martes, 19 de junio de 2012

►CAPÍTULO VIII [Part II]


La noche ya estaba avanzada. Las cortinas granates de brocado hacían demasiado bien su trabajo de censurar el brillo de la oscuridad.

En eso pensaba Jane cuando se levantó de la gigantesca cama y deslizó sus píes en las suaves zapatillas de terciopelo rosa. El lecho era demasiado grande como para que Heather notara su ausencia. Ambas compartían cama, sin que eso significara pasar una terrible noche espachurrada. Más bien podía atreverse a decir que podía llegar a extrañar la cercanía de su amiga, ya que la cama les facilitaba un amplio espacio para cada una.

Se arrastró hasta el ventanal y se introdujo entre los pliegues de seda de las cortinas, ocultándose tras ellas y haciéndola sentir como una chiquilla que huye de un inminente castigo o juega a introducirse en un mundo de sueños solo accesible para ella.

Pero en su caso ella no era una niña, y solo buscaba la caricia de la luna. La reina de la noche lucía especialmente luminosa, con el vestido más perfecto y voluptuoso que tenía: estaba en luna llena. Por un instante, Jane pensó en la luna como en una mujer embarazada, que paseaba a su hijo en el vientre, contándole leyendas más antiguas que la creación del mundo que recogía de la mirada añeja de las estrellas.

De pronto ella también sintió ganas de escuchar los relatos de la luna, y se vio forcejeando con la manija. De pronto sentía la imperiosa necesidad de respirar aire puro.

Enseguida salió a la noche, y cerró los ojos para empaparse del frescor que llevaba el viento nocturno. Avanzó hasta el límite que marcaba la balaustrada de hierro tan elegantemente moldeada, y sus manos se asieron a él. Eso era lo único que la anclaba a tierra, o esa sensación tenía. Por un momento puso la mente en blanco y se concentró en sentir su cabello suelto iniciar una danza con la brisa, rozándole las mejillas que el estímulo del viento habían arrebolado. Incluso sus pestañas parecían saltar desde su raíz. Su liviano camisón blanco no estaba tampoco dispuesto a perderse la oportunidad de coquetear con aire, y enseguida revoloteó en torno a su cuerpo, su sedoso contacto rozándola al compás de la brisa.

Abrió los ojos de golpe y su mirada atrapó la luna. Los pensamientos concernientes a la maternidad volvieron, aunque esta vez tuvieron como núcleo a ella misma. ¿Sería alguna vez capaz de sentirse feliz ante la perspectiva de traer al mundo a sus propios hijos? ¿Se curaría alguna vez del poco entusiasmo que le suscitaba la idea? ¿Era rara por no sentir que la biología le dictaba ser madre? ¿Necesitaba tiempo para desear serlo o estaba condenada de por vida a horrorizarse ante el mero pensamiento? ¿Necesitaba algún estímulo para quererlo, tal vez el amor de un hombre?

Enseguida se detuvo el flujo de sus pensamientos. ¿Qué sandeces estaba pensando? ¿Necesitar un hombre para tener un hijo? Ella se bastaba para casi todo, y siempre asociaba a la prehistoria la idea de necesitar un hombre, pero tal vez en este asunto fuera diferente. Porque a veces se preguntaba si se bastaría ella sola para criar un niño. Si sería lo suficientemente fuerte de verse capaz de encarar sola una responsabilidad tan grande.

Enseguida se sintió disgustada. ¿Por qué se inquietaba con esas cuestiones? Ella siempre había sido un ser independiente al servicio de su mentalidad… Así que, ¿por qué preocuparse por tener un hijo si ella decidía que no lo quería? ¿Por qué amargarse? En el fondo lo sabía. Sospechaba que tal vez el quid de la cuestión era que sí lo quería pero que le daba miedo. ¿Tal vez en el fondo asociaba la idea de un hijo con una familia feliz? ¿Tal vez solo estuviera preparada cuando estuviera segura de poder darle esa familia unida y perfecta?

Definitivamente tener una madre tan obsesionada con los niños la afectaba, pensó enfadada. Toda su vida había visto a su madre y las mujeres de su alrededor desvivirse ante las necesidades de un niño, angustiarse ante su llanto y describir la maternidad como el cénit de su existencia. Ella siempre había desdeñado eso porque le parecía que era una mentalidad más antigua que los dinosaurios. Pero tal vez había tratado de consolarse con aquel pensamiento. Tal vez era la forma en que se resguardaba para evitar sentirse extraña, la pieza sobrante de un puzle. Además, sospechaba que su alergia a los niños era algo que le venía desde muy atrás, desde antes que tuviera conciencia. Desde que fuera una enana solamente capaz de sentir.

Su madre no la había tratado con la exclusividad que ella había querido. Al regentar una guardería, no se había dado de baja al nacer ella, y en cambio la había criado con los demás niños. Supuso que su madre pensó que era una fantástica idea tener la oportunidad de educar a su pequeña integrándola en la compañía de los demás niños tan temprano, sin embargo ella creía que solo le había ocasionado inseguridad. No se acordaba de sus primeros años, pero a veces se recordaba comparando las atenciones que su madre le brindaba a los otros niños con las que le ofrecía a ella misma. Siempre buscando una señal que le hiciera ver que ella era única a sus ojos. Por supuesto que su madre siempre era a ella a quien se llevaba a casa, pero durante la mayor parte del día tenía que competir con muchos niños para ser receptora de su amor.

Jamás había logrado hacer amigos en la guardería. En vez de verlos como hermanos y hermanas, como su madre había pretendido desde el principio, ella los veía como obstáculos que la alejaban de una conexión especial con su madre. Poco a poco fue volviéndose más arisca con los demás niños, hasta comenzar a pegarlos y a  robarles sus juguetes o romperles sus muñecos preferidos. Sentía rabia y celos, y la necesidad de captar la atención de su madre, aunque fuera de malas maneras.

Sus travesuras aumentaron y le valieron numerosas broncas y castigos, pero pronto dejó de sufrir por ellos, de tan acostumbrada que terminó.

Cuando por fin accedió a primaria ya se había granjeado la fama de mala. Pocos fueron los niños que hicieron el esfuerzo de tener amistad con ella, y esos escasos pequeños fueron despachados con hostilidad y sin compasión. Ella no sentía ningún apego hacia ninguno de ellos y tampoco le suscitaban interés, así que muy pronto ella se aisló en sus libros y sus cuentos y encontró en ellos la compañía y el calor que a veces se descubría anhelando. Pronto dejó de tenerle rencor a su madre, porque comprendió que era su naturaleza desvivirse por todos los niños, que la obnubilaba su inocencia pueril, y dejó de culparla. No obstante, seguía sin sentir interés por hacer amigos.

Así continuó largos años. Como Jane no tenía nada que perder, ya que no tenía ni un estatus privilegiado ni amigos que perder en la escuela, jamás se preocupó por ser simpática ni por tratar de mantener una relación de muda cordialidad con los demás. Era demasiado fogosa para callarse y guardarse para sí su opinión. Había sido una niña extraña. Desde pequeña había sido honesta, y no le importaba que su parecer pudiera resultar hiriente, inconveniente o afilado. Solo le importaba decir la verdad y manifestar que ella no era una estúpida marioneta más de ese jerárquico mundo de escuela.

Las cosas cambiaron cuando llegó a secundaria. Entonces llegó Heather a la ciudad.

Su familia era rica. Su padre era un importante empresario que se pasaba la vida viajando por negocios, y su madre una acaudalada señora de la casa. Ambos habían buscado paz en ese pueblo, vivir acomodadamente en una villa tranquila. En un pueblo tan pacífico y sin sobresaltos como aquel, la llegada de una nueva chica causó furor. Y el conocimiento de su abultada billetera presagió una gran promesa para los grupos más populares de la escuela. Todos estaban ansiosos por llegar primero y “cazarla”.

 Todo aquel asunto le repugnó. Ella le repugnó aún sin conocerla. Sabía que era una emoción injusta, puesto que ella era una desconocida y no le había dado tiempo a para defenderse de los prejuicios que le había provocado. Pero no pudo evitarlo. Era ver ese superficial entusiasmo hacia ella y sentir asco.

Durante días Heather fue el principal tema de conversación. Todos apostaban por el rebaño al que terminaría por pertenecer. Jane por su cuenta apostaba por su capacidad cerebral para eludir o no a la persuasión de pertenecer a tan superficiales y estúpidos grupos de amigos.

Finalmente Heather se dio a conocer. Su apariencia entusiasmó, sobre todo a chicos. Ella era alta, rubia, de ojos azules, facciones suaves y armoniosas, labios carnosos, pechos grandes, cintura estrecha, caderas redondeadas, piernas largas y tez bronceada. Toda una belleza. Las chicas no se sintieron muy complacidas por su apariencia, por supuesto, pues era toda una amenaza. Sin embargo, Jane observó con verdaderas arcadas como esgrimían falsas sonrisas y dotaban a sus palabras de un entusiasmo altisonante.

Pero Heather la sorprendió. Gratamente. En contra de todas las expectativas que sugerían su despampanante belleza y su exorbitante economía, ella era una chica sencilla, sincera y extrovertida sin llegar a rozar la hipocresía. Jane la observó con atención mientras su cara permanecía serena, casi decepcionada de tan abundantes e insustanciales atenciones. No parecía feliz de ser motivo de tanta charla banal y enseguida intentó escabullirse. Sin embargo, había despertado un fervoroso interés que acababa de alcanzar su apogeo ante su aparición, y fue casi una tarea imposible.

Y por primera vez Jane sintió simpatía por alguien ajeno a sus allegados.  

A sabiendas de lo impopular e indeseada que era entre sus compañeros de colegio, Jane era su única esperanza. Y decidió rescatarla.

Así que concentrando su mirada en ella e ignorando a la multitud que la tenía cautiva, y con la perspectiva alentadora de hallar una amiga, se dirigió hacia ella, abriéndose paso a empujones y codazos a través de ese corro de cacatúas histéricas de hipócrita emoción.

<<Soy tú única salvación frente a este ejército de cacatúas sin fronteras >> le dijo ofreciéndole la mano.

Heather pareció sorprendida ante sus palabras, tan directas y honestas, pero también estaba encantada. Sin pensárselo dos veces, muy poco preocupada de poner en riesgo la posibilidad de ser popular en aquel colegio, estiró su brazo y depositó su mano en la de Jane.

Las cacatúas orquestaron el momento con chillidos horrorizados y exclamaciones indignadas, pero el marcador ya tenía vencedor: Jane 1, Cacatúas 0. Y no había marcha atrás.

Y ese fue el día en que Jane se granjeó la que ahora era su mejor e incondicional amiga.

Ambas se gustaron desde el primer momento. Poco a poco Jane la fue conociendo, y, lo más difícil: se dejó conocer por ella.

Resultó que Heather era un apasionada artista, y en verdad era muy buena. Tenía un manejo excepcional de los colores, y un conocimiento impactante de los contrastes, de las luces y las sombras. Lo suyo era pintar emociones, retratar sentimientos, narrar cuentos a través de imágenes. Era muy expresiva y cada obra que le mostraba encerraba una parte de su alma. Podía verlo. Todos tenían una fuerza que penetraba por los ojos y florecía hasta hacer estremecer todo el cuerpo del espectador. Sin embargo, era algo que llevaba en secreto, porque esas inclinaciones artísticas no eran del agrado de sus padres. Ellos ya tenían planes para ella, y su amor por el arte era un obstáculo. Algo digno de desdén y vergüenza. Sus padres la infravaloraban. Lo único que veían en ella era belleza, belleza que a su vez se traducía en millones. Su plan para ella era casarla pronto y bien con un hombre bien posicionado ahogado en millones. Y su belleza era la mejor baza para conseguirlo. Jane recordó lo horrorizada que se sintió cuando se lo contó, y cómo la obligó a prometerle que jamás se sometería. La obligó a jurarle que lucharía por sus sueños, que pasaría por encima de sus padres, por encima del mundo.

Ella era su primera amiga y la iba a proteger de la infelicidad lo mejor que podía. Ella era la primera persona con la que sentía conexión, con la que se sentía cómoda de verdad. Las dos eran distintas, pero encajaban como si hubieran sido antes una pieza única que hubieran partido por la mitad y luego se hubieran convertido en dos personas individuales. De ese perfecto y especial modo encajaban.

Recordaba todas aquellas mágicas tardes, en las que se escabullían por los alrededores de la casa de Jane y cada día buscaban en el bosque un lugar más hermoso. Allí se pasaban horas, Heather pintando y ella inventándose narraciones para sus creaciones. De ese personal modo desgranaban los secretos de su alma y los exponían a una cálida luz tardía.

Ambas hicieron de musas la una para la otra.

Jane se volvió para mirar en el interior del dormitorio, donde Heather dormía plácidamente, sumida en sus sueños, espachurrando un almohadón con complejo de nube entre sus torneados brazos. Su cabello de oro parecía plateado por el influjo de las estrellas.

Recorrió a su amiga con una mirada tierna, siendo consciente de la inmensidad de su significancia para ella. De algún modo se habían salvado la una a la otra.

Heather le había enseñado a confiar fuera del perímetro familiar. Le había enseñado a compartir su mundo interior y a encontrar esta práctica agradable. Le había enseñado el valor de un abrazo, cómo se hacía más liviano el peso de la tristeza cuando se comparten las lágrimas. Le había enseñado un enfoque más optimista e iluso de la vida que, aunque no compartía, respetaba y admiraba, y añadía un toque de luz a su propia perspectiva.

Ella por su parte le había enseñado a Heather a respetar sus sueños, y a no dejar que las críticas de los demás los desvalorizaran. Le había mostrado cómo anteponer sus opiniones a la opinión general, como identificar las batallas que merecían ser libradas, cómo estar dispuesto a pagar el precio que hacía falta por alcanzar los sueños. Le había enseñado a florecer su optimismo, algo característico en ella pero que las continuas censuras de sus padres y el ámbito superficial que frecuentaba habían conseguido envenenar hasta casi matarlo.

Ambas se habían apoyado y luchado. Habían confiado la una en la otra y poco a poco había sucedido lo inevitable: se habían convertido en una de las cosas más importantes en sus vidas.

Continuamente habían decsubierto que una lucha que trataba de salvar su amistad estaba siempre justificada y que estaba siempre abocada a la victoria, porque las dos batalladoras tenían un interés verdadero en vencer y continuar siendo amigas.

Una lágrima de gratitud se abrió paso por sus pestañas, y descendió por su mejilla, siguiendo el sedoso camino que ofrecía su rostro hasta alcanzar la barbilla y saltar a su pecho, donde siguió trazando su sendero de felicidad.

Jane no quiso detenerla. Esa lágrima era fruto de una emoción provocada por su amistad con Heather, y deseaba que se deslizara hasta el infinito si representaba su cariño por ella.

Con una sonrisa volvió al cuarto y se metió en la cama, arrebujándose junto a Heather bajo el edredón. Sus brazos buscaron estrechar la cintura de su amiga, y con un suspiro de placer, se acurrucó a su lado y se durmió mecida por la nana que marcaba la respiración de su amiga, envuelta en su calor.

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