Ah, esa pitufa era un torbellino de energía traviesa.
Con solo seis añitos ya era la candidata más idónea para
el trono del Diablo. Si no había problemas a su alrededor, se las arreglaba
para crearlos. No podía contar las veces que había tenido que salir en mitad de
un rodaje para poder arreglar algún embrollo en que su hermanita había sido la
actriz principal. En el colegio, en clase de pintura, estando en baile, en su clase
de guitarra… En cualquier lugar Allison era incapaz de pasar inadvertida como
una niña obediente y dulce.
Y Connan no sabía cómo actuar. Sabía que era esencial
marcarle unas pautas y obligarle a cumplirlas, aunque eso supusiera ponerse
duro e inflexible con ella. Puede que lo odiara por ello los primeros días, y
tal vez estuviera resentida un tiempo, pero algún día comprendería que lo había
hecho por su bien. Aunque también sabía que, como siempre, conseguiría que le
perdonara todo sin que sus travesuras acarrearan ninguna consecuencia, ni
siquiera la más ligera, en cuanto la mirase con sus ojitos castaño dorados de
abundantes pestañas y su boquita sonriente de dientes diminutos. Y estaría
completamente perdido en cuanto sus bracitos se cerraran en torno a su cuello y
se estrechara contra él profiriendo su risa infantil.
Nuevamente se
preguntó porque no podía ser tan encantadora con el resto del mundo como lo era
con él. Oh, Demonios. A sus treintaitrés años aún no se comprendía a sí mismo,
¿cómo comprender a una niña de seis? No estaba preparado para cuidar de nadie,
ni siquiera cuidaba de sí mismo la mayoría de las veces. ¿Y cómo saber cómo
criar a un niño cuando él mismo había tenido una infancia complicada y
totalmente fuera de lo común? No sabía nada de imposición ni de castigos, ni de
cuentos ni de consejos fraternales. Sólo sabía que la quería y que sería capaz
de todo por protegerla… Y que cualquier cosa que le hiciera feliz era correcta,
aunque no fuera así considerado por la sociedad. Y también comprendía que le
consentía mucho. Pero de alguna manera se disculpaba de ese modo con ella por
no poder ser un padre ejemplar. Él lo sabía. Perfectamente.
Se embadurnó las palmas de champú y se frotó
enérgicamente contra el cuero cabelludo. Ya estaba aclarándose cuando escuchó
el estruendo: una risa infantil entremezclada con gritos de mujer adulta.
Salió enseguida de la ducha, anudándose apresuradamente
una toalla blanca en torno a las caderas y corriendo hacia la puerta,
encharcando el suelo a su paso.
Ya se había preparado para lo que vería a continuación: a
Allison incordiando a su “invitada”. En aquellos momentos la niña empuñaba una
escoba como si fuera una lanza y la estrellaba contra la rubia, que trataba
inútilmente de minar el impacto resguardándose bajo las sábanas mientras
gritaba. Con cada sacudida de la escoba, ésta desprendía una fina capa de polvo
que espolvoreaba toda la habitación, en especial la cama.
—¡Allison! —la amonestó Connan, apresurándose a llegar a
su altura y arrebatándole el arma—. ¡¿Qué se supone que estás haciendo?!
Allison lo miró con irritación tras privarle de su objeto
de ataque desde su pequeña estatura. Compuso un ceño muy fruncido y sus labios
se apretaron mientras los brillantes rizos dorados se alborotaban en torno a su
redondeado rostro.
Su conquista bajo ligeramente las manos que había
mantenido encima de su cabeza, arrastrando hacia abajo la sábana en el
movimiento. Observó cuidadosamente antes de retirar la tela del todo. Después
clavó una mirada de asco en la niña y otra de indignación en Connan.
—Allison estarás castigada por esto —le aseguró a la niña
con crudeza—. No puedes tratar de ese modo a la gente.
La niña acentuó sus morros apretados.
—Solo trataba de devolverle su medio de transporte a la
bruja, para que se largara cuanto antes —refunfuñó Allison en respuesta.
Connan se llevó una mano a la cadera y trató de mirarla
con toda la escasa reprobación que fue posible reunir, ya que en el fondo de su
ser la risa burbujeaba por ser liberada. Y no tardó mucho en ganarle la batalla
y lucir unos labios que obedecieron al buen humor.
—¡Pero bueno! —chilló la rubia indignada.
Se levantó con ímpetu de la cama, enrollándose la sábana
alrededor de su bronceado cuerpo desnudo, y dio unos torpes pasos hasta llegar
donde Connan y poder taladrarle el pecho con un dedo acusador.
—Me traes a tu casa, me echas un polvo y luego por la
mañana viene esta asquerosa niña a maltratarme, ¡¿Y a ti te hace gracia?!
—barboteó fuera de sus cabales.
La expresión de Connan se ensombreció al escuchar sus
palabras. Sus ojos azules se aceraron y se oscurecieron hasta convertirse en
una mirada gélida y peligrosa.
—“Esa asquerosa niña” es mi hermana pequeña —tronó con el
rostro impasible pero los ojos llameantes de una furia que hizo retroceder a la
rubia—. Y me siento más inclinado a estarle agradecido que a reprenderla, pues
me ha ahorrado el trabajo de echarte —concluyó sin ninguna piedad.
La joven seguía indignada, aunque el miedo de lo que
había visto en sus ojos ganó terreno y la empujó a vestirse sin rechistar. Y lo
más rápido de lo que fue capaz, la mujer desapareció inmediatamente de su
lujoso ático.
Cuando se hubo ido, la niña lo miró expectante.
—¿Es verdad que no me vas a echar la bronca? —preguntó
con los ojitos brillantes de ilusión.
Connan fingió una expresión dura.
—Ya hablaremos de eso. ¿Y Marie?
La pequeña levantó el bracito señalando hacia la puerta
del dormitorio. Connan miró en esa dirección y descubrió a la nana de su
hermana. La mujer ya tenía sus años, y éstos se reflejaban en su rostro surcado
de arrugas, en sus ojos hundidos y pequeños, ayudados en su misión por las
enormes gafas de montura de pasta que descansaban en el puente de su nariz. Su
expresión se disculpaba por el episodio que había tenido lugar.
—Lo siento señor —murmuró Marie con la voz arrastrada
propia de la edad y la mirada baja—. Yo estaba preparándole la merienda y
Allison insistió en ayudarme. Yo le di la escoba para que barriera el salón… Lo
siento mucho. Supongo que ya debería estar acostumbrada a desconfiar de la
pequeña. Pero cuando la miro, veo la pureza de un angelito y me dejo engañar
—se excusó rebosando sinceridad.
Connan asintió, comprendiéndola perfectamente. Su hermana
era un diablillo con la apariencia de un ángel. Nadie sospecharía que hirviera
tanta travesura pueril bajo aquel cuerpecito de rizos dorados y ojos enormes y
brillantes.
—Puedes volver a lo que te ocupaba —le dijo Connan—. Pero
trata de estar más pendiente de ella la próxima vez.
La anciana niñera cabeceó afirmando y desapareció.
Connan, a pesar de saber las limitaciones de una persona
mayor la había elegido a ella porque a pesar de todo le pareció la más
adecuada. Ella ya había criado a un puñado de sus propios retoños, por lo
que tenía sobrada experiencia. Además, las ancianas tenían fama de ser dulces y
concesivas. Él lo sabía de primera mano. Una abuela vecina lo había criado a él
prácticamente y siempre fue buena y atenta con él. De algún modo había buscado
lo mismo para su hermana… Y además, que ella tuviera una avanzada edad hacía
imposible que pudiera encapricharse de él, como podría hacerlo cualquier
jovencita, y se distrajera en su empleo… Por no hablar de impostoras que no
soportaran a los niños y simplemente fueran aspirantes al puesto para estar
cerca de él… parecía egocéntrico, pero solo había que echar un vistazo a Connan
para comprender que eran pensamientos lógicos y realistas.
Y Connan no podía arriesgarse a que pudiera ocurrir algo
así. La educación y el cuidado de su hermana eran muy importantes para él.
Connan levantó un brazo para despeinar los rizos de su
hermana, que seguía parada frente a él, mirándole.
—¿Quieres hacer algo en lo que resta de tarde?
La pequeña asintió.
—¿Ir al parque, quizá? —aventuró Connan a propósito.
La pequeña compuso una exagerada y cómica expresión de
desagrado y sacudió enérgicamente su cabecita. Connan rió, pues era la
respuesta que había preconcebido en su mente.
—No quiero pasar la tarde con niños aburridos que solo
saben tragar sus meriendas y encontrar divertido deslizar el culo por toboganes
—resopló su hermanita, incrementando sus ganas de reír.
Connan se agachó para alcanzar la estatura de su
hermanita y le miró con una sonrisa cómplice.
—¿Y qué te parecería salir a dar una vuelta en moto con
tu hermano y después vamos a que retraten tu belleza a Montmartre?
La pequeña saltó entusiasmada por el plan, valiéndose de
los hombros de su hermano como puntos de apoyo para brincar y chillar.
—Aunque prefiero ir a tomar un chocolate en las terrazas
de Montmartre —repuso pensativa la niña—. No creo que nadie supiera captar mi
belleza —añadió arrogante.
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