Sonó “If you
can’t rock me” de The Rolling Stones.
O
más bien montó un estruendo insoportable que le perforó hasta el mismísimo
cerebro.
Debatiéndose entre la consciencia y la inconsciencia,
Connan palpó a ciegas la mesilla de noche que tenía a su izquierda en busca del
infernal aparato que no dejaba de sonar. Finalmente Los Rolling ganaron la batalla y derrotaron al sueño. Con un malhumorado
juramento, se incorporó sobre un codo y echó una enfurecida mirada hacia la
mesilla, donde la pantalla de su móvil parpadeaba. Alargo una mano para hacerse
con el armatoste y descubrió que lo llamaba Timmy Steve, su manager.
—Maldito seas, Timmy —gruñó Connan respondiendo a la
llamada—. Ya me sentía como si me patearan el cerebro sin necesidad de tu
colaboración.
—No te sentirías así si bebieras menos —observó Timmy
desde el otro lado de la línea con tono jovial. Timmy era así. Era de una
naturaleza alegre y risueña que engañaba a la gente. La mayoría lo juzgaban mal
y cometían el gravísimo error de infravalorar su capacidad para ocuparse de un
cargo tan responsable. Pero debajo de todas esas capas de simpatía natural y
jovialidad bromista, Timmy era un joven inteligente y emprendedor que luchaba a
muerte por los intereses de su protegido.
Connan resopló ante sus palabras.
—Si quisiera un consejo terapéutico tú serías el último
al que acudiría —se burló—. Y bien, supongo que me habrás llamado para algo más
que para probar suerte en una nueva ocupación.
Timmy rió.
—No debería considerarse despertarte a las cinco de la
tarde.
Connan frunció el ceño.
—¿Las cinco, dices?
En aquel momento sintió un movimiento a su lado. Giró la
cabeza para descubrir una presencia femenina en la cama junto a él. Connan
acentuó su ceño fruncido mientras observaba a la rubia desperezarse mientras se
restregaba contra él y abría los ojos. La mujer le dedicó una sonrisa radiante
que él no se molestó en corresponder.
—Supongo que llego tarde para interpretar mi papel de
hermano mayor responsable —dijo él, centrándose nuevamente en la conversación
de Timmy.
—Tal vez, pero no llegas tarde para escuchar un posible
contrato que estoy sopesando. ¿Quieres que te ponga al día?
—Ahora mismo no. En estos momentos la horrible resaca que
llevo me empujaría a aceptar interpretar a la mismísima Helena de Troya con tal
de que el mundo me dejara en paz.
Timmy volvió a reír.
—Muy bien, te llamaré más tarde para concertar una
reunión y lo hablamos. Pero que sepas que no considero mi llamada en vano: por
lo menos he logrado fastidiarte.
—Tú sigue por ese camino y pasarás de ser mi flamante manager
a mi simplón despertador personal —refunfuñó Connan, llevándose una mano a la
cabeza cuando sintió un pálpito de dolor.
Timmy colgó tras reírse una última vez.
—¿Era tu manager? —preguntó entonces la joven que tenía
al lado, en un tono coqueto.
Connan se sorprendió al escucharla. Se había olvidado
completamente de ella.
Asintió en respuesta y bajó la vista para mirarla. Como
todas sus conquistas, era una chica despampanante. Era rubia y de piel
bronceada, muy probablemente fruto de una intensiva sesión de rayos uva. Tenía
los ojos claros, a cuyas pestañas se adhería la máscara que se habría puesto la
noche anterior. La joven se alzó sobre el colchón para apegarse más a él, que
yacía sentado en la cama, su espalda recostada contra el cabezal.
—Anoche lo pasé muy bien —dijo ella en un murmullo
sensual mientras su boca se acercaba a la suya.
Él no contestó, pero se quedó inmóvil mientras ella lo
acariciaba con los labios. Lo cierto es que no se acordaba de lo que había
ocurrido. Sabía que se había acostado con ella, de no ser así no estarían los
dos desnudos en su cama. Pero no recordaba dónde la había conocido, ni de qué
forma y aún menos cómo se llamaba ella. Pero un “preciosa” era universalmente
válido para todas, así que no era ningún problema.
La rubia invadió su boca abriéndose paso con la lengua, y
él se dejó hacer. Pero cuando sintió la mano de la joven deslizándose sobre su
musculoso abdomen en dirección a su entrepierna, paralizó su avance agarrándola
firmemente por la muñeca. Se separó de ella y retiró las sábanas a un lado,
sentándose un momento en el borde del colchón, con los pies descansando sobre el brillante parqué de madera.
Se levantó con intención de darse una ducha en su baño
particular, y al volverse un momento para verificar que realmente eran las
cinco de la tarde en el reloj de la mesilla, descubrió que la joven permanecía
en la cama con expresión interrogante y desilusionada.
Connan se aproximó a ella y le alzó el mentón con una de
sus esbeltas y bronceadas manos.
—Francamente tengo cosas que hacer —le dijo mirándola—.
Ojalá pudiera pasarme el día fornicando, el Diablo sabe que poca cosa hay que
me guste más. Sin embargo —añadió irónico—, eso no me va a dar de comer, aunque
sí hambre.
Connan reanudó los pasos hacia la puerta situada en la
pared de enfrente de la cama, que llevaba a su baño personal.
—Yo me voy a duchar ahora, tengo cierta prisa. Si quieres
puedes ducharte tú después —comunicó sin volver la vista, cruzando desnudo el
umbral de la puerta con sensual parsimonia.
El baño era una estancia de dimensiones gigantes, casi
tanto como su esplendoroso dormitorio. El piso estaba situado en la última
planta de un edificio muy alto del octavo distrito de París, que quedaba en la
orilla derecha del río Sena. Era una de las zonas de lujo parisienses, donde
convivían la clase alta y las familias ricas. En aquellas calles se apelotonaban numerosos
hoteles de lujo que ofrecían una vista espectacular de la torre Eiffel, además
de un montón de comercios al servicio de firmas prestigiosas.
El techo del baño estaba confeccionado con gruesos
paneles de cristal que por el día permitían iluminar la habitación con la luz
natural del sol y de noche la luz de las estrellas se desparramaba como un
manto de halo de luna. La estancia ofrecía dos opciones de servicio higiénico:
la rápida y la relajante. Contra la pared del lado izquierdo se empotraba una
reducida y sencilla ducha de aspecto moderno pensada para lavarse en tiempo
récord. Sin embargo, a la derecha, unas finas escaleras de porcelana blanca
accedían a una bañera gigantesca. Ésta era ovalada y seguía los patrones de los
baños romanos, con escalones que dividían en tres la altura total de la gran
tina y que se ceñían religiosamente al contorno de ésta. La terma estaba situada
en un nivel que quedaba a unos dos metros del suelo y que se extendía de lado a
lado contra la pared izquierda, dividiendo en dos la habitación mediante la
diferencia de rasante. Solo podía accederse a esa mitad mediante las escaleras de
porcelana. A pesar de que la gigantesca bañera ocupaba una gran mayoría del
espacio elevado, la encimera de baldosas rojizas con motivos florales azules
que la rodeaba tenía su protagonismo también. Aquel espacio solía estar
atestado de tarros de sales aromáticas, geles, champús, toallas, incienso y
demás.
Contra la pared del fondo había un armario con
intrincadas tallas que contenía albornoces y toallas de todos los tamaños y
también una estantería abarrotada de más jabones y artilugios aromáticos además
de un buen equipo de sonido.
Al posar la vista en la terma, Connan casi profirió un
sollozo por no poder permitirse relajarse en ella, escuchando a Rod Stewart desde los cuatro altavoces
que pendían de cada esquina de la habitación y tomando una cerveza helada. Pero
no podía permitirse ser tan egoísta. Una vida dependía de él. Una que le
importaba mucho, aunque la mayoría de las veces no supiera cómo manejarse con
ella.
Aún pensaba en Allison cuando se metió en el reducido
cubículo de la ducha y abría el grifo, dejando que el agua caliente cayera
sobre él desde la alcachofa asentada en lo más alto. Levantó las manos y las
deslizó por su cabello humedecido, levantando la cara de ojos cerrados hacia el
chorro.
Ah, esa pitufa era un torbellino de energía
traviesa.
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