Había algo en ese barrio que le encantaba. Siempre había
sido un barrio mágico, aunque desde luego ahora era un pálido reflejo de lo que
fuera en el pasado. Antaño había sido un punto de encuentro para artistas de todos
los orígenes. Todo artista había sabido de Montmartre y de las maravillas
bohemias que allí se respiraban. Escritores, músicos, pintores, liberales.
Todos ellos habían tenido a Montmartre como centro del mundo. En las terrazas
de aquellos cafés se habían reunido para soñar con un futuro utópico que ensalzaba
la belleza, la verdad, la libertad y el amor. Todos ellos habían sido esclavos
del romance, de los sueños, algunos más realistas que otros, pero todos
fantasiosos. Y en aquellas calles habían respirado la inspiración que
trasladaran a sus obras, convencidos de que su arte podría cambiar un mundo que
ellos consideraban mezquino y opaco. Seguros de que sus obras penetrarían en
los fríos corazones y traducirían la frívola mirada en una soñadora, la
ambición en generosidad, el poder en libertad y el odio en amor.
Muchos pintores en su mayoría impresionistas habían
tenido allí su residencia haya por el siglo XIX. Ah, no podía ni imaginarse la
magia que desprendería aquel lugar, con todos aquellos artistas retratando el
mundo desde su subjetivismo magnífico.
Connan se distrajo mirando los edificios más altos. La
mayoría de las fachadas eran de un desvaído gris, sus muros lucían viejos y cansados,
pero encantadores. La antigua magia que desprendían sus paredes lo
cautivaban. Sus tejados rectos de pizarra negra azulada, desde donde emergían los
ventanales abalaustrados de los áticos de los hogares y sobre el que
descansaban numerosas chimeneas cilíndricas grisáceas. Las pequeñas y numerosas
ventanas pequeñas y rectangulares con sus contraventanas azules de surcos
transversales y sus llamativas flores dispuestas en macetas en los alfeizares. Todo
aquel encanto sencillo, añejo y señorial lo maravillaban. Y hacía que se
sintiera rodeado de algo tan inmenso… Por supuesto, no tenía que ver tanto el
aspecto de las simpáticas casas como la posibilidad de que en el desván de
alguno de aquellos pisos pudiera haber estado alguna vez un gran pintor, como
Edgar Degas o Van Gogh, respirando trementina y moviendo un pincel impregnado
en óleo sobre un cuadro que se convertiría en una joya artística de valor
incalculable.
Montmartre estaba orientado al norte de la ciudad y era
una colina cuyo punto máximo alcanzaba los 130 metros de altura. Por ello, las
calles estaban en cuesta. En lo más alto estaba la basílica del Sagrado
Corazón, una hermosa construcción de piedra blanca que recordaba al palacio de Aladdín con sus cuatro cúpulas acabadas
en pico. Desde allí podía observarse la ciudad de París, y de noche las luces
de la cuidad parecían luciérnagas parpadeantes. Para acceder a ella existía un
funicular que te ahorraba subir las incontables escaleras que también podías
optar para poder deambular por lo alto de la colina.
Connan aparcó su Harley
Davidson en la acera, al píe de un gran edificio cuyas paredes estaban
pintadas de un color brillante. Contra las ventanas de cristaleras enormes
colgaban dibujos rectangulares abstractos pintados con colores llamativos.
Connan supuso que sería una escuela de pintura.
Se sacó el casco de la cabeza y su melena dorada comenzó
a revolotear al son del viento. Era primavera, aunque el temporal era engañoso.
Los vestigios del invierno aún se notaban en el frío viento. Por ello, Connan
aún no se había despedido del todo de la ropa de abrigo.
Alzó las manos para bajar a su hermana al suelo y también
la liberó del casco. Juntos caminaron bajo los altos y bellos edificios de
Montmartre hasta encontrar una cafetería aceptablemente atestada. Eludieron las
calles más principales, pues eran lugares con más probabilidad de estar
abarrotados de turistas y aquello era demasiado para el agobio al que Connan
estaba dispuesto a ser sometido.
El local que eligieron para merendar estaba lleno, aunque
por lo menos era gente del día a día abstraída en sus propios asuntos. No le
incordiarían. A pesar de ser famoso, en aquella zona podía estar medianamente
tranquilo. No era una zona glamourosa, por lo que no sería atosigado por la
presión de la prensa y demás medios de comunicación, que en los últimos días
había reforzado su grado de molestia en calidad del escuadrón de famosos que
llegarían de un día para otro a la ciudad. Y todos ambicionaban una exclusiva
que les concediera cierto prestigio en su profesión. La razón de tanto alboroto
era una cena que se tenía prevista en la Torre Eiffel al día siguiente con
motivo de celebrar el éxito de su última película. Allí estarían sus compañeros
de reparto y los productores y directores. Así que, ante semejante exclusiva,
la prensa de París vigilaba las calles con extraordinaria atención.
Pero en aquel lugar como mucho se le acercaría gente
corriente con una actitud comedida que podría aceptar. Elegía lugares
tranquilos por él, pero más que nada por su hermana. No quería que el peso de
la fama cayera también sobre ella. Su intención era que su hermana tuviera una
infancia feliz y anónima para el resto del mundo. Tranquila salvo por los
torbellinos que ella misma creaba.
Acomodó a su hermana en la única silla que había en
rededor a una pequeña y redonda mesa de pie central, apostada en una de las
esquinas de la estrecha terraza cubierta por un toldo rojizo. Contradiciendo a
la estación y a la temperatura que le correspondía, había varias estufas
cilíndricas de hierro alimentadas por un vivo fuego que mantenían en un cálido
ambiente aquel pedazo de calle que correspondía a la terraza. Los hornillos
eran en realidad la base de unas lámparas de luz ambarina que en aquellos
momentos envolvían con su halo el lugar, iluminando la oscuridad creciente
propia de las últimas horas de la tarde.
Connan escudriñó el perímetro con la mirada, en busca de
una silla bacante para poder sentarse. Peinó con la vista las distintas mesas y
sus alrededores, todas ocupadas por comensales inmersos en alegres
conversaciones. Todas menos una. Divisó en el otro extremo de la reducida
terraza a una joven que tecleaba enérgicamente en un ordenador portátil. Frente
a ella descansaba una silla vacía que no parecía tener dueño.
Connan se condujo allí con decisión.
—Hola, nena —comenzó a decir cuando quedó frente a ella.
La joven no dio signos de haberlo oído. No levantó la vista ni se sobresaltó
por su presencia, cosa que le extrañó mucho ya que daba la impresión de estar
totalmente absorta en lo que escribía. En cambio, no dejo de teclear ni un
instante.
—Hola —repitió.
En aquella ocasión la joven sí lo miró. Y Connan contuvo
el aliento cuando cruzó su mirada con la de aquellos ojos violáceos enmarcados
por espesas y curvadas pestañas oscuras. Nunca había visto unos ojos iguales.
Eran hermosos, enormes, resplandecientes. Sagaces e inteligentes, soñadores y penetrantes.
Connan jamás había sentido el magnetismo que sentía en aquellos momentos.
—Te he escuchado la primera vez —farfulló ella malhumorada,
devolviendo sus fascinantes ojos a la pantalla de su ordenador.
Connan parpadeó sorprendido. Esa no era una reacción normal
en una persona corriente. Y desde luego, esa no era la reacción normal de una
mujer que se hallara en su presencia. Normalmente las mujeres se ruborizaban,
después tartamudeaban incoherencias mientras pestañeaban coquetamente, soñando
con que él se fijara en ellas… Pero a la desconocida de ojos mágicos que
tenía frente a él parecía importarle un rábano él y su deslumbrante belleza.
Connan carraspeó, pero eso no logró que la joven mirara
nuevamente hacia él.
—Es evidente que te molesto pero…
Ella le clavó una mirada que podría haberle perforado
dejándole una herida mortal.
—…Pero necesitas una prueba más concluyente, ¿no es así?
Pues te aseguro que no querrías que te mandara a tomar viento de manera más
precisa —masculló con el mismo humor agrio del que hiciera alarde en sus
palabras anteriores.
Connan soltó una sincera carcajada.
Ella en vez de dejar nuevamente a sus dedos revolotear
sin control sobre las teclas, levantó las manos y se agarró las sienes,
luciendo una expresión cansada y frustrada.
Connan intrigado y a la vez fascinado por lo novedoso de
que una mujer pareciera totalmente indiferente a sus encantos, y de que además
pudiera llegar a divertirlo de tal modo, puso a prueba la paciencia de la joven
tomando asiento frente a ella.
—¿Va todo bien?
La joven frunció el ceño, mirándolo. Connan estudió su
rostro bajo la tenue iluminación del local. No era el tipo de chica que le
habría hecho volverse para mirarla por detrás de habérsela cruzado por la
calle. Y no porque no fuera guapa, que lo era. Tenía una belleza sencilla y
diferente. Sus rasgos eran suaves. Tenía una nariz pequeña y bonita en harmonía
con sus facciones y unos labios gruesos y pronunciados. Aunque sin duda lo más
fascinante eran sus ojos. Esa pareja de amatistas, ese par de océanos violetas
que escondían misterios que lo intrigaban. No usaba maquillaje como todas las
chicas que él frecuentaba. Hasta en eso era diferente. Su piel era pálida y
perfecta. Tenía una tez bella e impecable. Su cabello era oscuro, en aquel
momento recogido en una cola de caballo ajustada en lo alto de la cabeza.
Adivinó que era ondulado gracias al travieso mechón que se había escapado del
recogido y que acariciaba su lozana mejilla. Tenía una belleza sencilla y a la
vez compleja.
—¿Se puede saber por qué además de seguir aquí te
acomodas? —preguntó con acritud.
Connan empezó a acostumbrarse a la descortesía de la
joven. Y lo que es más, a disfrutar de
ella.
—Me resultas divertida —confesó él con una de sus mejores
sonrisas que no consiguió camelar ni un ápice a la joven, decidida a mostrarse
incorregiblemente gruñona.
—Pues yo solo puedo sentir frustración hacia ti.
Connan rió.
—¿Sabes quién soy? —preguntó Connan entonces con mirada
risueña y con unos labios que de pronto eran naturalmente propensos a sonreír.
—¿Aparte del chico decidido a amargarme lo que queda de
tarde? —preguntó ella.
Aquello hizo que Connan volviera a reír. La joven
pestañeó incrédula, seguramente preguntándose cómo alguien podía estar
divirtiéndose ante las pullas de una completa desconocida.
—Empiezo a pensar que la única manera de deshacerme de ti
es mostrarme amable, ¿estoy en lo cierto? —preguntó ella cuando él por fin dejó
de reír.
Aquel comentario le arrancó una sonrisa radiante de
dientes blancos y perfectos.
—Es tu teoría —dijo él con una mirada risueña—, tienes
que encargarte tú de verificarla.
La joven lo miró con asombro.
—¿Me estás retando a ser amable contigo?
—Eso parece —dijo él sonriente.
—Me parece que es imposible, señor Incordio —concluyó
ella sacudiendo la cabeza—. Lo último que me suscitas es amabilidad. Tendría
que esforzarme mucho, y estoy agotada por hoy.
Tras dedicarle una sonrisa deslumbrante que ella no
correspondió, Connan se levantó de la silla y se paró tras ella, descansando
sus manos en el respaldo y mirándola fijamente.
—Muy bien. Que sea otro día —dijo él—. Por lo
pronto me llevo esta silla —finalizó cargando la silla de vuelta a la mesa que
había escogido inicialmente y donde aguardaba una casi aburrida Allison. Antes
de regalarle su completa atención a su hermana, Connan echó una última mirada
atrás para descubrir a la joven mirándole con el ceño fruncido, pasmada por su
previo diálogo. Hum. Tal vez la joven no fuera tan indiferente a él después de
todo. Estaba claro que le daría en qué pensar… Y por raro que fuera, sospechaba
que a él también.
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