—¡JONATHAN!
El joven, un estudiante universitario que estaba de
Erasmus en París, respondió a su nombre emergiendo del vano que daba acceso al
pasillo del piso y plantándose en el salón completamente desnudo salvo por una
toalla que se había anudado en las enjutas caderas. Sus labios apresaban un
cepillo espumoso que empuñaba con una de sus pálidas manos. Su actitud,
relajada y natural, confirmaban que el muchacho no se sentía incómodo en su
situación. De hecho, se adivinaba cierta arrogancia en su pose erguida, como si
pretendiese resaltar la musculatura de su abdomen.
—Me pillas en el baño —respondió él con tranquilidad,
totalmente indiferente a la furia escrita en su nombre y en la expresión de
Jane. Se limitó a mirarla relajado, con un gesto interrogativo mientras continuaba
cepillándose los dientes. Como si no fuera evidente el motivo de que Jane
hubiera recurrido a él con tanta ira.
—Y tú a mí cabreada —exclamó enérgicamente Jane—. Mira,
ayer no dije nada aunque tuviera motivos, pero decidí que puesto que vamos a vivir
juntos, iba a darte más tiempo y a ser más tolerante… Pero esto… ¡ESTO! —Jane
abarcó con la mano el salón. Era un homenaje al desastre. La alfombra que
abarcaba la porción de suelo entre el sofá y el mueble que soportaba la
televisión estaba irreconocible y describía una figura abstracta donde
imperaban las arrugas. La manta que cubría el largo sofá de cuero blanco
presentaba un aspecto similar, solo que con el añadido de palomitas
desperdigadas. Frente a él, la superficie de cristal de la rectangular mesita
había perdido su naturaleza traslucida y charcos de líquido amarillento y
espumoso la manchaban. Jane supuso que era cerveza a juzgar por el ejército de
latas que reposaban sobre la mesita. La televisión emitía un partido de fútbol
frente a un público inexistente a un ruido ensordecedor. Y por si fuera poco,
tres cachorros Haskies destripaban
con sus colmillos los cojines del sillón y roían y descolocaban las cortinas de
la ventana. Y para más inri, una canción de Cannibal
Corpse sacudía las paredes del piso con su música estruendosa.
Jonathan miró a su alrededor sin mostrar signos de
sentirse arrepentido o horrorizado, y su respuesta tras admirar su obra fue
encogerse de hombros.
—En mi opinión no está tan desastroso como tú lo ves.
Jane se mordió la lengua a tiempo de soltar una retahíla
de palabrotas además de contener a sus manos de estrangularlo.
—Me da igual lo que tú creas —espetó con furia—, el caso
es que yo también vivo aquí y considero esto INACEPTABLE —dijo recalcando la
última palabra. Se llevó una mano a la cadera mientras con la otra señalaba
hacia el salón—. ¡Ya estás adecentando eso! —ordenó—. Quiero ver esa alfombra
tan pulcra y lisa como cuando vine, ese sillón exento de palomitas y esa
mesilla tan trasparente como la recordaba. Y por supuesto, enhebra otra vez las
cortinas en su travesaño y ¡saca esos chuchos de una vez y para siempre! —Cuando
parecía haber acabado su agria ordenanza, añadió—: Y por supuesto, me vas a
descontar un 20% como mínimo en la factura de la luz de este mes. Que tengas la
tele puesta sin estar siquiera en la misma habitación…
Jonathan abrió mucho los ojos y levantó las palmas en un
gesto que pretendía aplacar sus malos humos. Acto seguido, entrecerró los ojos
en una mirada acariciadora y esbozó una sonrisa que pretendía ser seductora y
en la cual sobresalía el mango del cepillo de una de sus comisuras. Fue
acercándose a ella lentamente, ante la expresión desconcertada de Jane.
—Vamos, nena. ¿Por qué no mejor empleamos tiempo y
energías en algo más… divertido? —comentó él sin dejar de aproximarse.
Al adivinar lo que él pretendía, Jane abrió mucho los
ojos y por un momento se quedó estupefacta observando sus avances. Pero antes
de que él pudiera pegarse a ella, Jane lo empujó con fuerza, apartándolo de
ella con una renovada energía propia de una doble dosis de indignación.
—¡Ni se te ocurra imaginarlo siquiera! —bramó ella—. Si
hubiera querido me habría liado ya miles de veces con alguien como tú;
oportunidades no me han faltado. Por si no lo sabías, mi madre trabaja en una
guardería.
Jane adivinó con satisfacción en el rostro de Jonathan
que su comentario lo había ofendido. Su buen humor se tornó visiblemente agrio
a juzgar por el ceño que fruncía en aquellos momentos.
—Y por supuesto —continuó Jane— No hay un nosotros en
este asunto. Vas a recogerlo tú solito.
Jonathan lanzó un ronco gruñido y desapareció un momento
en el baño para enjuagarse la boca.
—¡Muy bien! —dijo aceptando la derrota—. Recogeré el
salón, pero eso sí, los perros se quedan.
Jane se cruzó de brazos con actitud decisiva.
—Eso es contraproducente al orden. Además —añadió
mirándolo con astucia cuando lo tuvo de nuevo frente a ella—, algo me dice que
esos animalitos no son tuyos. Tu “sentido de la responsabilidad” habría acabado
con ellos mucho antes de que aprendieran a ladrar.
Jonathan formó una prefecta “O” con los labios. Pero
después y a regañadientes admitió que estaba en lo cierto.
—Vale, son de una vecina. Me he comprometido a cuidarlos
siempre que pueda a cambio de unas monedas.
—¿Cuidarlos? —preguntó Jane enarcando una ceja—. Yo lo
llamaría permitir que destrocen nuestro piso en vez del suyo.
—¡Pero necesito el dinero! —protestó Jonathan.
—Si realmente necesitaras dinero te buscarías un trabajo
de verdad —apuntó Jane—. Si lo que quieres es costearte tus caprichos más vale
que te busques otra cosa que no suponga una amenaza a mi cordura. Busca algo
que se te dé bien —guardó silencio un instante en el que se mostró pensativa
mientras apoyaba un dedo en el mentón—. Yo te veo bien acelerando la muerte,
por decir de manera eufemística asesino. No hay duda de que cualquiera
consideraría el suicidio ante la perspectiva de convivir contigo. Ya veo los
carteles que pondremos: ¿Harto de que su suegra le obligue a comer grasosos
potajes? ¿No soporta que su vecina de arriba olvide cerrar el grifo y le
provoque humedades y goteras? ¿Los padres del niño de arriba no hacen más que
comprarle canicas para que las deje caer y resuenen en tu piso? ¡Tenemos la
solución! ¡Una sola hora con Jonathan Grey y buscaran la manera de ascender al
cielo! En caso de quedar insatisfecho, le dejaremos hacer su buena acción de la
semana estrangulándolo.
Jonathan frunció los labios, algo dañado en su amor
propio.
—No hace falta que seas tan borde —refunfuñó mientras se
dejaba guiar por las amonestaciones de Jane y ataba las tres correas a los
collarines correspondientes de los cánidos—. Devolveré a la señora Merritt sus
mascotas.
—¿Ya mismo? —preguntó Jane sorprendida.
Él la miró confundido.
—¿No es eso lo que exiges?
Jane asintió.
—Sí, pero… ¿cuántos años tiene la señora Merritt?
Él la observó aún más confundido que antes mientras
cruzaba el salón hacia la puerta de la entrada arrastrando a los traviesos
cachorros tras él.
—Sesenta y tres, ¿por qué?
Jane no pudo reprimir la sucesivas carcajadas que
brotaron desde su garganta para convertirse en un gorgoteo divertido y
descontrolado.
—Creo que ya has empezado a considerar mi idea —observó
entre risas mientras esgrimía un dedo en su dirección—. Ya te has propuesto
acometer contra el pudor de la apacible anciana yendo a devolverle sus perros
con solo una toalla encima.
Jonathan bajó la vista para descubrir que Jane estaba en
lo cierto. Se ruborizó un instante antes de sonreírle a Jane divertido y
apresurarse a cambiarse antes de visitar a la vecina.
Embalsamada en buen humor, Jane rescató del sofá el
teléfono inalámbrico y se dirigió con él a su cuarto. Éste era sencillo, aún no
había pasado allí el tiempo suficiente como para revestirlo de recuerdos. Las
paredes desnudas eran de un color verde manzana y una ventana de resolución
reducida daba a las calles de Montmartre, donde podía contemplar desde cierta altura
a los transeúntes ocupados en sus recados matinales o donde tenía acceso al
calor de la luz del alba.
Jane se recostó sobre su estómago en la gigantesca cama
de matrimonio cubierta por una sencilla colcha floral. Y marcó el número de
Heather.
Tuvo que esperar cuatro tonos antes de escuchar la voz de
su amiga.
—¡He dicho que no me interesa cambiar de compañía
telefónica, joder!
Jane soltó una risita.
—Hola Heather.
—¡Jane! —exclamó sorprendida su amiga, reconociendo su
voz—. Cuánto me alegra oírte.
—¿En serio? Jamás lo habría adivinado a juzgar por tu
saludo —comentó Jane con socarronería, y escuchó reír a Heather.
—Lo siento. Hoy he recibido una avalancha horrible de
llamadas de distintas empresas de todo tipo y di por supuesto que la tuya era
otra más. ¡Si es que sólo les falta calentarme la oreja intentado convencerme
de suscribirme a una sesión de
inseminación telefónica!
Jane rió con ganas ante la ocurrencia de su amiga.
—Veo que sigues tan divertida como siempre. Me alegra
saberlo. ¿Qué tal te va todo? ¿Está siendo exitosa la campaña de primavera?
—Pues mi vida sigue sin dejarme respirar. Te aseguro que
me ha costado conservar aliento para mandar a la mierda a toda la propaganda
telefónica después del día que he tenido. Tengo las plantas de los píes
destrozadas de esos taconazos… ¿A quién coño se le ha ocurrido poner de moda
tener que estar literalmente a la altura de Michael Jordan? ¡Santo Dios! Y me
duele el cuero cabelludo de todos esos peinados extravagantes… —Jane la escuchó
hablar de su vida cotidiana con verdadero placer, disfrutando de la voz de su
amiga, que la acunaba como una dulce nana. Le encantó comprobar que había
superado bien su marcha y que volvía a
exudar su característico optimismo.— … ¿Y tú qué? ¿Algo interesante que
contarme?
Jane procedió a describir su día, haciéndola partícipe de
la magia con la que la había rociado París. Le habló sobre el cálido encanto de
Montmartre, sobre sus simpáticas terrazas, sobre el frío que asediaba la ciudad
y sobre lo hermosa que se contemplaba París desde lo alto de la colina, tan
brillante. Le habló sobre la blancura impoluta de las paredes de la basílica
del Sagrado Corazón y del espíritu bohemio que aún se respiraba.
—Joder, me estás dando envidia —exclamó Heather—. No me
imagino pisando el mismo suelo que Renoir, Van Gogh, Derain o Matisse
—prosiguió mencionando a pintores impresionistas que siempre había admirado y
que solían servirle de inspiración en aquella época en la que pintara—. ¡Me
moriría de la emoción!
—Sabes que aquí tienes una casa —la invitó Jane.
—Y tú sabes que estoy hasta los topes… Y la nueva campaña
no ha hecho más que empezar. Por lo pronto preveo que estaré un par de meses
como mínimo ocupada. Pero encontraré un hueco para visitar la residencia de
Pierre-August Renoir, y de paso a ti también —bromeó divertida.
Jane sonrió.
—¿Y qué me dices de la gente? —indagó Heather—. ¿Has
conocido a alguien interesante?
—Pues…
—¡Oh, eso es que sí! ¡Cuéntame, cuéntame! ¿Se trata de un
hombre?
Jane se río ante las ansias de su amiga. Y sintió
ruborizarse cuando aquellos ojos claros de mirada intensa emergieron en su
mente.
—Sí, es un hombre —confirmó Jane.
Jane se separó el auricular de la oreja anticipándose a
los chillidos de emoción que profirió Heather. Cuando éstos dejaron de emitirse
para dar paso a ansiosas preguntas, Jane volvió a ajustarse el teléfono al
oído.
—¿Es guapo?
—Demasiado.
—¡Descríbemelo, vamos! —exigió Heather emocionada.
—Pues es alto, muy alto. De piel bronceada y sospecho que
es un moreno natural, a juzgar porque a pesar de su deslumbrante atractivo no
parece un estúpido petimetre. Tengo la sensación de que le hace falta paciencia
como para someterse regularmente a rayos uva… Tiene los ojos claros, azules y
brillantes. Una boca de labios gruesos muy propensa la sonrisa… Y melena rubia.
Aparte, parece tener cuerpazo, aunque no puedo asegurarlo con exactitud porque
no pude adivinar demasiado bajo la chupa de cuero, aparte de que tiene hombros
amplios. Eso sí… Ya sé que es imposible, pero siento como si lo hubiera visto
antes en alguna parte…
Jane alejó el auricular a tiempo.
—Pero, tía ¡qué suerte! —exclamaba Heather cuando dejó de
chillar emocionada—. ¡Menudo bombón! Y te digo yo que no lo has podido ver,
sino no te podrías haber olvidado así. Además, he conocido a todos los tíos con
los que has salido y doy fe de que ninguno se amolda a la descripción del
buenorro parisino. Pero dime, ¿lo volverás a ver, verdad? ¿Os habéis dado los
teléfonos, a que sí? Por cierto, ¿cómo lo conociste? ¿Le entraste tú o te entró
él?...
Jane procedió a explicarle todo el encuentro a Heather,
que de vez en cuando respondía con más gritos exultantes. Cuando terminó de
narrarle todo, Heather estaba disgustada, tal y como Jane había esperado.
—¡¿Pero cómo fuiste capaz de ser tan borde?! ¡Encima que
él venía en son de paz! ¡Estás loca!
—Lo sé. Ni yo misma lo entiendo… Pero la cosa es tal y
como te lo cuento. Dudo que vuelva a verlo, y si por algún capricho de destino
eso ocurriera, dudo que él tratara de volver a hablar conmigo.
—Hummm. No estoy tan segura. El mencionó la posibilidad
de otro encuentro entre los dos, según tu relato —observó Heather pensativa.
Jane resopló en respuesta.
—Creo que solo intentaba solventar la falta educación que
yo demostré. Francamente, nadie en su sano juicio querría hablar nuevamente
conmigo después de esa conversación y mis espantosos modales. Pero no me
importa. Mejor para mí. Seguramente me habría encaprichado de él para sufrir su
desdeño.
Esta vez le tocó a Heather resoplar.
—No creo. Tú rebosas encanto hasta cabreada —dijo riendo
Heather, tratando de animarla—. Ahora tengo que dejarte cariño, tengo un
compromiso. Tú mantenme informada de nuestro galán misterioso.
—Tal vez ni siquiera surja la excusa de mencionarlo, así
que no te hagas ilusiones —comentó Jane—. Y para mí se llama señor Incordio.
Heather rió.
—Aún no me creo que lo llamaras así… En fin, espero que
estés equivocada y tengamos ocasión de incluirlo en nuestras conversaciones.
¡Un beso, cielo! Te llamaré pronto.
Jane sonrió.
—Un beso, Heath. Cuídate.
Heather le envió un beso a través de la línea y después
colgó.
Jane permaneció unos instantes más acostada en una
intensa quietud, conservando el teléfono entre sus manos relajadas. Saboreó la
felicidad que había experimentado hablando con Hetaher, alegrándose de que, por
lo menos por el momento, la distancia no había impedido que su relación
cambiara o se enfriara. Ella seguía siendo la misma y Heather también, y
seguían queriéndose igual.
Por fin salió de su cuarto para devolver el teléfono a su
lugar, y al entrar en el salón descubrió que Jonathan había decidió hacerle
caso. Ya había ordenado bastante. Había retirado las latas de cerveza y
limpiado la cristalera de la mesa. La tele yacía apagada y la alfombra alisada.
Al parecer, solamente faltaba adecentar las cortinas.
—Es una jodida Diosa… —oyó que susurraba Jonathan,
sentado en el sofá ya arreglado, con la cabeza inclinada hacia adelante,
absorbiendo intensamente el contenido de lo que parecía ser una revista que
sostenía frente a sus ojos.
—¿Quién es una Diosa? —preguntó divertida Jane,
sentándose junto a él.
Jonathan parpadeó un momento sorprendido, ya que le había
pillado por sorpresa la presencia de Jane. Una vez recuperado de la sorpresa,
le pasó la revista a Jane.
Jane rió con ganas cuando observó la portada que Jonathan
había estado admirando. En ella aparecía Heather luciendo una boina de tela vaquera
con su cabello dorado recogido en una trenza que descansaba sobre uno de sus
hombros. Llevaba un poncho colorido, desde donde sobresalían sus perfectas
piernas torneadas, embutidas en unas botas de tacón agudo y caña alta.
Jonathan la miró malhumorado malinterpretando su risa y
le arrebató la revista.
—Seguro que tú también tendrás tu B.I.P. —refunfuñó
Jonathan.
—¿Mi qué?
—B.I.P.: Buenorro Inalcanzable Preferido —explicó
Jonathan—. Apuesto a que tú también estás loca por Connan Knight, como todas las
chicas. Ninguna que conozca es capaz de negar su amor incondicional por él
—señaló triunfante, permitiéndose el lujo de exhibir una expresión ganadora aún
antes de que Jane pudiera confirmárselo.
—No me burlaba de ti al reírme —explicó Jane—. Es sólo que
tu B.I.P. es amiga mía, y justo acabo de hablar con ella —le aseguró Jane
sonriente—. ¿Y quién es Connan Knight? Me suena su nombre pero no logro
ubicarlo…
Jonathan puso los ojos en blanco.
—A lo de Heather Levinson ni contesto —dijo Jonathan,
haciéndole entender que no estaba dispuesto a creerla—. Y pretendes quedarte
conmigo también en lo que respecta a Connan Knight.
—No he mentido en ninguno de los dos asuntos —aseguró
Jane.
Jonathan resopló.
—Si insistes… —Jonathan comenzó a pasar las páginas de la
revista echándole un vistazo rápido, enfrascado en la búsqueda de una página en
concreto. Cuando la encontró, levantó la revista frente a los ojos de Jane—.
Já, atrévete a decirme que no sabes quién es.
Jane se quedó lívida. Frente a ella, un rostro impreso
que no tardó en identificar la miraba fijamente, a ella, como esa misma tarde.
El hombre misterioso tenía nombre, y no era sino el de un famoso actor. ¿Cómo
se la había pasado por alto? Los mismos ojos, el mismo cabello, la misma tez,
la misma sonrisa, la misma aura de seducción. No sabía la de veces que había
visto aquella película suya que trataba sobre un romance en el salvaje Oeste.
Ahora comprendía aquella extraña sensación de familiaridad que la embargara.
Por supuesto que lo había visto antes. Pero no en persona. Seguramente no lo
había identificado correctamente porque jamás podría haberse esperado que pudiera
encontrárselo casualmente un día cualquiera… Pero ahora lo sabía. Él era un
famoso… Y podía decirse que había coqueteado con ella. Ella.
—¡Cómo te embelesa! —la pinchó Jonathan divertido—.
Después de semejante reacción no podrás negar que no es uno de tus B.I.P.
predilectos.
Jane, aún con los ojos muy abiertos, deslizó su mirada
desde la página que aún sostenía Jonathan hasta los ojos del muchacho y
susurró:
—Lo he conocido hoy.
Jonathan rió.
—Sí, claro, ¡y yo tengo secuestrado a E.T.
dentro de mi armario!