Subió los tres escalones que daban al pequeño porche, que
se elevaba ligeramente sobre la tierra. En armonía con la casa, éste era de
madera, y se extendía a lo largo de toda la fachada frontal del caserón. Sus
ojos se detuvieron sobre el avejentado balancín que ocupaba su puesto en el extremo
izquierdo y que se mecía suavemente al soplo del viento. En los amplios
espacios entre los barrotes que formaban el balcón que rodeaba toda la
periferia de la tarima del porche descansaban macetas de las que brotaban
vívidas flores rojas.
Jane echó a un
lado la cortinilla de cuentas de colores que pendía del marco superior de la
puerta principal, y con la otra mano se disponía a tocar. Pero nada más posar
los nudillos sobre la sólida superficie, descubrió que habían dejado la puerta
entrecerrada cuando ésta retrocedió unos centímetros bajo el suave impulso. Sin
duda, Jefferson se había encargado de informar a su mujer de la inesperada
visita.
—Hola —saludó
Jane en voz alta dando un paso hacia el interior.
No tardó en
correr a recibirla una exultante Brenda. Una brillante alegría tomó posesión de
su expresión en cuanto vio a su hija frente
a ella. A pesar de estar a contraluz, su madre reconoció inmediatamente su
silueta y no esperó para cobijarla en un cálido y sincero abrazo.
Jane cerró los
ojos disfrutando del contacto. Sus brazos también se enlazaron con cariño en
torno al cuerpo de su madre.
Se separaron lo
suficiente para mirarse con ojos brillantes y sonreírse, y después su madre,
tan cariñosa ella, la volvió a abrazar.
—Mi pequeña Jane… —susurró su madre apretándola contra
ella—. ¡Me ha encantado la sorpresa! No nos dijiste que vendrías… ¿O ya se me
va la cabeza?
Jane sonrió ampliamente. Y disfrutó de aquel abrazo en
silencio un rato más. Inspiró hondo y adivino un olor a croquetas en su madre.
La idea de que le aguardaran croquetas de su madre provocó que su estómago se
entusiasmara y emitiera ruiditos de anticipado júbilo.
—¡Oh, cariño! ¿Estás hambrienta? —exclamó su madre
separándose para mirarla. Una sonrisa alegre apareció en su rostro.— ¡Gracias a
Dios, hoy se me ocurrió hacer croquetas! Siguen gustándote tanto como antes,
¿verdad?
Jane rió.
—Sí. De hecho, mi estómago ha rugido de impaciencia por
probarlas.
De pronto su madre se giró hacia el vano del vestíbulo
que daba acceso al resto de la casa y gritó con palpable emoción:
—¡Jeffry! ¡Ya está aquí nuestra Jane!
La voz de su padre sonó sofocada por las sólidas paredes
que tuvieron que atravesar hasta llegar donde ellas:
—Te dije que vendría de un momento a otro.
Brenda sonrió a su hija y le estampó un rápido beso en la
mejilla.
—Tu padre está en el comedor. Ha tenido que sentarse
porque le duele la pierna —Jane no se molestó en señalar que ya lo sabía—. Ve a
sentarte junto a él y ahora comemos todos juntos. Le falta muy poco a la
comida.
—Te ayudo —dijo Jane, siguiendo a su madre, que ya
atravesaba el vestíbulo en dirección a la cocina.
Su madre se detuvo un momento y la miró.
—No, Jane. No necesito tu ayuda. Llegas tarde para eso
—le contestó su madre alegre—. Ve al comedor con tu padre —le ordenó—. A ver si
logras aplacar sus agrios humos de niño emberrinchado —añadió después
maliciosamente en un tono bajo, de modo que quedara entre ellas.
Ambas se rieron, y Brenda retomó sus andares, dejando a
Jane sola en el vestíbulo. Su sonrisa se fue apagando lentamente y sus
pensamientos se tornaron cada vez más tristes. La ilusión que les causaba su
visita era tangible, y la llenaba de remordimientos la simple idea de tener que
apenarlos con la noticia de su partida. Decidió atrasar el momento lo máximo
posible y no ensombrecer aquel día que auguraba transcurrir tan encantador en
compañía de sus padres. Ya habría tiempo para dramas más tarde…
Jane rememoró la radiante imagen de su madre de hacia
unos momentos, dispuesta a apresurarse en complacerla con sus croquetas y puede
que también a extender por todo el pueblo y acompañada de un gong la noticia
del regreso de su hija al nido. Al pensar en su madre, Jane deseó poder
parecerse más a ella. Su madre parecía tan increíblemente exultante con
detalles tan simples. No solo se conformaba con las cosas más sencillas que le
brindaba la vida, sino que las acogía con gratitud y satisfacción. Con solo ver
a su hija el sol ya había salido directamente desde el cabecero de su cama,
como si se hubiera afanado especialmente en iluminarla a ella. Jane suspiró.
Sabía perfectamente que era una inconformista. Que sus expectativas
sobrepasaban en altura al Himalaya. Y
sabía perfectamente que aquella actitud solo podía conducirla a la infelicidad
más absoluta. Pero esa parte de sí misma era inconsciente. Era parte de su
alma. Un algo indomable que no obedecía a su parte razonable y que siempre
estaba presto para soñar más alto, para ambicionar más trecho de cielo.
El frescor primaveral que notó a su espalda le recordó
que la puerta de la entrada seguía abierta, por lo que la empujó con todo su
cuerpo para cerrarla y quedó apoyada contra ella. Sus ojos se pasearon por el
vestíbulo, advirtiendo que todo seguía igual.
Sonrió. Aquella casa siempre era un oasis de
tranquilidad. Por mucho que el mundo mutara a vertiginosa velocidad, su casa
siempre seguía tan encantadora, tan familiar y tan cálida como la recordaba.
Era una suerte tener un lugar así en el mundo. Un lugar al que volver y
encontrarte con una parte de ti misma perteneciente al pasado. Con aquella niña
que nunca nos abandona, pero que en algunos lugares se hace más audible que en
otros. Y en aquella casa, casi podía escuchar su estridente grito infantil.
El enorme marco que pendía de la pared de enfrente captó
su atención, como siempre lo hacía. Era grande y absolutamente dorado, y en él
estaban grabadas flores que se unían mediante tallos serpenteantes que
bordeaban la foto que representaba a la familia Cassidy. Allí estaba su madre,
con su cabello castaño y corto perfectamente peinado a un lado, con sus
vistosos pendientes dorados colgando de sus orejas, con su radiante sonrisa, su
chaqueta rosa de cachemir y su falda larga. Y en sus brazos tiernamente acomodada
la pequeña Jane, con su mono lavanda y sus diminutos puñitos dentro de su
boquita babeante. Y al lado de ellas su padre, Jeffry, con su fuerte brazo
rodeando los hombros de su mujer en un gesto de amor y en sus ojos negros
brillando la satisfacción. Su torso vuelto hacia sus dos tesoros, vestido con
vaqueros y un sencillo polo rojo.
Debajo del cuadro yacía una cómoda de madera de cerezo,
cuyas cuatro patas se ondulaban hacía dentro y sus extremidades terminaban en
espiral. Sobre ella yacía un jarrón de porcelana adornado con una serie de
flores azules que circundaban el extremo superior y del que brotaban flores que
se habían secado hacía ya tiempo. Jane se aproximo a la mesita y metió en el
recipiente la flor que había recogido antes a su llegada, salpicando de vida el
recibidor con la tonalidad roja de sus pétalos. Alrededor del jarrón estaban
dispersos varias figuritas de barro pintadas: Una vaquita, un tigre, un
girasol, una llave de las que usaban los mecánicos y una tarta. Jane sonrió
mientras dulces recuerdos golpeaban en su mente. Todas aquellas figuritas
habían sido hechas por ella. De niña, cuando el invierno era tan frío que salir
a jugar a la calle no era una opción, solía moldear barro a la luz de la
chimenea del salón y después pasaba horas pintando las figuritas. Había
regalado unas cuantas a Heather, a sus tíos y abuelos, y también a algunos de los
niños de la guardería de su madre cuando ésta se lo encargaba.
Sus manos sujetaron la llave. Había regalado esa pieza a
su padre unas navidades. Su padre era mecánico. De hecho, poseía el único
taller del pueblo. Por ello, tenía mucha demanda y por consiguiente, aparte de
haber amasado una considerable fortuna, también le absorbía mucho tiempo. En
estas circunstancias, Jane había tenido una lujosa infancia pero no había
pasado con su padre tanto tiempo como le habría gustado. Y por ello, sabía que
su padre la quería, pero como no se veían demasiado, Jane se sentía impulsada a
ganarse el aprecio de su padre mediante gestos, y por ello solía tener muchos
detalles con él, como aquella llave. Su madre le había explicado desde niña que
su padre la quería mucho, y que si no pasaba mucho tiempo en casa era por su
responsabilidad con su trabajo, no porque ella fuera una niña insoportable. Y
Jane le creía, y de hecho había tenido pruebas irrefutables de ello, como la
ocasión en la que le regaló a Mr. Scrooge
o en la que intercedió para salvar a Franzy
para ella. Era solo que de alguna manera quería demostrarle que ella le
correspondía con la misma intensidad a su amor, ya que no solía estar allí para
contemplar lo mucho que lo amaba. Quería tener gestos con él, tal y como él los
tenía continuamente con ella.
Aunque realmente nunca había entendido del todo a su
padre. No hasta hacía poco.
Su padre se había abierto camino a base de arduo trabajo
en aquel pueblecito rural. Jeffry siempre había odiado las ciudades grandes y
ruidosas y estaba decidido a establecerse en un pueblo agradable y tranquilo
donde pasar el resto de su vida. Pero consiguió más de lo había soñado.
Las pronunciadas praderas, los frondosos árboles, los
abundantes bosques, los cantarines riachuelos y las majestuosas montañas que
rodeaban aquel pueblo lo cautivaron. Lo enamoraron. Y sin lugar a dudas supo dónde estaba su lugar.
Así que, alquiló un apartamento barato y empezó a
trabajar en el taller del pueblo. El dueño se llamaba Jeremy Alder, y ya era
muy mayor, pero a pesar de ello seguía paseándose por su negocio, supervisando
el trabajo de sus empleados y dando consejos para mejorar arreglos,
reparaciones y recambios. Junto con Jeffry, eran cuatro en total los
trabajadores del taller. Y, a pesar de que Jeffry había llegado el último, no
tardó en ser el favorito de Alder. Y es que Jeffry era joven, fuerte, enérgico,
aplicado y entregado, y hacía el trabajo de dos hombres por lo menos. Además,
tenía un don especial para la mecánica y a Jeremy, que todo lo veía, esto no le
pasó desapercibido. Y, como era un trabajo de hombres y Jeremy no tenía herederos
varones para el negocio, no estaba dispuesto a arriesgarse a que su preciado
taller cayera en manos del que fuera marido de alguna de sus dos hijas. Así
que, ya había pensado en legar a Jeffry el taller con la condición de pasar un considerable
porcentaje de sus ganancias a sus queridas hijas.
Aunque nadie imaginó que las cosas se simplificarían de
tal modo que Jeffry y Brenda, una de las hijas de Alder, terminarían
enamorándose y casándose. De tal modo, el negocio siguió siendo un tesoro de la
familia Alder. Y entonces, resolvieron que la hermana de Brenda, Julie,
heredara la fortuna de la familia y ellos vivirían de lo que obtuvieran del
negocio.
Jeffry puso tanto empeño en el taller como cuando era un
simple empleado, tal y como había esperado Jeremy Alder. Y como siempre, la
colaboración y sabiduría de Jeffry eran de suma importancia. Y, a pesar de que
los años iban pasando, Jeffry nunca tuvo intención de abandonar su trabajo, ni
siquiera cuando el negocio era tan próspero que podía permitirse pagar un par
de empleados que sustituyeran su trabajo.
En ese entonces Jane no entendía porque su padre no
dejaba en manos de otros gran parte de su responsabilidad y pasaba más tiempo
con su familia, y en momentos en los que la insolencia se adueñaba de su
lengua, le había gritado hasta reventar que lo que quería era deshacerse de la
molesta obligación de soportar a su familia. Por supuesto, aquella actitud
agria y contestataria le había valido más de un bofetón.
Después de apropiarse del negocio, Jeffry fue ahorrando
parte de las ganancias obtenidas para contratar obreros que edificaran su
actual casa de madera brillante en lo alto de una calma loma, dónde viviría
allí con su amada Brenda y a la cual llamó Oasis.
Él decía que todo el mundo debería tener un refugio en el mundo, una tregua con
la muchas veces aplastante realidad, y que esa casa era la suya siempre y
cuando sus dos tesoros, su mujer y su hija, vivieran allí con él.
Jane suspiró, devolviendo la llave a su lugar
sobre la mesita, comprendiendo al fin a su padre. Él era un hombre moldeado por
el trabajo duro, y no conocía otro tipo de vida. Necesitaba sentirse útil.
Necesitaba saber que el dinero que poseía era resultado de un trabajo honrado y
entregado. Y por supuesto, no podía descuidar el taller bajo ninguna
circunstancia. No podía decepcionar a Jeremy Alder, allí donde estuviera, y
hacer que se arrepintiera de haber confiado su preciado negocio a un joven
aprendiz enamorado de las montañas.
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