Una aspirante a
ángel según el criterio de sus padres no puede abandonar el cielo sin
notificarlo, a no ser que quiera arriesgarse a descender de rango celestial. Por
esa razón, Jane, como perfecta cortesana del Reino de los Cielos, se hallaba en
aquellos momentos de camino al hogar de sus padres. Y se sentía realmente
decaída. Sabía que a sus padres no les entusiasmaría nada el saber que ya no
tendrían a su hija a tres horas de distancia. A ella misma la idea de poner
tanta distancia entre ellos la entristecía mucho.
Suspiró. Odiaba
las despedidas. Solía evitarlas. Aunque por supuesto, a veces no era posible
eludirlas. Y ésta era una de esas ocasiones.
El taxi la dejó
frente al Oasis, una rústica casa de madera brillante que despertó en ella tiernos
recuerdos. Toda su infancia concentrada en un lugar tan hermoso. Aquellas
sólidas paredes rebosando dulces y amargos recuerdos.
La emoción que
sintió al estar nuevamente parada frente a su hogar despertó en su interior un
fuego apacible. Siempre le ocurría lo mismo cada vez que volvía allí. Y es que,
por muchas que fueran las ciudades que la encandilaran y en las que viviera, el
lugar más especial siempre sería aquella casa que la vio convertirse de niña
repelente a adulta insoportable.
Jane sonrió ante sus pensamientos.
Se tomó unos
instantes más antes de entrar. Mientras escuchaba tras ella al motor del Ford que la había llevado hasta allí
marcharse por el enlodado y serpenteante camino de tierra, cerró los párpados y
aguzó sus oídos, en busca del cantar de las golondrinas apostadas en lo alto de
los manzanos en flor que rodeaban la pequeña casa. Inspiró hondo, y una
fragancia primaveral de flores silvestres y rosas inundó sus fosas. Una
inconsciente sonrisa curvó sus labios.
Cuando abrió
nuevamente los ojos, una belleza natural más hermosa de la que recordaba
segundos antes la recibió, y se recreó en la trayectoria de un rayo de sol que
doraba las paredes del color de la miel de la casa de sus padres. Detrás del
tejado a dos aguas distinguía las copas de los árboles más altos, extendiéndose
orgullosos para recibir con los brazos abiertos a la brillante mañana. Esos
árboles pertenecían al pequeño pero
espeso bosque que se extendía detrás de la rural edificación, antes de cuya
frontera su padre había habilitado una especie de picadero que había delimitado
mediante un cercado de madera. Una sonrisa de afecto curvó sus labios al pensar
en las dos criaturas que allí estarían pastando en aquel momento: Mr. Scrooge y Franzy;
un poderoso Purasangre inglés y una joven y preciosa yegua pía alazán.
Jane desde niña
había querido un caballo. Todas las navidades, en sus cartas dirigidas a Papa
Noël, jamás faltó su petición del animal. Siempre le prometía al padre de la
Navidad que cuidaría del animal, que jamás lo abandonaría y que lo querría
muchísimo. Y rogaba que le diese la oportunidad de demostrárselo.
Un viento de nostalgia
comenzaba a levantarse en su interior. Aún a veces recordaba con nitidez la
sensación de vacío que sintió siendo niña. La envidia que la embargaba mientras
los niños de su alrededor reían y bromeaban juntos, siempre excluyéndola de sus
juegos. Siempre negándole su absoluta atención. Jane aún en aquellos momentos,
no pudo evitar esbozar una mueca. Lo cierto es que ella se había buscado la
situación… Incluso de niña, su lengua había sido un artilugio con vida propia
que se anteponía a las meditaciones. Ah, su lengua. Desde niña había estado al
servicio de la espontaneidad… Y desde siempre había sido un arma de doble filo.
Una sonrisa afloró a sus labios. Siempre se las ingeniaba para irritar a todo
su alrededor. Ni siquiera las profesoras de su infancia se libraron de sus mordaces
observaciones.
Jane sacudió la
cabeza, y sus pensamientos retornaron a senderos más agradables, como el que
llevaba a aquel día en el que por fin le fue concedido su más preciado deseo:
un amigo. Entonces a ella no se le pasó por la cabeza que fuera a ser su padre
y no Papa Noël quien fuera a encargarse de su felicidad. Por supuesto que
albergaba curiosidad respecto al proyecto en el que se embarcó su padre cuando
comenzó a talar árboles y apilar leña. Numerosas veces le preguntó por lo que
pretendía hacer con tanta madera, pero él solo contestaba: <<Estoy
trabajando en un deseo>>. Pero a medida que iba pasando el tiempo, fue
elucubrando teorías que no se alejaban en absoluto de la realidad. Comenzó a
sospechar que su querido padre estaba construyendo una cuadra y una valla doble
que rodearía, formando dos circunferencias concéntricas, a ésta y a una
generosa porción de hierba. Fueron pasando los días, y su padre continuó
trabajando duro, con constancia e ilusión. La idea de la felicidad que
provocaría en su hija y el ansia de ver ésta reflejada en sus preciosos rasgos
infantiles lo llenaba de una energía inagotable. Y por fin estuvo lista la obra
de su padre. Para poder terminarla había tenido que sacrificar numerosas horas destinadas
al taller mecánico que regentaba, pero por su familia merecía la pena. Entonces
Jane no comprendió la magnitud del gesto de su padre. No solo había empleado su
tiempo, su fuerza y su entereza en aquel proyecto que tenía como fin saciar los
caprichos de una niña. También había empelado todo su cariño, y éste se reflejó
en los silbares que producía continuamente mientras trabajaba con talante ufano
y satisfecho, demostrando que en la pirámide de sus prioridades, su familia y
la felicidad de ésta estaban en la cumbre. Ah, cuánto la había amado siempre su
padre. Sólo esperaba ser merecedora de ese inmenso cariño…
Con un suspiro
meditativo, Jane se acuclilló y extendió los brazos a su alrededor, paseando
sus manos sobre la hierba, sintiendo a sus dedos desenredar las briznas que
topaban a su paso. El suave cosquilleo de la naturaleza en sus palmas disipó
todos los nubarrones que acechaban su mente y casi le arrancó una carcajada.
Sus manos toparon
con lo que parecía ser una flor. Jane bajó los ojos para confirmar sus
sospechas. En efecto, tenía entre los dedos una hermosa flor salvaje. La cautivó
la suavidad de sus amplios y rosados pétalos, y la arrancó de la tierra y se la
llevó a la nariz. La flor desprendía un ligero perfume agradable.
En su corazón era
toda una chica de campo.
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