Jane apremió su Coca-Cola.
Y casi se atragantó en el acto. Afortunadamente había pagado por adelantado,
así que nada la ataba a aquel lugar; nada excepto aquel vaso de Coca-Cola que se negaba a no vaciar. Al
fin y al cabo, no había pagado por nada.
Aturdida, golpeó la mesa con el vaso vacío y con torpes
movimientos guardó su portátil en la bandolera de cuero negro. Se sintió
ridícula mientras sentía que se escabullía como una vulgar ladrona de una
cafetería en la que había consumido legalmente y en la que tenía todo el
derecho de estar. Y sin embargo, fue incapaz de dejar a sus movimientos a
merced del sentido común y se descubrió sacando su culo de aquella terraza con
todo el sigilo del que fue capaz.
Aún y todo, antes de perder por completo de vista a la
cafetería, echó una última mirada. Y no una casual. Fue una totalmente
premeditada que se centró en aquel extraño hombre de belleza sobrehumana.
Se alejó de allí internándose en un laberinto de calles.
Su mente se demoraba en aquel extraño encuentro. Se sintió ruborizar al ser consciente
de lo grosera que había sido. ¿Por qué se había comportado de ese modo? Vale
que por lo general fuera una chica antisocial, pero no solía ser antipática a
menos que le dieran un mínimo motivo. Desde luego, nunca había sido tan
descortés con un completo extraño que no había dejado traslucir claros síntomas
de convertirse en un grano en el culo. Bah. Decidió achacar la culpa a la
irritación a la que la estaban sometiendo sus musas. Se sentía derrotada por la
inspiración. Aún cuando había pasado toda la tarde escribiendo lo que sería un
posible argumento para una película, en el fondo había sabido en todo momento
que era basura y que no le valdría para nada. Y en aquel delicado momento de
abatimiento y frustración artística había aparecido él.
Se le encogió el estómago de nuevo, como aquella primera
vez que posara sus ojos en él. A pesar de que no había dejado a su rostro
translucir lo que experimentaba al verlo, bajo aquella expresión de malhumor
sus ojos se habían abierto por la sorpresa un segundo y su mente se había
paralizado un instante ante el choque que supuso aquel perfecto rostro atezado
de ojos claros y sonrisa deslumbrante. Recordó su melena rubia, con aquellos
brillos dorados que la lámpara más cercana había arrancado a sus finas hebras. Era
consciente de que jamás había visto a un hombre tan guapo, y sin embargo tenía
la extraña sensación de haberlo visto antes…
Sin embargo, no se había dejado engatusar por su belleza,
y aún cuando él permaneció parado frente a ella, enseguida había empuñado su
natural carácter poco amistoso contra él, sin importar que el simple hecho de
mirarle la pusiera en peligro de quedar hipnotizada por su poderosa
masculinidad.
Sus últimas palabras revolotearon en su mente: <<…que
sea otro día…>>. Jane sacudió la cabeza. Esperaba que aquellas palabras
no tentaran al destino. La verdad es que lo último que necesitaba era un tío
bueno arrogante que la retara a ser amable con él. No tenía tiempo para la
gente, y menos aún para hombres totalmente inalcanzables para ella. Lo
primordial en aquellos momentos era encontrar una buena historia. Necesitaba
una idea brillante.
Maldita sea, estaba en Montmartre. La inspiración y sus
hijas, prodigiosas obras admiradas en todo el mundo en su gran mayoría, habían nacido
allí. Pero, o la inspiración había cambiado de hogar o habían decidido que ella
no era lo suficientemente talentosa como para malgastar buenas ideas con ella.
Suspiró mientras trataba de encontrar su apartamento, que
en teoría no debía de estar muy lejos. Aunque posiblemente se había desviado en
su impetuosa marcha, con las zancadas a merced de la irritación. Se obligó a
caminar más despacio y miró a su alrededor. Descubrió que las calles de su
alrededor le eran desconocidas. Aunque bien podrían ser las indicadas, las que
llevaban a su piso. Montmartre era un crucigrama de calles organizadas
laberínticamente.
Encogiéndose de hombros, Jane subió la pendiente que
sugería aquella calle, confiando en que su instinto la guiara. Pero unos metros
más allá se obligó a desviarse de su propósito, ya que, si bien no le tentaron
las interminables escaleras que llevaban a lo alto de la colina, si lo hacía la
basílica allí apostada.
Tras subir una decena de tramos divididos en dos por un
pasamano de hierro y más de un centenar de escalones, Jane llegó a lo más alto.
El cielo había alcanzado la plenitud de la noche, y la basílica de paredes
pálidas se recortaba luminosa contra el terciopelo negro. Su palidez natural se
veía reforzada por la luz que manaban las paredes y hacían de ella un imponente
palacio resplandeciente, como una estrella que velaba por toda la ciudad
parisina.
Jane nunca había sido muy cristiana, así que no tenía
intención de entrar en el Sagrado Corazón. Además, siempre le habían
impresionado más las fachadas y elementos decorativos externos de las grandes
fortalezas como aquella. Sus ojos vagaron embelesados por la basílica, alzando
el mentón lo más que pudo para alcanzar con la vista los picos que remataban
las cúpulas, sintiéndose pequeña al lado de tan magnífico edificio.
La fortaleza era de estilo romano-bizantino, y realmente
la basílica era clásicamente exótica. Su planta obedecía al diseño de la cruz
griega, y cuatro pequeñas cúpulas coronaban la quinta, que presumía del
privilegio de su supremo tamaño fijada en el centro. Tras ella sobresalía una
rectangular torre donde las campanas se comprometían de por vida con el tiempo
y anunciaban su paso a cada hora.
En las paredes que custodiaban el enorme vano de la
entrada dividido en dos por un parteluz, había grabados una larga lista de
nombres. Según se había informado Jane, todos aquellos eran los nombres de los
donantes del dinero que sirvió para construir la basílica. Se había erigido en
honor de los soldados franceses que cayeron en la guerra Franco-Prusiana, y
también a modo de redimirse con Dios, pues se extendió por el territorio
francés la creencia de que las desgracias que acaecían al país eran a causa de
un castigo divino y no por culpa de una mala política.
De pronto Jane fue consciente de la música festiva que alegraba
el ambiente. Procedía de un camión en cuyo remolque unos muchachos entraban
distintos artilugios. A juzgar por los tenderetes cubiertos por lona que
rodeaban a la basílica como humildes siervos, Jane supuso que serían pequeñas
tiendas con suvenirs concernientes a la basílica con las que tentaban a los
turistas que la visitaban por el día. Jane sintió como la alegre música
penetraba en ella mientras observaba a los tenderos recoger los últimos artículos
entre risas, música, cigarros y cervezas. Algunos, los más desocupados, se
marcaban algún paso de baile de vez en cuando. La familiaridad y ligereza del
ambiente hizo que Jane se sintiera cómoda y esperanzada. De alguna manera, ver
aquella unión y alborozo la hacían anhelar un entorno similar en su vida. Solo
que, algo le decía que esta vez no se quedaría en un mero sueño… Estaba en
París. Una ciudad brillante y mágica. Y de alguna manera, sabía que la ciudad
guardaba un poco de magia para ella, y que no tendría reparo en acogerla en su
seno, como a una hija más a la que regalaría su luz.
Desde lo más alto de Montmartre veía la ciudad de París a
sus píes, con las luces entremezclándose con la oscura silueta de los edificios
que conformaban la ciudad. Esas estrellas urbanas brillaban ambarinas e
intensas, y sintió como la magia de la visión penetraba en ella. Supo sin lugar
a dudas que su instinto la había llevado allí, pues aquella hora dentro de los
dominios de la noche era la más adecuada para contemplar semejante espectáculo,
cuya belleza se intensificaba al abrigo de la noche.
A lo lejos, un ejército de rascacielos se agrupaban, irguiéndose
orgullosos e imponiendo al resto de edificios. Las luces de las oficinas
estaban encendidas, resaltando aún más su notoria presencia. Por un momento, Jane
pensó que contemplaba la mismísima ciudad de Nueva York.
A su derecha la punta de la Torre Eiffel emergía de entre
los edificios que lo rodeaban. Contempló el monumento maravillada. Su
estructura de hierro desprendía destellos ambarinos que reforzaban su
protagonismo. Con toda la luz que emanaba parecía retar a la luna, como si
quisiera demostrar que ella sola podía iluminar toda la ciudad. Tal vez era
demasiado esperar que pudiera dar luz a cada recoveco oscuro de la metrópoli,
pero sin duda era la que se ocupada de iluminar los corazones de la gente.
Verla allí apostada, tan serena y brillante, hacía que el pecho se le expandiera,
como si los pulmones quisieran aspirar su mágica luz y retener dentro un
destello. Guardar un poco de luz para lustrar viejos sueños y espantar los
miedos.
Jane no supo cuanto tiempo estuvo allí, en lo más alto,
respirando magia y luz. Rescatando sueños olvidados y abrillantando recuerdos
pasados. Empapándose del hechizo de la noche sobre aquella ciudad de ensueño.
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