domingo, 15 de enero de 2012

►CAPÍTULO I. [Part II]


Una aspirante a ángel según el criterio de sus padres no puede abandonar el cielo sin notificarlo, a no ser que quiera arriesgarse a descender de rango celestial. Por esa razón, Jane, como perfecta cortesana del Reino de los Cielos, se hallaba en aquellos momentos de camino al hogar de sus padres. Y se sentía realmente decaída. Sabía que a sus padres no les entusiasmaría nada el saber que ya no tendrían a su hija a tres horas de distancia. A ella misma la idea de poner tanta distancia entre ellos la entristecía mucho.

Suspiró. Odiaba las despedidas. Solía evitarlas. Aunque por supuesto, a veces no era posible eludirlas. Y ésta era una de esas ocasiones.

El taxi la dejó frente al Oasis, una rústica casa de madera brillante que despertó en ella tiernos recuerdos. Toda su infancia concentrada en un lugar tan hermoso. Aquellas sólidas paredes rebosando dulces y amargos recuerdos.

La emoción que sintió al estar nuevamente parada frente a su hogar despertó en su interior un fuego apacible. Siempre le ocurría lo mismo cada vez que volvía allí. Y es que, por muchas que fueran las ciudades que la encandilaran y en las que viviera, el lugar más especial siempre sería aquella casa que la vio convertirse de niña repelente a adulta insoportable.

Jane sonrió ante sus pensamientos.

Se tomó unos instantes más antes de entrar. Mientras escuchaba tras ella al motor del Ford que la había llevado hasta allí marcharse por el enlodado y serpenteante camino de tierra, cerró los párpados y aguzó sus oídos, en busca del cantar de las golondrinas apostadas en lo alto de los manzanos en flor que rodeaban la pequeña casa. Inspiró hondo, y una fragancia primaveral de flores silvestres y rosas inundó sus fosas. Una inconsciente sonrisa curvó sus labios.

Cuando abrió nuevamente los ojos, una belleza natural más hermosa de la que recordaba segundos antes la recibió, y se recreó en la trayectoria de un rayo de sol que doraba las paredes del color de la miel de la casa de sus padres. Detrás del tejado a dos aguas distinguía las copas de los árboles más altos, extendiéndose orgullosos para recibir con los brazos abiertos a la brillante mañana. Esos árboles pertenecían al  pequeño pero espeso bosque que se extendía detrás de la rural edificación, antes de cuya frontera su padre había habilitado una especie de picadero que había delimitado mediante un cercado de madera. Una sonrisa de afecto curvó sus labios al pensar en las dos criaturas que allí estarían pastando en aquel momento: Mr. Scrooge y  Franzy; un poderoso Purasangre inglés y una joven y preciosa yegua pía alazán.

Jane desde niña había querido un caballo. Todas las navidades, en sus cartas dirigidas a Papa Noël, jamás faltó su petición del animal. Siempre le prometía al padre de la Navidad que cuidaría del animal, que jamás lo abandonaría y que lo querría muchísimo. Y rogaba que le diese la oportunidad de demostrárselo.

Un viento de nostalgia comenzaba a levantarse en su interior. Aún a veces recordaba con nitidez la sensación de vacío que sintió siendo niña. La envidia que la embargaba mientras los niños de su alrededor reían y bromeaban juntos, siempre excluyéndola de sus juegos. Siempre negándole su absoluta atención. Jane aún en aquellos momentos, no pudo evitar esbozar una mueca. Lo cierto es que ella se había buscado la situación… Incluso de niña, su lengua había sido un artilugio con vida propia que se anteponía a las meditaciones. Ah, su lengua. Desde niña había estado al servicio de la espontaneidad… Y desde siempre había sido un arma de doble filo. Una sonrisa afloró a sus labios. Siempre se las ingeniaba para irritar a todo su alrededor. Ni siquiera las profesoras de su infancia se libraron de sus mordaces observaciones.

Jane sacudió la cabeza, y sus pensamientos retornaron a senderos más agradables, como el que llevaba a aquel día en el que por fin le fue concedido su más preciado deseo: un amigo. Entonces a ella no se le pasó por la cabeza que fuera a ser su padre y no Papa Noël quien fuera a encargarse de su felicidad. Por supuesto que albergaba curiosidad respecto al proyecto en el que se embarcó su padre cuando comenzó a talar árboles y apilar leña. Numerosas veces le preguntó por lo que pretendía hacer con tanta madera, pero él solo contestaba: <<Estoy trabajando en un deseo>>. Pero a medida que iba pasando el tiempo, fue elucubrando teorías que no se alejaban en absoluto de la realidad. Comenzó a sospechar que su querido padre estaba construyendo una cuadra y una valla doble que rodearía, formando dos circunferencias concéntricas, a ésta y a una generosa porción de hierba. Fueron pasando los días, y su padre continuó trabajando duro, con constancia e ilusión. La idea de la felicidad que provocaría en su hija y el ansia de ver ésta reflejada en sus preciosos rasgos infantiles lo llenaba de una energía inagotable. Y por fin estuvo lista la obra de su padre. Para poder terminarla había tenido que sacrificar numerosas horas destinadas al taller mecánico que regentaba, pero por su familia merecía la pena. Entonces Jane no comprendió la magnitud del gesto de su padre. No solo había empleado su tiempo, su fuerza y su entereza en aquel proyecto que tenía como fin saciar los caprichos de una niña. También había empelado todo su cariño, y éste se reflejó en los silbares que producía continuamente mientras trabajaba con talante ufano y satisfecho, demostrando que en la pirámide de sus prioridades, su familia y la felicidad de ésta estaban en la cumbre. Ah, cuánto la había amado siempre su padre. Sólo esperaba ser merecedora de ese inmenso cariño…

Con un suspiro meditativo, Jane se acuclilló y extendió los brazos a su alrededor, paseando sus manos sobre la hierba, sintiendo a sus dedos desenredar las briznas que topaban a su paso. El suave cosquilleo de la naturaleza en sus palmas disipó todos los nubarrones que acechaban su mente y casi le arrancó una carcajada.

Sus manos toparon con lo que parecía ser una flor. Jane bajó los ojos para confirmar sus sospechas. En efecto, tenía entre los dedos una hermosa flor salvaje. La cautivó la suavidad de sus amplios y rosados pétalos, y la arrancó de la tierra y se la llevó a la nariz. La flor desprendía un ligero perfume agradable.

En su corazón era toda una chica de campo.

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