes para él.

Connan levantó un brazo para despeinar los rizos de su hermana, que seguía parada frente a él, mirándole.

—¿Quieres hacer algo en lo que resta de tarde?

La pequeña asintió.

—¿Ir al parque, quizá? —aventuró Connan a propósito.

La pequeña compuso una exagerada y cómica expresión de desagrado y sacudió enérgicamente su cabecita. Connan rió, pues era la respuesta que había preconcebido en su mente.

—No quiero pasar la tarde con niños aburridos que solo saben tragar sus meriendas y encontrar divertido deslizar el culo por toboganes —resopló su hermanita, incrementando sus ganas de reír.

Connan se agachó para alcanzar la estatura de su hermanita y le miró con una sonrisa cómplice.

—¿Y qué te parecería salir a dar una vuelta en moto con tu hermano y después vamos a que retraten tu belleza a Montmartre?

La pequeña saltó entusiasmada por el plan, valiéndose de los hombros de su hermano como puntos de apoyo para brincar y chillar.

—Aunque prefiero ir a tomar un chocolate en las terrazas de Montmartre —repuso pensativa la niña—. No creo que nadie supiera captar mi belleza —añadió arrogante.

Aquello intensificó la risa que bullía en él. ¿Cómo podía adorarla tanto?