jueves, 24 de mayo de 2012

►CAPÍTULO VI [Part IV]


Jane lo escuchó bajarse y lo vio rodear el auto por la parte delantera para abrirle la puerta. Ni siquiera se molestó en luchar contra la formalidad caballerosa que sabía que iba a ejecutar. En cambio, permaneció muda de asombro, escudriñando el lugar a  través de la ventana.

Tom le abrió la puerta y ella salió a la calle como flotando en un sueño. Frente a ella se alzaba majestuoso y principesco el hotel Ritz. Aquel hotel que se alzaba sobre la plaza Vêndome, en el corazón de París, en la zona más lujosa y glamurosa. En la periferia del Ritz se extendían joyerías prestigiosas, boutiques, tiendas de moda e incontables monumentos históricos que despertaban la admiración tanto de ciudadanos como de turistas.

Flotando más que caminando, entró por uno de los cuatro vanos cubiertos por una especie de capota blanca en cuyo centro llevaba escrita la palabra “Ritz” con caligrafía elegante. Se encontró en una especie de porche cuyo suelo estaba perfectamente cubierto con alfombras rojas. Aguardando allí divisó a un elegantemente vestido conserje de rostro amable que la saludó con un cabeceo desde su posición. El hombre enseguida subió los bajos escalones que llevaban a la puerta giratoria, invitándola a seguirle.

Jane hizo lo propio y desembocó en un despliegue de clase y lujo que la hizo dar vueltas sobre sí misma, absolutamente maravillada. Entre tanto, a la señal del conserje, un par de botones salieron de inmediato para hacerse cargo del equipaje. Trataron de ocultar educadamente la sorpresa de hallar una simple maleta de ruedas, desgastada y carente de firma prestigiosa.

Enseguida estuvieron de vuelta portando su escaso equipaje.

—Bienvenida al Ritz, señorita —la saludó el conserje, esbozando una sonrisa impecable de dientes perfectamente esmaltados—. Estamos encantados de tenerla con nosotros. Durante su estancia nos desviviremos por complacerla. ¿Podría indicarme la suite que tiene en reserva, si es tan amable, para así poder comenzar de inmediato a hacerla sentir como en casa?

<<¿Como en casa? ¿Está chalado? Eso sería correcto si yo fuera María Antonieta>> pensó Jane impactada ante todo lo que se sucedía ante ella.

—Lo cierto es que yo… —comenzó a decir, a punto de indicarle que no podía facilitarle la información que requería.

—Tiene la suite Coco Chanel a nombre de Connan Knight —dijo entonces Tom, apareciendo junto a ella.

El conserje asintió amable sin prescindir en ningún momento de su radiante sonrisa.

—Señorita, acompáñeme por favor.

—Sígale —la animó Tom—. Yo me voy. Ya he terminado aquí.

Jane asintió, mordiéndose el labio, totalmente confusa.

—Bien. Gracias por haberme traído.

Tom asintió, sonriéndole.

—Disfrute de las atenciones principescas. Le gustarán —le dijo antes de darse la vuelta y desaparecer por la puerta giratoria.

Jane aún continuó unos segundos plantada en el sitio, mirando hacia atrás, preguntándose cómo había llegado a esa situación.

Con un pesaroso suspiro volvió la vista adelante, donde el conserje seguía aguardando de píe junto a ella, custodiado por un botones que se ocupaba de su maleta.

Jane asintió, dando permiso al hombre para que la guiara por aquel lujoso establecimiento. El conserje la llevó hasta un ascensor en cuyo interior un hombre uniformado esperaba clientela que desplazar.

—Ahora le dejaré en manos del señor Bouvier —le explicó con una sonrisa, incitándola a internarse en el lujoso cubículo—. En su suite encontrará un teléfono y timbres que la comunicarán inmediatamente con nosotros por si necesita algo. No dude en pedir lo que se le antoje. Sea lo que sea, lo tendrá con la máxima inmediatez y calidad. Espero que disfrute enormemente junto a nosotros.

Jane asintió forzando una sonrisa. Tanta formalidad la hacían sentirse realmente incómoda. No pudo evitar pensar con ironía en lo molesta que se había sentido ante las galanterías de Tom. Sin duda aquello que él le había brindado era un juego de niños en comparación con toda aquella educación y finura de la que era diana. Sintió ganas de romper cualquier cosa a su alcance. Algo lujoso, añejo y carísimo. ¿Serían entonces capaces de mantener esa irritante sonrisa inamovible y esos modales tan demencialmente excelentes?

El señor Dupont, que así se llamaba el conserje según la placa dorada que adornaba su uniforme, indicó al trabajador responsable del ascensor el nombre de su suite y tras otras palabras amables y una sonrisa que no tuvo ningún efecto positivo en Jane, desapareció.

Mientras ascendía de nivel en el ascensor acompañada de los dos empelados, las ganas de estrangular a Connan incrementaron. ¿Qué entendía ese estúpido por una estancia <<sencilla y barata>>? Bien, tal vez esto lo fuera en relación a sus ingresos, pero para ella suponía, como mínimo, atracar una de las joyerías cercanas.

El cubículo se paró en seco, y sus puertas se abrieron para revelar un enmoquetado pasillo. Acompañada de los dos asalariados fue conducida hasta una puerta. Cuando le revelaron lo que escondía se quedó sin aliento. La sensación de haber retornado en el tiempo que había tenido nada más pisar el vestíbulo se intensificó al ver la suite.

Ante ella tenía un precioso vestíbulo de paredes color melocotón de las que pendían pinturas enmarcadas en rectangulares cuadros. La pared del fondo estaba completamente abierta, custodiada por dos idénticas cortinas de encaje blanco sujetas con gracia por unos lazos dorados rematados con borlas. Las cortinas daban paso a lo que parecía ser un saloncito que precedía al dormitorio.

Jane se aproximó para confirmar sus sospechas. Estaba ante un lujoso cuarto de paredes granates. Un enorme tapiz cubría casi por completo una de las paredes, donde se recostaba un extenso sofá de damasco salpicado de dibujos florales. Las almohadas de idéntico forro estaban perfectamente alienadas sobre él, dándole un aspecto gracioso y acogedor. A un lado del sofá descansaba una diminuta mesita perfecta para sostener una bandeja provista de té, pastas y finísimos utensilios de porcelana china. Al otro lado se erguía orgullosa una lámpara de píe central que elevaba su cabeza blanca casi hasta el mismísimo techo. Frente al sofá se extendía una lujosa alfombra que combinaba tonos granates y dorados, en armonía cromática con las paredes de la suite y los elementos que la completaban. Sobre la estera yacía una mesita de madera y cristal con intrincadas tallas en las patas. Encima de la superficie de cristal una vasija trasparente acogía un exuberante ramo de flores blancas y frescas, bellas como un día soleado. La mesita estaba vigilada por dos butacas semejantes forradas completamente de blanco. La pared más próxima al sofá acogía una chimenea de estilo clásico. Era rectangular, con mármol turquesa enmarcando la profunda garganta que desprendería fuego en los días fríos. Sobre su repisa se acomodaban preciosos candelabros de cristal que lucían numerosas velas blancas ya encendidas, esperando para recibirla a ella. Los candeleros multiplicaban la luz que desprendían en el reflejo del enorme espejo de marco dorado que pendía sobre el hogar.

Al lado de la chimenea otro vano desnudo daba la bienvenida a otras estancias de la suite. Se trataba del dormitorio, que casi provocó en Jane un grito emocionado. Este era femenino y cálido. Lujoso pero comedidamente ostentoso. Las paredes estaban forradas con terciopelo pálido color mango, con bordados de flores en un tono más oscuro. Lo primero que llamaba la atención era la titánica cama en perpendicular a la pared. Ésta contaba con una cabecera acolchada que se pegaba al tabique y seguía el mismo patrón, tanto en color como en diseño, de la pared, casi camuflándose con ella. Sobre el cabezal se apostaba un adorno escultórico dorado. Este era una especie de torre compuesta de formas simétricas que se ondulaban con gracia y de altorrelieves elaborados cuyo único propósito era subrayar la grandiosidad del espectacular dormitorio. Junto a este ornato, pendidos a cada lado a la misma distancia en el muro, había dos marcos confeccionados en plata, presumiendo de una finísima filigrana de hierro. De estos colgaban dos candelabros de plata, cuyas tres velas ya estaban encendidas, al igual que las del resto de la suite. Sobre la cama le aguardaba una jerarquía de almohadones que se recostaban los unos contra los otros, disminuyendo en tamaño hasta que los más adelantados no eran más que alargados cilindros blancos. La colcha se veía mullida y suave, e irradiaba luz propia con su blanco impoluto.

Dos centinelas con complejo de mesita de noche color turquesa vigilaban el descanso del lecho, cada una portando una lámpara que recordaba a una flor cabizbaja. Las paredes más inmediatas a la cama ofrecían la una un elegante e inmenso armario de madera clara, y la otra un gigantesco ventanal que daba paso a un balcón de barrotes negros y ondulantes que constantemente dibujaban espirales. Las vistas eran espléndidas. Daban a la plaza Vêndome, donde se alzaba orgulloso un monumento verde jade de altura excepcional y carácter cilíndrico. Como remate, en lo más alto del cilindro, la estatua de Napoleón se exhibía victoriosa.

Frente a la cama numerosos sillones añadían encanto al dormitorio mientras que cuantiosas mesitas, tanto cuadradas como circulares, tanto altas como bajas, le daban un toque de elegancia y alegría con las flores blancas que su mayoría ostentaban.

Y por fin lleco a la oquedad destinada a presentar el baño. Toda la suite era muy alegre y luminosa, pero la claridad que ofrecía el baño era incomparable. Un enorme ventanal dejaba a la vista un espléndido cielo azul y la extensión de un cuidadísimo jardín de hierba concienzudamente recortada, frondosos árboles y setos uniformemente cercenados. Circulares maceteros de piedra ordenadamente dispuestos alardeaban arbustos presentados en perfectas esferas. Todo era una armoniosa gama de verdes, un abanico de esmeraldas y jades.

Bajo la ventana descansaba una enorme bañera de impecable porcelana blanca. Una hilera de grifos dorados en forma de cisne la bordeaban, añadiéndole clase y glamour.

Frente a ella una alargada encimera de mármol daba cabida a dos lavamanos con el mismo estilo de grifos dorados; jaboneras de mármol en forma de cuenco presumían de estar bien surtidas de diversas y coloridas pastas de jabón. De la pared que unía a ambos tabiques encargados de prestar su apoyo a la bañera y al lavamanos colgaba un enorme espejo en cuyos laterales pendían candelabros de dos brazos. Bajo el espejo había un toallero confeccionado con barras de oro que ofrecían toallas rosas pulcramente dobladas. En la pared opuesta, una serie de cómodas, estanterías y armarios, todos pintados de blanco, se alineaban con elegancia, conteniendo un sinfín de los lujosos y suaves juegos de toallas, de botes de esencias aromáticas y sales de todos los colores y texturas, de finísimos enseres de baño, todos pensados para embellecer y satisfacer.

Jane salió del baño, emocionada de encontrarse en medio de tanto lujo y confort. Pero más que la idea de disfrutar de aquello, lo que le encantaba era el reconocer la antigüedad a su alrededor. Todos aquellos muebles, todas aquellas telas y aquellas fascinantes lámparas de araña que se suspendían de los techos de todas las habitaciones la hacían sentir una dama de época. Una verdadera dama. Sin ir más lejos, la hacían sentir Catherine. Se sentía como una especie de princesa que evaluara su hogar, apreciando cada detalle de su esplendoroso mundo de finas telas y carísimos bártulos.

Cuando retornó al dormitorio con la idea de desplomarse sobre tan atractiva cama se quedó paralizada.

Frente a ella aguardaba de píe un guapísimo Connan Knight que sonrió ampliamente nada más verla.

Y Jane notó como la furia contaminaba nuevamente cada célula de su cuerpo.

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