lunes, 26 de marzo de 2012

►CAPÍTULO IV. [Part I]


—¡Nada podría importarme menos que un centenar de corrientes seres humanos comiendo! —protestó Jane—. No pretendo acosar a nadie por muy famoso que sea, y aún menos ganarme un pasaje a la cárcel por matar a alguno. ¡Solamente quiero subir ahí en calidad de inocente turista! —explicó Jane por enésima vez al guardia de seguridad, en vano.

El agente negó con la cabeza, no dispuesto a dejarla pasar bajo ninguna circunstancia.

—Lo siento señorita, mi trabajo es no fiarme de nadie —le contestó—. Márchese.

Jane no podía estar más indignada.

—¡Por el amor de Dios! ¡Oficialmente el horario de visitas está abierto hasta las 23:45! ¡Y sólo son las 23:02! Está obligado a dejarme pasar —sentenció Jane, no dándose por vencida.

El guardia volvió a negar. Su paciencia tenía un límite, y Jane se percató de que estaba muy cerca de las fronteras de este cuando un tic nervioso comenzó a hacer acto de presencia en su mandíbula.

—Justamente hoy mi trabajo consiste en no dejar pasar a nadie. Le repito que se marche.
Jane bufó enojada.

—¡No me voy! —Le rebatió Jane elevando la voz—. ¡No pienso asumir mansamente que no puedo visitar esta maravilla turística de la ingeniería solo porque cuatro asnos hayan decidido cenar fuera de casa!

En aquel momento una risa masculina sonó cerca de ella. Antes incluso de ponerle rostro a la voz, un escalofrío de familiaridad la recorrió, y se acentuó cuando descubrió al guapísimo Connan Knight muy cerca de ella. Trato de reprimir la expresión anonadada que luchaba por reinar en su rostro, o por lo menos rebajar el inevitable efecto. Tan ensimismada había estado en su apasionada discusión que había perdido la noción de su alrededor, y las consecuencias eran que Connan Knight hubiera tenido un perfecto alarde de su cabezonería y mal genio. No sabía cuánto llevaba escuchando y realmente le daba miedo meditar sobre ello, aunque el brillo burlón de sus ojos y la amplia sonrisa de sus labios le dieron una pista: había escuchado suficiente.

Jane notó como sus mejillas se calentaban, y la idea de lucir ruborizada la espantó. Se aclaró la garganta y compuso su ceño fruncido más letal, dedicándoselo a Connan en exclusiva.

—¿Qué es lo que tanto te divierte? —le espetó con brusquedad recomponiéndose de su asombro y de la noción de su persona. La verdad es que su fama y su belleza lograban imponerla por momentos, cuando la pillaba desprevenida.

Él no contestó a su pregunta. Permaneció en silencio unos instantes, mirándola divertido.

—¿De verdad tienes tantas ganas de subir? —le preguntó en cambio.

Jane lo miró con recelo, desconfiando de las intenciones ocultas tras esa pregunta. Connan se percató de ello y su sonrisa se ensanchó.

—Por supuesto —respondió finalmente—. No me considero el tipo de persona que necesita montarle una bronca innecesaria a alguien para poder dormir bien —replicó.

Connan lanzó una carcajada.

—Pues yo sí —dijo él mirándola burlón—. Y a cambio de que seas víctima de mis broncas esta noche, te propongo acompañarte allí arriba.

Jane parpadeó sorprendida. En el fondo su menté había barajado la posibilidad de que esa conversación tuviera como propósito ese desenlace, pero la idea le había parecido tan descabellada que la había desechado nada más había empezado a formarse. Por supuesto, le daba miedo aceptar su propuesta… Pero no tenía elección. Su orgullo la empujaba a aceptar. Después del campo de batalla en el que había implicado al pobre guardia de seguridad, quedaría como una tonta si se negara a aceptar su proposición… Además, la idea de esos ojos brillando burlones y etiquetándola de cobarde… No. Por supuesto que aceptaría.

—Siempre y que no te pongas muy pesado, supongo que podría aceptar.

Connan acentuó su sonrisa mirándola fijamente justo antes de dirigirse al guardia.

—Supongo que la señorita podrá acceder a la Torre en mi compañía, ¿verdad?

—Bueno… —vaciló el guardia— En realidad no me dieron instrucciones para estos casos pero…

—Entonces, ¿por qué no hacerla feliz? ¿No le parece? —le cortó jovialmente Connan.

—Creo que sería más sensato impedirle el paso, en realidad —protestó el guardia.

—Creo que lo más sensato para conservar tu empleo es que no recibas ninguna mala crítica, Señor Sheridan —respondió Connan leyendo la placa que pendía de su uniforme, y alzando rápidamente la mirada hasta sus ojos de manera elocuente.

No esperó a que el empleado respondiera, no lo necesitaba. Hizo un gesto a Jane, que en medio de su asombró logro recordar cómo se caminaba y alcanzó a seguirlo al interior de la Torre. Mientras marchaban juntos, pudo sentir las miradas cargadas de odio que le taladraban la espalda por parte de los fans allí congregados, quienes los siguieron con la mirada, interrogantes y furiosos con ella, hasta que desaparecieron de su campo de visión.

—No me gustan tus métodos de persuasión —le comentó Jane mientras esperaban a que bajara el ascensor.

Connan le dedicó una media sonrisa.

—Bueno, mi primera opción siempre es ser amable. Pero no dudo en emplear otras armas menos amistosas si es necesario. En realidad no es culpa mía si los demás me llevan al límite, ¿no crees?

Jane lo miró boquiabierta.

—¡Por supuesto que no! ¡No puedes ir abusando de tu influencia social contra pobres inocentes que solo hacen su trabajo tan solo porque no accedan a tus caprichos!

Él le lanzó una mirada irónica.

—¿Habla la misma que estaba dispuesta a pasar por encima del cadáver del guardia que sólo hacía su trabajo para complacer un capricho?

Jane la miró con el ceño fruncido.

—No es lo mismo. Yo estaba en mi derecho de entrar. Todavía estaba abierto el horario de visitas —se defendió.

Él enarcó una ceja, escéptico.

Jane lo ignoró, y el que el ascensor llegara en aquel mismo instante le facilitó la tarea. Entro en la espaciada cabina seguida de él.

—¿Al último piso? —le preguntó.

Jane asintió.

Permanecieron en un silencio asombrosamente cómodo mientras en su estómago sentían el movimiento del ascensor elevándoles. Tuvieron que hacer un trasbordo para poder subir a lo alto, ya que la Torre iba estrechándose y la cabina debía de pasar a  ser de un tamaño considerablemente más reducido. Mientras continuaban elevándose,  Jane vio un anticipo de la maravillosa vista que le esperaba en la cima a través de las paredes transparentes del cubículo, y las ansias de llegar a lo alto se multiplicaron.

Cuando por fin alcanzaron la cumbre y salieron del calor del ascensor, Jane sintió el látigo del frío revolviendo su cabello suelto y estremeciendo su cuerpo. Sin embargo, avanzó hacia la noche hasta que se lo impidió una especie de valla cuyos delgados barrotes formaban pequeños rombos. Allí arriba no estaba protegida por ningún tipo de cristalera, y la sensación de volar casi parecía real con la ciudad brillando a sus pies, el viento tratando de elevarla y la noche prometiéndole el infinito en lo alto.

Nada más derramó su mirada en la enorme ciudad que dormía a sus pies se quedó sin aliento. Se sentía en el centro de una especie de Todo. A su alrededor se alzaban un ejército de edificios devorados por las sombras, describiendo una infinitud de calles tenuemente iluminadas. Detectó en la lejanía el río Sena, que parecía un oscuro firmamento acogedor de estrellas, solo que estas eran en verdad un guiño de las luces de la ciudad. El río cruzaba la capital abismándola en distintas partes, todas cobijadas en la noche. Ensimismada en su contemplación de la ciudad, siguió con la mirada la trayectoria del rio y reconoció la hermosa y antiquísima iglesia de Notre Dame, apostada en una porción de tierra en medio del río, como si fuera un gran castillo medieval que tuviera al Sena como foso. Sus paredes brillaban ambarinas por el efecto de los focos que pendían de sus imponentes muros, y pese a la distancia le pareció hermosa e impresionante. Tenía unas inmensas ganas de admirar el caleidoscopio perfecto que formaban sus coloridos rosetones, de admirar sus rectangulares y gemelas torres, acogedoras de estridentes y doradas campanas que cantaban como los ángeles. Deseaba examinar cada escultura esculpida, cada forma magistralmente moldeada de su espléndida arquitectura. Quería comprobar por sí misma las horrendas fauces de las gárgolas que coronaban su fachada; estudiar cada pico de los vanos ojivales; admirarse de los estilizados pináculos que decoraban el gran edificio; maravillarse ante la armónica disposición de los arbotantes, los cuales  ayudaban a los muros que resguardaban las naves en su ocupación desde tiempos remotos.

Inconscientemente fue paseando lentamente rodeando toda la torre y lloviendo su mirada ansiosa de belleza por toda la ciudad, distinguiendo en la oscuridad los edificios más simbólicos. Distinguió el museo del Louvre, cuya inmensidad se apreciaba perfectamente desde aquella altura, y consiguió dejarla sin aliento nuevamente pese a haberlo pisado aquella misma tarde. Rescató de las sombras también la Torre Montparnasse, un impresionaste rascacielos que destacaba tanto por su tamaño como por su naturaleza, tan diferente de las casas antiguas que lo rodeaban. Era de estructura rectangular y parecía recubierta por cuadradas láminas de cristal donde se reflejaba todo su alrededor. Localizó al resto de la familia del rascacielos: un grupo de edificios similares que se agrupaban en una zona conocida como La Défensé, un distrito enteramente dedicado a los negocios. El mismo golpe de vista que incluía los rascacielos también albergaba los jardines del Trocadero. A pesar de la oscuridad, era evidente el verdor de la hierba del parque. Aunque más que la naturaleza, llamaban la atención los arquitectónicos elementos decorativos, pues en el centro de la gran plaza una serie de estanques en cascada arrastraban una incesante cortina de agua que desembocaba en un gigantesco depósito desde cuyos bordes se disparaban chorros de agua que se encargaban de que su cristalina superficie no dejara jamás de ondularse. Además de eso, una rica serie de estatuas realizadas en los años treinta embellecían el jardín con su encantadora presencia. Continuó girando sobre la torre, hasta que finalmente sus ojos se detuvieron en las vistas del Norte. Allí avistó la basílica del Sagrado Corazón en lo alto de Montmartre, y a pesar de la familiaridad que existía entre ellas, sintió como una vez más conseguía fascinarla. Una vez más, sintió como su impoluta y virginal belleza le arrancaban un suspiro soñador.

 En ese preciso momento sintió la mirada de él sobre ella. Distraída como había estado paseando fascinada, no había advertido que él se había amoldado a sus movimientos y la había acompañado en todo momento. Seguramente llevaba todo aquel rato observándola en silencio, pero ella no le había prestado ninguna atención hasta ese preciso instante. Alzó sus ojos hasta los de él, y no supo descifrar lo que vio en ellos. Parecían cálidos y misteriosos. Dos profundidades oceánicas atrayentes y cargadas de pensamientos secretos. Su boca, sensual y seria, tampoco daba pistas sobre la naturaleza de éstos.

—Esto es increíble —le comunicó Jane, desviando nuevamente la vista hacia París.

Él no contestó de inmediato.

Pese a que ella no lo veía a él, lo sintió mirarla intensamente. Y pronto no pudo más que rendirse al humillante deseo de sus mejillas de ruborizarse.

Ella supo que él había advertido su sonrojo cuando alzó nuevamente sus ojos hacia él y lo descubrió esbozando una media sonrisa satisfecha. Aquel gesto irritó a Jane, que enseguida frunció el ceño y se empeñó en ahuyentar la neblina seductora que empezaba a rodearlos.

—Ah —comentó Jane, dotando a sus ojos de una mirada indiferente—, te animo a que descartes cualquier posibilidad sexual que hayas imaginado conmigo.

El comentario tuvo el efecto esperado, y Connan enseguida dejó de mirarla de aquella intensa manera. En cambio, sus ojos parpadearon repetidas veces sorprendidos. Y después, un poco recuperado del estupor, sus labios sonrieron de su habitual modo socarrón.

—¿Hablamos de mis fantasías o de las tuyas? —preguntó de modo vacilón.

—De las tuyas, por supuesto —contestó ella muy digna—. Yo no tengo tiempo para interesarme por penes de famosos.

—Creo que mi polla es lo suficientemente maravillosa como para ser mencionada de forma más particular —protestó él divertido.

—¡Oh! Sí le has puesto nombre a tu mascota y no me resulta ridículo de mencionar, es posible que considere ser más específica —replicó con sarcasmo.

Connan lanzó una carcajada.

—“Mascota” no es el término adecuado —protestó él fingiéndose ofendido, aunque las profundidades de sus ojos hablaban de la diversión que sentía—. Es demasiado denigrante para la parte de mi anatomía encargada de canalizar mis deseos sexuales.

—Ah, ¿que ahora tiene superpoderes? —espetó Jane—. Nadie sospecharía que tienes un Batman entre las piernas.

Jane lo observó mientras él echaba la cabeza atrás y se deshacía en risotadas. Ante aquel despliegue de excelente humor, Jane no pudo resistirse a sonreír.

Él la miró con ojos brillantes, y una enorme sonrisa que se resistía a abandonar sus sensuales labios.

Jane suspiró.

—Jamás imaginaría que las vistas de esta romántica ciudad pudieran inspirar una conversación semejante. Sin duda, tienes un influjo perverso —comentó ella.

—Negarlo sería mentir. Soy un auténtico perverso —alegó él mirándola traviesamente.

—No me preocupa. Sé defenderme.

—Sin duda —le dijo sonriente—. Lo que potencia mi faceta perversa, he de añadir.

Jane enarcó una ceja.

—Pues mi capacidad para defenderme es proporcional a tu grado de perversidad. Así que me temo, señor Incordio, que esta es una batalla que se extenderá hasta la eternidad.

—Puesto que es una cualidad natural en mí, es una guerra fácil: solo tengo que ser yo mismo todos los días de mi vida —comentó con jovialidad.

—Bueno, yo tampoco soy un tierno corderito en mí día a día, así que supongo que me supone el mismo esfuerzo que a ti.

Él le mostró sus perfectos y blancos dientes en una encantadora sonrisa.

—Eso es estupendo. Me aburren los corderitos. Son fáciles de dar caza —sus ojos, momentos antes bromistas, de pronto almacenaban en ellos una sensualidad que consiguió obnubilarla unos instantes.

—Si lo que te interesa es cazar, te advierto que te busques otra víctima. Yo no estoy en ese mercado —replicó Jane con acritud—. Como quise decirte antes, si albergabas la esperanza de que me acostara contigo solo por facilitarme el acceso a la Torre, es que vives engañado.

Él le dirigió una mirada burlona.

—Bueno, no mentiré diciendo que no esperaba que la noche terminara mejor. Pero respeto tus garras, tigresa.

Permanecieron en silencio unos momentos en los que ambos se zambulleron en la magia que desprendía la ciudad. Pero Jane estaba más pendiente de su cercanía que de la belleza de la metrópoli, y sintió como su piel se erizaba, como anhelaba una proximidad mayor. Al fin y al cabo, lo que escondía su actitud arisca hacia él era una fuerte atracción. Y no solo por su más que evidente atractivo físico. Había algo en su mirada, algo en su sonrisa… Algo en sus descaradas palabras, todas entonadas como una invitación a desnudarse con él… Además, el ingenio agudo y perverso que poseía la divertía y la hacían disfrutar con su conversación de manera inimaginable.

Sin embargo, no podía permitirse cometer la tamaña estupidez de rendirse a su seducción. Había venido a París para dejar su pasado y construir un futuro satisfactorio y prometedor, tanto a nivel personal como profesional. Y su pasado incluía esporádicos encuentros sexuales vacíos. Y no iba a echar por tierra sus planes de concentrarse en cosas importantes ni siquiera por alguien como él. Sobre todo por alguien como él. Connan tenía toda la pinta de ser uno de esos expertos amantes que crean adicción… Y la idea de verse a sí misma mendigándole un polvo… No. Tendría que matarse después si alguna vez llegaba a una situación tan patética. Sería un homicidio contra su orgullo, uno de los pilares más importantes de su vida. En definitiva, era una mala idea. Una distracción inútil e innecesaria.

Costase lo que costase, iba a resistir a cualquier tentativa, tanto directa como indirecta, que sugiriera Connan Knight.

lunes, 12 de marzo de 2012

►CAPÍTULO III. [Part V]


La noche daba la excusa a París de encender su espíritu. Y Jane se embelesó ante la vorágine de luz y movimiento en que se sumía el centro de la ciudad.

Si bien desde Montmartre la metrópoli parecía brillar bajo el manto de la melancolía, como una llama que resplandece retando a las tinieblas, estando en el centro la noche era una espiral de movimiento, de prisas por vivir y disfrutar.

En Montmartre la noche arropaba la ciudad y la mecía al son de una triste nana que adormecía la conciencia, y bajaba la llama de los imposibles. La luz que permanecía atraía los corazones, que seducidos por las estrellas flotantes buscaban una manera de emerger sobre la razón y guiar a sus dueños.

La noche en el barrio bohemio era aliada de recuerdos y de sueños, de paz y esperanzas. Mientras se empapaba del hermoso paisaje Jane había sentido como las luces de la ciudad se habían abierto paso a su interior, y por un instante habían prendido un fuerte pero efímero fuego en su corazón. El eco de aquel calor aún viajaba por sus venas, y Jane sentía pánico ante la sola idea de que se evaporara. Luchaba por convencerlo de quedarse a su lado dedicándole un millar de pensamientos, pero aún no comprendía que la única manera de que permaneciera junto a ella era hablándole con el corazón. Sin embargo, aún guardaba un pedacito de aquella llama, la misma que suspendía su alma sobre un lecho de sueños. Aún conservaba un susurro de aquella noche.

Ahora, estando en el centro de aquel torbellino de luces, Jane sentía ganas de emprender el vuelo. Ganas de canalizar esa luz y hacer de ella algo que la elevara por encima de sus expectativas. De descubrir la procedencia de cada nueva luz que brillaba a sus ojos. De belleza, de magia. De explorar y reír. De vivir, simple y llanamente.

Acababa de salir de un restaurante donde había cenado tranquila y lujosamente. La comida había hecho justicia a su elevado precio y había resultado exquisita. Había decidido darse un capricho; al fin y al cabo, se lo merecía. Y un día era un día. Y de todos modos había necesitado una buena comida para recuperar energías después de la precaria alimentación que llevaba ese día. Aparte de haber comido poco no se había detenido a respetar horarios y al final de la jornada se había descubierto ferozmente hambrienta.

Se había pasado gran parte del mediodía y absolutamente toda la tarde explorando el Museo del Louvre. Prácticamente había necesitado de la insistencia de más de un guardia de seguridad para que abandonara el edificio.

El museo había resultado ser muy estimulante. Era un edificio increíblemente extenso y guardaba en su interior colecciones demasiado fascinantes y cuantiosas, y el hecho de no haber podido contemplarlas todas la hacían bullir de frustración. Y las obras que había visto las había apreciado bajo la presión del tiempo, sin haber podido explayarse en su escrutinio y haber admirado minuciosamente cada detalle, tal y como le gustaba mirar el arte: como si el secreto del universo fuera visible en cada curva esculpida o en cada pincelada. Aún y todo, había disfrutado muchísimo del recorrido.

Había comenzado por la sección que la puso en contacto con sus antepasados. Se había reencontrado con sus orígenes más lejanos. Había estudiado con sumo interés las primitivas armas, hechas de piedras afiladas al principio, y que después habían ido evolucionando a armamentos de metal oxidado. Se había preguntado con intensa curiosidad lo que relatarían los dibujos esculpidos en pesadas y rectangulares láminas de piedra, que contenían mensajes que la fascinaban y la intrigaban a partes iguales. Las piezas habían derivado a vasijas, jarrones y utensilios hogareños, cuyos esmaltes desgastados dejaban adivinar el intenso color con el que alguna vez brillaran y los seriales dibujos que lucieran.

Después se había encontrado en salas gigantescas que acogían fascinantes y hermosísimas esculturas de patrón griego. Todas las criaturas representadas, ya fueran humanos o monstruos, resultaban bellas dentro de su horror. Las bestias se contorsionaban con la gracia propia de una princesa, y sus víctimas luchaban por liberarse de sus garras punzantes o sus anillas asfixiantes con la heroicidad definida en sus prominentes músculos. Todos guardaban una proporción que rozaba la perfección, y su anatomía era fiel a la fisonomía de los Dioses: como siluetas de características humanas con un deje sobrehumano, demasiado perfectas para tratarse de simples criaturas terrenales pero demasiado corrientes para pertenecer del todo a una dimensión fantasiosa. No encajaban en la realidad humana, pero tampoco en un mundo de seres quiméricos.

Sin duda, la sala dedicada a las estatuas griegas fue uno de los terrenos que más la habían maravillado del Museo. Aquel homenaje a la belleza del cuerpo, representado por hermosos jóvenes marmóreos de músculos definidos, poses épicas y melancólicas miradas. Y por aquellas bellas jóvenes de firmes pechos que lucían como una deliciosa fruta prohibida y con aquellas cinturas cuyas curvas describían una feminidad y sensualidad que cautivaban tanto a hombres como a mujeres.

Las miradas de todos ellos encerraban secretos escondidos, perdidas en ensoñaciones de otros tiempos, épocas en las que él sol era más joven y la luna más aclamada. Sus bocas, tentadoras y llenas, permanecían selladas a la espera de un beso. Esperaban la oportunidad de derramar toda aquella pasión que contenían desde tiempos remotos. Sus manos ambicionaban el paraíso de un roce en algunos casos, y en otros imploraban clemencia mediante un gesto abatido. A veces incluso retenían un sueño. Las había inclusive quienes acunaban la vida o traían la muerte mediante un mandoble de sus espadas. Pero todas las esculturas sin excepción yacían eternizadas, a la espera de liberarse de sus pecados y granjearse unas alas que les permitieran zambullirse en el cielo y mezclarse con las esponjosas nubes.

Después se había internado en una sucesión de amplias galerías que exponían cuadros pendidos de sus altos muros. Cada vez que había penetrado en una de esas estancias que hacían semejante tributo al arte, su corazón había palpitado impaciente por descubrir que maravillas encontraría en cada una. Y lo cierto es que, al final, muchos cuadros hablaban de los mismos temas, y sin embargo eran tan singulares… Pues cada cual utilizaba su propio lenguaje para describir las maravillas del mundo. Así pues, las montañas se escarpaban en un ángulo distinto en cada cordillera representada; la nieve tenía una textura distinta en cada invierno; el agua se ondulaba de manera sin igual en cada océano; los cielos se vestían de tonos infinitos; los caballos galopaban con estilo propio; y los perros irradiaban una lealtad nunca vista. Todos los árboles se encaramaban a la tierra, lo único que les impedía entregarse a una danza eterna con el viento. La luna iluminaba las sombras de la noche, y su variada luminosidad era siempre digna de alabanza. Los ángeles tenían la pureza escrita en la mirada, y sus cabellos llameaban al calor del sol y sus cuerpos tibios se ruborizaban, y se vestían esponjosas alas, dispuestos a surcar un despejado cielo de verano. Las flores se abrían, presumiendo de hermosos pétalos que encerraban más belleza de la permitida. Las mujeres sonreían a sus retratistas, embutidas en vaporosos vestidos lujosamente ornamentados, y en poses que acentuaban la dignidad de reina que bullían sus señoriales corazones. Las más desinhibidas, aquellas que ofrecían su belleza desnuda, se fundían con sabanas de suave roce que se arremolinaban en torno a ellas. Los batalladores tenían decisión en la mirada, seguridad en sus poses y el triunfo en la forma en que empuñaban su arma. Los niños eran una perfecta combinación de inocencia y travesura que escondían maquiavélicos planes tras sus enormes y límpidos ojitos.

Y, absolutamente todos, tenían algo que transmitir: paz, miedo, soledad, regocijo, sensualidad, oscuridad, luz, sufrimiento, inocencia, pecado, lujuria, represión, inquietud, arrepentimiento, reflexión, misterio, plenitud, libertad, amor, ilusión, inconformidad, exaltación, maldad, frío, calor, miedo, sensatez, locura, fantasía, ilusión, dolor, anhelo, prohibición, extrañez, añoranza, felicidad, tentación, tenebrosidad, profanación, respeto, obediencia, mansedumbre, rebeldía, placer, muerte, vida.

No había podido contemplar todos y cada uno de los cuadros que hospedaba el Museo, no aquel día al menos, ya que no dudaba en que regresaría. El arte es algo tan puro, algo tan descriptivo, como un rayo de sol que emergiera desde el mismísimo alma. Y es que no solo narra la historia del mundo, sino que también la critica desde el punto de vista del autor. Inconscientemente, incluso el que asegura ser objetivo, deja entrever un pedazo de su alma en cada pincelada. En algunos es más visible que en otros, pero siempre, siendo conscientes o no, resaltan algo en sus pinturas, algo que irradia una clave importante sobre la esencia de cada alma. Y es sin duda algo fascinante tener la oportunidad de espiar el interior de alguien. Pues muchas veces hay que encontrar otros medios para acceder a las personas. Lo más puro y sincero que poseemos es el pensamiento, pero este necesariamente no tiene por que salir a la luz. Su abogado es nuestra boca, la cual tiene la opción de decidir si ser fiel a nuestras reflexiones o modificarlas en favor de esconder nuestro espíritu a ojos ajenos. Por ello, finalmente deduzco que la boca es en realidad la que menos expresa. Y las puertas más directas a nuestra alma son nuestros ojos, cuyas profundidades tienden a deshacerse de nuestro control y expresar la verdad escondida tras las mentiras que pronunciamos en voz. Nuestro cuerpo, cuya expresión a veces escapa a nuestro entendimiento. Muchas veces tiene vida propia y actúa en servicio de un sentimiento que nuestra mente aún no ha reconocido ni puesto nombre. Nuestro arte. Y no solo me refiero a la pintura, siento a todas y cada una de sus expresiones: el baile, la escritura, la escultura, la música, la interpretación, la fotografía, la arquitectura, etc. Todas esas ramificaciones son opacas, y tenemos que concederle parte de nuestro resplandor para que brillen y fascinen como tienden a hacerlo. No es tanto la hermosura como el retazo de un pensamiento puro lo que tanto nos atrae del arte. Y el secreto de tal revelación es que normalmente el artista no es consciente de que está dejando una huella de su esencia.

Retornando a las galerías del Louvre, Jane había abandonado, no sin cierta tristeza, las salas dedicadas a los cuadros, pero su buen ánimo enseguida se había recobrado cuando apareció en la sección dedicada a la antigua civilización egipcia. Siempre había sentido una fascinación desmedida por aquella cultura. Un gran interés y curiosidad. Los egipcios habían dejado huellas, pero aún y todo no dejaban de ser un misterio exquisito. Y en realidad jamás comprenderíamos del todo su mundo, aún en el caso de que los expertos reunieran todas las piezas del puzle y dieran respuesta a todos los interrogantes. Les faltaría conocer lo más importante: la emoción, el sentimiento que había impulsado cada acto que resaltara en el curso del la Historia. Jamás entenderían del todo el mecanismo de esas mentes, la solidez de sus creencias y los motivos de cada decisión que tomaran. Así como este futuro se les haría inimaginable a los antiguos egipcios, a nosotros, por mucha información que recabáramos, tampoco nos encajaría del todo el pasado. Al fin y al cabo, nos faltaría la pieza más importante para completar el misterio: la ambientación del cuento.

Jane había estudiado maravillada las enormes esfinges gemelas dispuestas una al lado de la otra, con sus superficies irregulares e imperfectas bajo el mordisco del tiempo. Y aún así imponentes y hermosas. Sus cuerpos descansaban echados sobre una gruesa lámina de piedra con la que formaban conjunto, con sus cuartos traseros de león plegados y encaramados al suelo y sus patas delanteras descansando paralelamente en una engañosa relajación, pues sus ojos hablaban de una vigilancia que no se perdía detalle de su entorno.

Se había demorado en una vitrina que protegía una hilera de sarcófagos. Todos ellos bajo los dictados de la silueta humana, con sus rostros de piel bronceada, sus ojos negros, y sus cabelleras de ébano y de corte recto. Con la opulencia pendiendo de sus cabellos en forma de tocados confeccionados en oro y piedras preciosas y en diseños intrincados que hablaban de su destreza artesanal. Todos cubiertos con largas túnicas coloridas y sobrevestes que cubrían sus hombros en armonía con sus tocados. Con aquellos mensajes ocultos en sucesiones de dibujos y letras.

Realmente había disfruta de todas y cada una de las piezas. Y Jane pensaba en lo acertado de su decisión de tomarse un día para hacer una excursión por el centro de París cuando divisó entres los edificios más altos y sofisticados la Torre Eiffel. Irradiaba majestuosidad y magia, y se dejó seducir por su encanto. Por ello, pese a encontrarse tan cansada a esas alturas del día, se negó a volver a casa sin haber subido a lo alto de la Torre.

***


Connan echó un rápido vistazo a su flamante Rolex de plata. No faltaba mucho para que fueran las once.

Normalmente le gustaba desentenderse de la noción del tiempo y vivir sin ningún tipo de dictado, ni siquiera el del tiempo. Sin embargo, eso no era socialmente aceptable. Había reglas sujetas a las horas… Y no le quedaba más remedio que amoldarse al paso del mundo.

Miró a su alrededor, donde gente con la que había trabajado y cosechado un gran éxito reía y bebía champagne. Todos se habían reunido allí con el propósito de celebrar la rotunda gloria que habían obtenido en la última película que había protagonizado. Todo el equipo se encontraba allí: el productor, el director, el guionista, los estilistas, los diseñadores de escenario, los músicos, los actores, los secundarios. Y absolutamente todos exudaban una alegría que había empañado el ambiente con un alborozo contagioso.

Habían acaparado todo el restaurante emplazado en la primera planta de la Torre Eiffel. Y el local no había tardado en contaminarse de la euforia común.

Connan se disculpó un momento con la excusa de salir a fumar, y se alejó de la zona reservada al restaurante para detenerse frente a las cristaleras que rodeaban toda la primera planta, permitiéndole contemplar la ciudad a sus pies. Encendió un cigarrillo entre sus labios mientras maldecía que los ventanales lo resguardaran del viento, pues sentía el deseo de que una fría ventisca le azotara el rostro y dispersara sus pensamientos, refrescando su mente.

Había disfrutado enormemente del reencuentro con todo el equipo. Sin embargo, empezaba a notar como el cansancio derribaba sus últimas fuerzas lentamente, y con ello su apetencia de permanecer allí. Últimamente había dedicado pocas horas de sueña a favor de las diversiones nocturnas, y tanto su cuerpo como su mente se estaban encargando de concienciarlo.

Por tanto, resolvió informar de su marcha en cuanto volviese a la algarabía de sus compañeros. Pero hasta entonces, se propuso disfrutar de su cigarrillo y de las hermosas vistas.

Velado por el blanco humo serpenteante del tabaco, Connan distinguió la extensión del río Sena, que al abrazo de la noche parecía abrirse paso hasta el infinito. Su vaivenea superficie permitía la luna reconciliarse con su gemela, y a las luces ambarinas de las farolas multiplicar su resplandor. Las aceras, amarillentas por los efectos de la luz se curvaban y se escindían tras los edificios que sustentaban. Éstos se refugiaban en la sombra y sus maravilladas fachadas, ricas en detalles ornamentales, quedaban reducidas a paredes corrientes infectadas de oscuridad.

Sus pensamientos dejaron de tener como núcleo su propio ser, y empezaron a centrarse en la hermosura que transmitía la ciudad, tan dormida y a la vez avispada. Sus ojos acariciaron el laberinto de edificios y calles que lo rodeaban por todas partes. Un laberinto cuyo principio y fin se difuminaban en la noche y le confería el calificativo de infinito.

Desde allí, lo más alto de París y en el centro, podía sentirse, sin ningún tipo de dificultad, como el rey que orgulloso contempla toda la extensión de su reino. Aunque realmente Connan no podía imaginarse que se sentiría al saberse dueño de algo tan hermoso y grande. Aunque si estaba más familiarizado con la responsabilidad y la presión que debía suponer poseerlo. Él ya se sentía abatido teniendo a su cargo a una pequeña de seis años. No quería ni imaginarse lo que supondría estarlo también de millones de niños más. Por lo que enseguida desertó hacerse rey de París.

Connan casi rió ante el descabellado y osado rumbo de sus pensamientos.

—Te encuentro terriblemente pensativo —comentó Diane posicionándose a su lado y pillándole desprevenido. Al parecer, ella también había optado por descansar un poco del jolgorio general—. Aunque debe ser algo alegre lo que tengas en mente a juzgar por tu sonrisa.

—Algo tonto, más bien —la corrigió él, negándose a entrar en detalles—. Estoy cansado —le informó—, así que me iré enseguida. Pero no tienes por qué retirarte tan pronto por el simple hecho de alojarte conmigo. En cuanto llegue a casa mandaré a mi limusina de regreso para que te lleve cuando quieras.

Diane negó con la cabeza y le sonrió.

—Iré contigo. A decir verdad, yo también estoy algo cansada.

Connan asintió y volvió a empaparse con la visión de la ciudad. Diane lo acompañó unos instantes en su reflexivo mutismo, pero pronto decidió rendirse a su necesidad de rellenar silencios.

—Eso sí, me da pereza atravesar ese maremágnum de fans —comentó.

Connan enfocó la vista en el multitudinario grupo de gente al que se refería Diane. Desde que se corriera la noticia de la congregación de los famosos en la Torre Eiffel, innumerables jóvenes se habían apostado en rededor del carismático edificio a horas escandalosamente tempranas, y sospechaba que su estancia se alargaría a horas escandalosamente tardes también. Por supuesto, habían atendido a los fans breve aunque agradecidamente cuando llegaran a la cita, pero estos aún permanecían en su sitio, esperando con la esperanza de llevarse otro recuerdo más.

—Se lo debemos todo a ellos —le recordó Connan. Se separó de las cristaleras y emprendió el regreso al restaurante seguido por Diane.

Por supuesto, la noticia de la partida de ambos causó un desencanto general y una actitud exageradamente quejumbrosa, pero Connan no se dejó seducir por las protestas. Pronto las insistencias de que se quedaran tuvieron a Diane como diana, debido a que no tardaron en comprender que la decisión de Connan era inamovible. La engatusaron prometiéndole llevarlo a los clubs más flamantes de la ciudad, y según iban enumerándoles tentadores planes la indecisión que iba ganando terreno en ella se leía en sus ojos.

—Quédate —la animó Connan—. De todos modos, le prometí a Allison ver una película con ella si llegaba antes de las doce, y al parecer va ser así.

Aquello fue suficiente. Diane fingió una sonrisa que ocultó muy bien su aversión hacia esa pequeña maleducada y se rindió a las insistencias de los demás.

Connan se despidió de todos y salió de allí. Sentía la necesidad de aire fresco, por lo que optó por bajar por las escaleras, ya que la simple idea de permanecer quieto una fracción de segundo esperando la llegada del ascensor se le antojó insoportable.

Tal y como había previsto, nada más salió al frescor de la noche un ejército de jóvenes -entre los que destacaban en número las mujeres- se abalanzó sobre él. Pese al cansancio que padecía y las terribles ganas que sentía de llegar a casa no se le pasó por la cabeza ser grosero. Trató de acortar las emocionales atenciones de sus fans, aunque siempre con amabilidad. Pero sus fans eran fieros guerreros, y en el agotado estado en el que se encontraba, bien tenían las de ganar. Y confirmó aquella teoría cuando sintió manos vinientes de todas las direcciones ansiosas por tocarlo por todas partes.

En medio de esa vorágine de locura donde absolutamente todos los jóvenes lo habían implicado, por el rabillo del ojo distinguió una joven que gesticulaba llamativamente con las manos. Por sus movimientos parecía expresar un gran enojo. Parecía estar discutiendo acaloradamente con unos de los agentes de seguridad de la Torre Eiffel.

¿Realmente podría haber en aquel perímetro una persona absolutamente desinteresada por los famosos que allí se encontraban? Por increíble que pareciera, así era. No era posible que no hubiera advertido su presencia después de ser el núcleo de un escándalo que montaba más estruendo que una bomba atómica.

Y entonces lo comprendió todo. Por supuesto, no podía ser otra que la extraña de los ojos violáceos. Pese a la distancia y la oscuridad, alcanzó a ver lo suficiente como para distinguirla. Sí, era ella.

Acalló la alarma que emitió su cerebro cuando fue consciente de la extraña alegría que experimentó al reconocerla. Y con una sonrisa que no sabía si era en servicio de una manera políticamente correcta de disculparse con sus fans por el desplante que estaba a punto de hacerles o por la natural reacción que le produjo verla, se dirigió hacia ella con decisión.

jueves, 8 de marzo de 2012

►CAPÍTULO III. [Part IV]


Connan yacía tirado en la cama, con un brazo doblado debajo de su cabeza y una de sus piernas plegada, formando un triangulo en cuya cima se apoyaba el tobillo de la otra. En una de sus manos portaba una lata de cerveza Kronenbourg, ajeno al paso del tiempo.

Desde donde se encontraba, echado de esa despreocupada manera y descuidando completamente la pulcritud que le exigía exhibir el traje azul marino de Hugo Boss que vestía, su mirada zafiro vagaba por el retazo de cielo que dejaba ver su ventana. El atardecer llovía su luz mortecina y cálida sobre la ciudad, y llegaba hasta él, contagiando su tez bronceada. Bajo los efectos del sol, Connan parecía la bella estatua de oro que Oscar Wilde describiera en su cuento de “El príncipe feliz”. Él también parecía recubierto de oro, digno de ser admirado como una indiscutible belleza por cualquiera que lo mirase. Con sus ojos confinados en dos piedras preciosas, dos zafiros destellantes que a la caricia del sol se deshacían en un millar de estrellas. Sin embargo, no eran el mismo. Connan aún no estaba preparado para entender que el oro que lo cubrían apresaba su esencia. Aún no estaba dispuesto a tornarse de bronce a cambio de salvar una porción del mundo. O de salvarse a sí mismo. Aún siquiera comprendía que pudiera estar en peligro. Ni tampoco estaba presto para amar lo suficiente como para sintonizar su propio corazón a latidos ajenos, hasta el punto de silenciarse juntos.

Connan estudió las nubes, esponjosas y blancas, que en aquellos momentos bruñían con la luz del sol, y sus cuerpos de algodón eran un lienzo repleto de ámbares, rojos, rosas y violetas.

Violetas. 


Al reparar en aquella palabra una mirada floreció en su mente. No podía dejar de relacionar aquellos tonos violáceos del atardecer con los mágicos ojos de aquella extraña. Sus labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. La maravillosa gama de colores desapareció ante sus ojos y sólo vio un par de ojos. A aquellas fascinantes amatistas le añadió dos cejas oscuras perfectamente arqueadas, una encantadora nariz y unos carnosos labios naturalmente rosados. Enmarcó aquellos rasgos en un rostro ovalado de tez blanca y suave y agregó un cabello ondulado y oscuro recogido en una coleta alta. Podría haberse tratado de un perfecto ángel de no ser por el frecuente ceño fruncido y las chispeantes profundidades de sus ojos. La sonrisa de Connan se ensanchó al repasar el encuentro que tuvieran aquella tarde, y al hacerlo fue consciente de que lo fascinaba más de lo que había creído en un primer momento.

Aquella mujer encarnaba una sensualidad hasta el momento inexplorada para él. Estaba absolutamente seguro de que jamás había conocido a nadie que le hubiera hecho concebir tantas esperanzas a partir de un primer encuentro. Porque con solo haber hablado una vez con ella, él ya había esperado grandes entretenimientos a través de su compañía. Se notaba a leguas que era una chica directa, franca y con un negro sentido del humor que él sabía apreciar. Parecía ser el casi extinguido tipo de mujer con el que podía pasar tiempo fuera de la cama sin que eso resultase una tortura. Y hacía tiempo que no sentía por una mujer un interés que no fuera puramente sexual. Y el hecho de haber sido un encuentro casual y efímero, solo añadía encanto al recuerdo.

Realmente no sabía si volvería a verla alguna vez, pero algo le decía, algo tan irracional como su propio deseo o los tintes violáceos del atardecer, que volverían a encontrarse.

Alguien puso fin a sus pensamientos penetrando en su habitación. La estancia enseguida se empapó de la nueva fragancia de Swarovski, que flotó hasta él y le dio grandes pistas sobre la identidad del intruso. Pese a todo, Connan se resistió unos instantes más a despegar sus ojos del crepúsculo.

Cuando volvió a su lujosa habitación en uno de los barrios más acaudalados de París descubrió a Diane. A juzgar por su aspecto, ya estaba preparada para asistir a la cena prevista aquella noche en la Torre Eiffel.

Connan debía admitir que lucía espectacular. Diane era hermosa por naturaleza, pero aquella noche se había esmerado con ahínco especial en resultar deslumbrante. Llevaba un vestido negro que le llegaba hasta la mitad de los muslos y cuyo escote palabra de honor se ajustaba perfectamente a sus voluminosos pechos. El vestido era sencillo, pero no por ello dejaba de ser sugerente y sexy. El único adorno que poseía era el encaje negro de pedrería que le cubría el inicio de los senos, el pecho, la garganta y parte de los hombros. En la zona de la espalda una generosa abertura dejaba admirar la palidez aterciopelada de su piel. La prenda, elegante y sugestiva, se adhería provocadoramente a sus curvas y combinaba perfectamente  con el elaborado moño que se había hecho en lo alto de la cabeza. Bajo su flequillo recto, unos ojos negros cuidadosamente perfilados le sonreían con la mirada.

Connan la observó acercarse a él y tomar asiento en el borde de la cama, muy cerca de él.

—Arrugarás el traje —le reprochó mirándole sonriente.

Connan dio un largo trago a su cerveza sin dejar de mirarla, y finalmente esbozó una media sonrisa.

—Es mi propósito: un toque desarreglado en un look totalmente elegante. ¿No resultaría arrebatador?

Diane rió.

—Creo que solo unos pocos conseguirían que resultase sexy. El resto parecerían fracasados acabados pretenciosos de parecer elegantes.

—¿Y en qué grupo entraría yo? —preguntó fingiéndose inocente, como si no lo sospechara siquiera.

Diane lo devoró abiertamente con la mirada.

—Estarías en el primero, por supuesto —contestó—. Aunque personalmente te prefiero simplemente elegante.

Connan sonrió ligeramente.

—Por suerte los gustos son variados. Y el aspecto de gañán vagabundo tiene mucho éxito entre las mujeres. Mira si no a Johnny Depp. La mayoría de las veces parece haber dormido en un contenedor.

Diane lanzó una alegre carcajada.

—Pero tú no necesitas ser un amasijo de arrugas para resultar irresistible —protestó Diane. De pronto, sus ojos abandonaron todo rastro de humor y la llama del deseo ardió en ellos. Recorrió con la vista las perfectas facciones de Connan: sus ojos azules, sus cejas bien definidas, su nariz prominente, sus labios gruesos, sus pómulos afilados, su mandíbula marcada, su firme mentón. Su piel bronceada, en aquellos momentos dorada por el influjo del sol. Su cabello como el trigo peinado hacia atrás como si se tratara de un correctísimo hombre de negocios. Pero la vivacidad de sus ojos y su boca siempre tirante en una continua sonrisa, prevenían de la perversidad que bullía dentro de esa figura en apariencia caballerosa.
La blusa blanca que llevaba contrastaba exquisitamente con su piel, y llevaba el cuello abierto de tal modo que podía recorrer con la mirada una generosa extensión de su firme pecho, sin más restricciones que su propio pudor. Y para terminar, la americana azul que vestía a juego con los pantalones de pinza, realzaba el color de sus ojos.

Por unos momentos Diane no dijo nada y se limitó a recrearse con el masculino y sensual aspecto que ofrecía.

—Eres todo un llamamiento a la lujuria —comentó finalmente.

Connan esbozó una gran sonrisa, recibiendo el halago con una palpable satisfacción. Dejo la lata vacía encima de la mesilla de noche y se levantó de la cama de un solo movimiento. Miró a Diane desde su altura, que todavía permanecía sentada en su cama.

—Es hora de irnos —anunció él. Una de sus comisuras tiró hacia arriba de su boca—. Esta conversación solo puede llevarnos a un desaliño irreparable que me temo no estará bien visto en el acontecimiento de hoy.

Diane asintió conforme, aunque en su interior el fracaso le carcomía la conciencia.

domingo, 4 de marzo de 2012

►CAPÍTULO III. [Part III]


<<Sin duda, ha sido una brillante idea hacer un poco de turismo>> pensó mientras contemplaba el gran monumento que tenía frente a ella. Se encontraba en la Place de l’Étoile o Plaza de la Estrella, cuyo nombre hacía justicia a la forma de la gran plaza: de ella partían doce avenidas y cada una formaba uno de los picos de la estrella.

En el centro de la plaza se erigía el Arco del Triunfo, rebosando solemnidad y orgullo. Era una construcción rectangular, cuadrada podría decirse, ya que su altura y anchura estaban muy cerca de medir lo mismo. En el centro, un pasillo de techo arqueado se abría paso de lado a lado, de este a oeste, custodiando de frente la avenida de los Campos Elíseos. Y en sus paredes laterales, otra arcada trasversal de menor altura se abría paso a través del bloque de piedra de norte a sur. Sus paredes, alguna vez de un blanco impoluto, lucían ahora atacadas por el tiempo, revelando en sus dispersas manchas los largos años que llevaba allí, celebrando victorias y velando almas guerreras. Pero aquel detalle acentuaba su antigüedad, dotándolo de una magia que trascendía sus muros y la hacía respirar pura historia.

Durante unos minutos Jane se entregó a la tarea de contemplarlo el silencio, recorriendo con la vista cada relieve de las esculturas que adornaban los cuatro pilares del arco. En cada columna se retrataban sobre piedra una escena. En algunas, varios rostros de batalladores, todos en plena acción, con el esfuerzo adivinándose en la tensión de sus músculos, cubiertos por armaduras, y con la decisión de triunfo grabada en sus miradas. Con ellos había ángeles, que desplegaban sus alas y protegían a sus guerreros, luchando junto a ellos. En otra aparecía Napoleón, galardonado en su valentía y grandeza por laureles que pendían de sus cabellos, aclamado y glorificado por el pueblo Francés. Cada escultura tenía por nombre un concepto, una fórmula indispensable para tiempos de guerra en el que los cuerpos se quebraban y la esperanza se extinguía a diario: el triunfo, la resistencia, la paz, y la Marsellesa. Éste último hacía referencia a uno de los pueblos franceses, cuyos militares dieron tono y voz al himno del país, que en tiempos de guerra se extendió entre los soldados como la pólvora.

Sobre cada escultura y en las paredes laterales, seis relieves alineados y organizados en marcos rectangulares describían instantes de guerra, con un sinfín de rostros feroces y miembros portando armas y escudos. En la parte baja del entablamento, una franja de altorrelieves daba la vuelta a todo el monumento, representando alegorías, ideas abstractas encerradas en una sucesión de figuras y formas.

En los muros exteriores estaban eternizados los nombres de los revolucionarios de la época junto con las victorias militares de Napoleón I. Tras rodear todo el monumento, deleitándose con cada resalte, con cada curva y cada forma esculpida, Jane entró en el interior del arco. Allí, resguardada bajo el pasillo abovedado que atravesaba el monumento de un extremo a otro, se hallaba la tumba del soldado desconocido. Era un lugar sagrado donde velar a todos los soldados de las tropas francesas que murieron por su patria en la primera Guerra Mundial. Sobre ella había una tea que llameaba, enérgica y eterna, cuya luz no era jamás descuidada, así como sus muertes jamás serían olvidadas.

En las paredes internas que conformaban el pasillo más de quinientos nombres lucían grabados, revelando la identidad de los generales de guerra del Imperio Francés. Los que habían muerto en batalla yacían subrayados.

Jane guardó silencio, mientras sus ojos llameaban al son de la tea encendida de la tumba. En su mirada violácea danzaban las llamas ambarinas, y envió un pensamiento de paz a través de esas paredes.

Nuevamente era testigo de que la muerte y la destrucción eran unos motores más potenciales a la hora de crear grandes obras. ¿Por qué lo malo era lo que más energía nos dotaba? ¿Cuántas veces necesitábamos un motivo proveniente de una mala experiencia para querer crecer? Como si lo malo fuera más digno de tomarse en cuenta… Incluso hablando de ataques personales. Da igual lo estupendos que seamos para nuestros amigos, una mala observación sobre nuestra persona por parte de alguien que nos odie y apenas nos conozca es capaz de crear un torbellino que desestabilice y derribe las buenas opiniones de nuestros amigos. Del mismo modo, la competitividad, la guerra, y la sangre eran la mayor fuerza que movían los engranajes del dinero destinado a monumentos como aquel.

Con un suspiro de resignación y respeto por las muertes que honraba el monumento, Jane se alejó de la plaza y sus pasos la condujeron hacia la avenida de los Campos Elíseos. El paseo desembocaba en la Plaza de la Concordia, donde se alzaba una noria blanca de gran tamaño, paralela al Arco del Triunfo. La noria giraba en todo momento, con sus pequeñas bombillas, alineadas imitando la forma de su estructura concéntrica, encendiéndose y apagándose al son de un orden preestablecido.

Las enormes dimensiones del tiovivo hacían parecer engañosamente corta la largura del bulevar, pero aquella travesía fácilmente podía medir dos kilómetros. La larga avenida se dividía en varios tramos que a su vez formaban manzanas, y durante los primeros trechos se agolpaban a los lados infinitud de tiendas célebres, numerosos cines y multitud de grandes almacenes. Jane leyó desinteresadamente los gigantescos carteles que trataban de tentar al dinero de los más pudientes y rezaban firmas como Chanel, Louis Vuitton, Dior o Hugo Boss. De vez en cuando, aquellos llamamientos al consumismo se entremezclaban con enormes posters que anunciaban películas. En aquel trecho se concentraba la verdadera París, con sus ciudadanos natales contoneándose sobre altas sandalias de más de quinientos euros y sus miradas escaneando los escaparates más prestigiosos, con los ojos ávidos de sedosas telas y bellas pieles. Infinitud de personas entraban y salían de los establecimientos, cargadas con bolsas que contenían prendas o accesorios que no justificaban su precio.

Jane atravesó aquella parte de la avenida sin demasiado interés. No era una enferma de la moda, y solo bastaba echarle un vistazo para percatarse de ello. No es que vistiera mal, pero simplemente era alérgica a la idea de ser un prototipo de fantoche. No consideraba que ir más maquillada te hiciera más guapa, ni que llevar ropas más caras te hiciera más respetable, contrariamente a lo que la gente que abusaba de ambos aspectos solía pensar. A Jane no la impresionaba el alarde de dinero, más bien lo aborrecía. Había conocido gente que se creía mejor solo por llevar zapatos que costaban más que una reforma de todo el baño de su modesto apartamento. Pero aquello zapatos no habían compensado la mediocridad de sus mentes ni la pobreza de espíritu. Así que, Jane estaba poco dispuesta a reemplazar sus cómodos vaqueros y sus sencillas sudaderas demasiado grandes. Ella prefería por mucho ofrecer inteligencia y una buena conversación a un vestido de Victorio & Lucchino.

Las frívolas tiendas fueron desvaneciéndose y siendo reemplazadas por un escuadrón de tenderetes blancos que se apropiaron del extremo izquierdo de la interminable acera.

Los ojos de Jane se iluminaron mientras sus pies disminuían inconscientemente la velocidad a fin de admirar con tranquilidad todo aquel esplendor de colores y olores.

Había de todo. Puestos dedicados a la gastronomía que ofrecían una amplia gama de comidas tan ricas en sabor como en grasas, pero con mucha demanda e ideales para un rápido tentempié o una comida apresurada e informal. Kebabs, patatas fritas, perritos calientes, sándwiches, hamburguesas, churros, gofres, manzanas caramelizadas, piruletas, chuches, crêpes, algodones de azúcar. También estaban en venta una infinitud de prendas que iban desde abrigos, cinturones y bolsos, hasta guantes y orejeras. En algunas casetas ofrecían un abanico de artesanales adornos hogareños que consistían en platos de madera ricos en tallas, jarrones o fruteros. Jane admiró unas esferas de colores luminosas que pendían de un cordel que describían un gracioso arco en la pared trasera de uno de los puestos. Las dependientas, dos mujeres, explicaban el fenómeno de su invento a un grupo de interesados que formaban un semicírculo frente a ellas. Sus diestras manos cerraban una bola de color brillante salpicada de delicados agujeros que se abría por la mitad en torno a una pequeña bombilla, tiñendo su luz natural y creando fantasmagóricos resplandores de colores.

Jane continuó su avance, deteniéndose de vez en cuando para curiosear los coloridos abalorios y las intrincadas joyas hechas con hilo, metales y piedras pulidas. O para estudiar las figuras esculpidas en yeso que representaban varios temas, incluido el Belén.

Realmente disfrutó aquel trecho, donde los ojos de Jane vagaban atraídos por el brillo de una diversidad de colores brillantes y sus fosas nasales se inundaban con el delicioso olor que desprendían las cocinas de los tenderetes. Sus glándulas salivales incrementaron su ritmo de secreción cuando percibía en el aire el apetitoso olor de la carne asada o las patatas fritas, así como el dulzón sabor del caramelo, el azúcar y el chocolate fundido. Finalmente tuvo que rendirse a su capricho y compró un perrito caliente que se adivinaba exquisito incluso antes de probarlo. Lo embadurnó bien de kétchup y lo acabó de adornar con un zigzagueo dibujado con mostaza.

Y así, premiando a su paladar de aquella manera, avanzó por la larga acera abarrotada de puestos, gente y música que salía de cuantiosos altavoces pendidos de las farolas que se alineaban cerca del bordillo, intercaladas con árboles.

Casi sin darse cuenta terminó de recorrer la avenida y se topó de frente con la noria. De cerca era mucho más impresionante. La contempló girar unos instantes y después siguió avanzando, ansiosa por descubrir adónde la conducirían sus pasos.

Ni siquiera se planteó la idea de sentarse a comer en algún restaurante a pesar de que el tiempo hacía hincapié en el mediodía, y su estómago no puso objeciones al respecto. El perrito había matado cualquier indicio de apetito que pudiera haber sentido. El único hambre que sentía sólo podía aplacarse recorriendo la ciudad parisina. Tenía apetito de belleza, de aventuras, de deslumbramiento, de arte. Y París estaba siendo un alimento inimaginablemente estimulante.

 Anduvo ceñida al río Sena, sus ojos deambulando en el vaivén de las oscuras aguas. Observó el empuje del viento sobre el río, la manera en que peinaba sus aguas con el soplo de su gélido aliento. El modo en que el sol se reflejaba en ellas al igual que sus consortes, unas nubes grisáceas que abrigaban el cielo y lo protegían del frío que azotaba el inicio de la primavera. Trató de enajenarse de los ruidos de la ciudad y escuchar el murmullo de la corriente, que parecía contener una canción para ella.

Finalmente su paseo concluyó en el Museo del Louvre. Jane observó hipnotizada la enorme pirámide de cristal que emergía del suelo, en el centro del terreno donde estaba emplazado el edifico. En realidad eran placas transparentes que se unían mediante un armazón piramidal formado por finas hebras de color bronce que describían aspas. El gran poliedro brillaba contagiado por la luz de la mañana. A través de ella se accedía al subsuelo del museo, donde una infinitud de establecimientos compartían sede. Allí abajo había diversos vanos que conducían a distintas exposiciones artísticas de carácter temporal, además de restaurantes, librerías, un sinfín de tiendas con recreaciones de las obras que podías admirar en el museo, entrada al Parking e incluso también al metro.

Alrededor de la célebre pirámide se alzaba una construcción inmensa. Era un palacio renacentista que protegía al cristalino monumento en un abrazo de muros ocres. Poseía una fachada elegante y clásica, con una infinitud de elementos decorativos, en algunas zonas más discretamente dispuestas que en otras, y detalles ornamentales que hacían de él uno de los orgullos de París.

Jane rodeó el museo y descubrió que las calles de atrás formaban una avenida y se alineaban formando varias manzanas. Las calles tenían un sello distintivo que se trataba de una sucesión de arcos que protegían las fachadas de las tiendas de las inclemencias del tiempo pero a su vez permitían tentar a los curiosos dejándoles atisbar la naturaleza de cada comercio.

En aquel preciso instante, Jane sintió una gota deslizándose por su mejilla. Levantó la vista hacia el cielo plomizo, con sus nubes preñadas de lluvia. Atisbó la amenaza de una repentina tormenta, y se apresuró a resguardarse bajo los arcos. A fin de entretenerse, Jane paseó la mirada por los vanos que daban paso a tiendas, la mayoría de suvenires. Frente a cada negocio varios armatostes giratorios acogían numerosas postales que mostraban elaboradas fotos sobre los lugares más turísticos y valorados de la ciudad. Jane no prestó demasiada atención a lo que se exponía, así que pasó de largo ante numerosas tiendas hasta que sus ojos se posaron en lo que parecía ser una librería.

Entusiasmada, Jane entró sin pensárselo dos veces. Descubrió que era una librería muy cuca. Al fondo, el local se dividía en dos plantas. Por una estrecha escalera de madera caoba apostada en la izquierda se accedía al segundo nivel, el cual estaba delimitado por una simpática balaustrada. Desde donde se encontraba, cerca de la puerta de entrada, podía atisbar a unas cuantas personas allí arriba, buscando algún título concreto en el lomo de los libros o sumidos en la sinopsis de alguno escogido.

Jane avanzó por la librería, dejando atrás tarimas sobre las que descansaban los títulos más sonantes o novedosos. Bajó un par de escalones, y se encontró en el nivel inferior que quedaba bajo el segundo piso. Las paredes que lo conformaban eran altas, y todas estaban abarrotadas de estanterías que no admitían ningún hueco libre. Jane dio una vuelta sobre sí misma y por un momento admiró la cantidad de títulos que la rodeaban. Además, al igual que en las bibliotecas de las mansiones aristocráticas de sus libros, aquella librería contaba con escaleras verticales y deslizantes que te permitían viajar a través de ellas hacia los mundos más fascinantes de la Imaginación.

No supo cuanto tiempo estuvo allí, curioseando estanterías y recreándose con la caricia en sus dedos que suponía el relieve que formaban los lomos de los libros ordenados. Leyó un sinnúmero de argumentos, admiró una multitud de portadas, y finalmente, se decantó por un libro: “Nuestra señora de París” de Victor Hugo.

Por supuesto que conocía la historia que contenía aquel libro, pero jamás había leído la obra original, y simplemente le parecía un sacrilegio no haberlo hecho aún. Además, la edición que había escogido tenía una simpática encuadernación de tapas duras y forradas de tal manera que parecía un ejemplar antiguo.

Pagó el artículo y salió de la tienda muy satisfecha con su inversión. Cuando ya se disponía a abandonar aquella avenida interminable de arcos, una postal llamó su atención. Se acercó y se paró a observarla. La imagen que contenía se trataba de un retazo del Palacio de Versalles. Una idea explotó en su cabeza.

—¿Qué precio tiene esta postal? —preguntó, arrastrando consigo la postal al interior del comercio, de pronto nada dispuesta a separarse de ella.