Abandonando el pasado, Jane atravesó la oquedad
rectangular del vestíbulo y se vio en medio de un estrecho pero largo pasillo
que desembocaba en una angosta escalera recta que llevaba al segundo y último
piso. La escalera era sencilla, y peligrosa también, puesto que no contaba con
pasamanos y estaba formada únicamente por peldaños, careciendo absolutamente de
contrahuellas. Recordó con una sonrisa que de niña tenía prohibido subir o
bajar si no era en brazos de sus padres.
Las paredes del pasillo tenían una puerta a cada lado,
paralelas entre sí. La de su izquierda daba al amplio salón, capaz de acoger a
una veintena de personas con sus grandes dimensiones. Y la de la derecha la
conducía al comedor, que a su vez permitía el acceso a la cocina.
La puerta estaba abierta, y por ello salían al pasillo la
voz de su padre y los sonidos infantiles de un bebé. Jane se asomó para
descubrir a su padre sentado a la amplía mesa ya puesta. Descansando en una
cómoda silla de estructura de madera, alargaba sus brazos para jugar con una
pequeña niña sentada a sus píes. La pequeña no tendría mucho más de un año, y
balanceaba su manita en dirección a su padre, riendo con un alegre gorgoteo
infantil, mientras con su otra manita apretujaba posesivamente su muñeca de
trapo.
—¿Tengo una hermanita? —preguntó Jane con un deje de
mofa, entrando en la estancia.
—Es una de las niñas a las que cuida tu madre en la
guardería —explicó Jefferson.
Jane puso los ojos en blanco mientras se sentaba al lado
de su padre en una silla idéntica.
—Veo que mamá sigue llevándose el trabajo a casa.
Su madre penetró en el comedor en ese mismo momento, a
tiempo de escuchar el comentario de su hija. El comedor y la cocina estaban
únicamente separados por una delgada pared en cuyo extremo izquierdo un amplio vano rectangular sin puerta conectaba las dos estancias.
—Oh, no puede considerarse trabajo cuidar de estos
angelitos —se defendió su madre dejando sobre la mesa la fuente de filetes
empanados y de croquetas que llevaba—. Solo queda traer la ensalada y el sopero.
Antes de que Jane hubiera podido levantarse para hacerlo,
su madre ya había ido y vuelto de la cocina y había dejado ambos alimentos en
la mesa.
—Pues yo los encuentro aburridos e insoportables
—refunfuñó Jane mientras contemplaba a su madre coger a la pequeña en brazos y
se sentaba frente a ella a la mesa, colocando a la bebé amorosamente en su regazo.
—Ponme un poco de agua en el vaso, querido —pidió Brenda a
su marido, y este acató inmediatamente su deseo.
—En serio —insistió Jane—, ¿no te aburres de estar
rodeado de mocosos bebés en el trabajo y fuera de él?
Su madre se tomó un tiempo para contestar, el cual empleó
en dar un sorbito de agua de su propio vaso al bebé.
Jane observó fijamente a la pequeña. Era realmente una
criatura hermosa. Su rostro era rubicundo y redondito, convenientemente
mofletudo para su edad, y acogía unos ojos azules como el cielo veraniego más
limpio que la miraban fijamente, sonrientes. Su nariz era diminuta y redonda,
con unos orificios pequeñísimos. Su boquita era rosita, de labios finos, y en
aquellos momentos la tenía entreabierta, degustando el agua que su madre le
daba con delicadeza. Observó sus pequeñas encías, apenas adornadas por unos
diminutos dientes: algunos ya habían terminado de formarse, otros estaban en
proceso, y unos pocos solo se asomaban tímidamente. Las finas hebras de su
cabello eran doradas y se adivinaban sedosas. En aquellos momentos, sus regordetes
bracitos, que salían de las mangas de un sencillo vestido rosa con estampados
de flores, agitaban el aire como si quisieran ser las alas de un pájaro para
echarse a volar.
Pero Jane no era de esas personas que se derretían ante
la visión de un bebé y se rendían a la ternura que les suscitaba. Jane
contemplaba a los niños con fría practicidad, admitiendo sus bonitos rasgos,
del mismo modo que admitiera la elegancia de un jarrón. Los niños, en ninguna de
sus etapas, jamás le suscitaban ningún tipo de emoción. Jamás la incitaban a
hacer carantoñas estúpidas ni a perder el tiempo jugando con ellos. A Jane no
le atraían en absoluto los niños. De hecho, los rehuía. Casi, incluso, le
producían alergia.
Ah, qué diferentes eran ella y su madre.
Su madre, lo contrario de ella, adoraba a los niños. De
hecho, trabajaba en una guardería del pueblo. Y llevaba en ese empleo
prácticamente toda su vida adulta. Y Jane sospechaba que jamás se jubilaría. Le
gustaba demasiado su trabajo como para considerarlo un quehacer. Le gustaba
tanto que, no habían sido una y si millones, las veces en que Jane había visto
invadida su casa por babosos enanos.
Su madre por fin la miró.
—¡Qué si me aburro! —exclamó Brenda, contestándola, en un
tono entre sorprendido e incrédulo—. Lo normal es derretirse ante la visión de
encantadores bebés como este —contestó, llamando rara a Jane de algún modo.
—¿De quién es el monstruito? —preguntó Jane con cierta
brusquedad.
Observó a su madre mientras le ponía caras a la niña, más
pendiente de dar de comer a la pequeña la papilla que le había calentado
amorosamente que de su propia alimentación.
—Es de la señora Rosings.
<<¿Y está aquí porque no la soporta ni su propia
madre, verdad?>> quería haber contestado Jane, pero se mordió la lengua a
tiempo. En el fondo no le apetecía ser borde con sus padres. No en esa especie
de último día.
Intentando limar la aspereza con la que se había
comportando en los últimos minutos, trató de mostrar verdadero interés por la
niña, logrando así simpatizar nuevamente con su madre.
—¿Cómo se llama?
—La han llamado Adele. ¡¿No es precioso?! De algún modo
le combina bien con sus dulces y angelicales rasgos. Ojalá se nos hubiera
ocurrido a tu padre y a mí ponerte un nombre de esa índole.
Jane reprimió un gemido horrorizado. En cambio:
—Por supuesto.
La conversación siguió un buen rato en torno a Adele y
las demás niñas de la guardería. Al principio, Jane tuvo que esforzarse por
mostrar verdadero interés y ser capaz de hacer preguntas que profundizaran la
conversación (y la tortura que experimentaba con ella). Pero al final, al ver
la expresión entusiasmada de su madre y al descubrir la sincera felicidad que
le reportaba la conversación y el supuesto interés de su hija, Jane se
descubrió disfrutando realmente. Y es que, cuando una persona que te importa es
feliz, consigues ser feliz por ella.
La comida transcurrió con otros temas de
conversación, todos agradablemente triviales o profundos, pero ninguno
encaminado hacia temas tristes. Por lo que Jane no encontró en ese periodo el
momento apropiado para notificar a sus padres de su inminente partida. Aunque
lo pensó mejor: ¿realmente había momentos idóneos para las malas noticias? Jane
sabía la respuesta. Así que, puesto que no los había, podía elegirlos ella. Y
por el momento no quería destrozar el ambiente cálido y alegre que habían
fraguado entre todos.
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