jueves, 17 de mayo de 2012

►CAPÍTULO VI [Part III]


Aproximadamente una hora después alguien llamó al timbre de la puerta.

—¿Puedes abrir tú? —musitó Jane a Jonathan mientras metía ropa sin demasiado cuidado en su maleta trolley morada.

Jonathan había insistido en permanecer tirado en su cama, viéndola hacer con los brazos cruzados debajo de una cabeza de expresión ceñuda. Jane había tenido que soportar sus protestas acerca de lo inoportuno de que ella hubiese conocido a un famoso y le hubiera arrebatado la oportunidad de convivir con su amiga la supermodelo. Ella había insistido más de una vez que tenía las mismas probabilidades que un yogurt de enamorarla, pero a Jonathan no le interesaba escuchar eso y había seguido exponiendo sus quejas con amargura.

Durante todo aquel tiempo en el que se había dedicado a recoger las cosas más necesarias en su maleta mientras él lo perseguía deshecho en lamentaciones por todo el piso, Jane había reprimido las ganas de mandarlo a la mierda y gritarle que ella tenía más motivos que él para sentirse malhumorada. Sin embargo, Jane no estaba dispuesta a tener que enfrentarse a las explicaciones que sin duda exigiría semejante despliegue de furia. No estaba preparada para dar voz a sus emociones. Ni siquiera se atrevía a pensarlo para ella misma, como para encima tener que explicárselo a alguien ajeno. Por tanto, se había mordido la lengua y había rogado a Dios porque la dotara de una paciencia exclusiva. Al parecer había dado resultado. Había conseguido mantener una fachada malhumorada pero calmada.

Jane observó como Jonathan se levantaba de su cama con cierta parsimonia, y tuvo que reprimir un grito de júbilo ante aquel remanso de intimidad. Por fin podía dejar de tensar los músculos de la cara. Por fin podía dejar de esconder por unos instantes la desilusión que la carcomía. Y con un poco de suerte, sería por más de un minuto. No podía dejar de desear que se tratara de uno de los colegas de Jonathan de la universidad. Por malvado que sonara, se moría por perderlo de vista y quedarse sola.

—Ei, Jany —dijo Jonathan, distrayéndola de sus pensamientos y reclamando su atención. Le hablaba apoyado en el vano de su puerta—. Un hombre te busca. Está en el salón.

Frunció el ceño. Por la evidente falta de emoción y el sustantivo tan corriente que había empleado para referirse al visitante supo de inmediato que ese hombre no era Connan.

Su curiosidad la impulsó a abandonar su tarea de hacer de sus camisetas un convincente gurruño que encajara con los demás amasijos de tela. Normalmente no habría aceptado completar esa tarea de esa manera tan poco elegante, pero no disponía de la paciencia suficiente como para doblar impecablemente su ropa y guardarla armoniosamente. De alguna manera, sus pobres prendas estaban pagando el malhumor que la corroía. Sabía que la plancha le daría un memorable escarmiento y la enseñaría a buscar otros medios para descargar su frustración. Pero eso ahora no le importaba.

Cuando llegó al salón se topó con un completo desconocido de edad madura. Su cabello castaño y corto estaba salpicado de canas. Sus ojos ofrecían una mirada cansada pero amable. Sus rasgos estaban pronunciados por la edad. Unas arrugas se acentuaron en las comisuras de sus ojos y su boca cuando le sonrió al verla.

—Buenos días, señorita.

—¿Le conozco? —preguntó Jane, mientras trataba de asociar en vano su rostro con el de algún conocido. Su mirada descendió sobre él, en busca de detalles reveladores. Observó que el hombre vestía elegante pero discreto, con un respetable traje grisáceo y unos zapatos marrones. Por más que lo intentó, no logró identificarlo.

—Oh, tutéeme, por favor —dijo el señor, ensanchando su sonrisa—. Me llamo Tom. Y dudo mucho que me conozca. Estoy al servicio de Connan Knight y me ha mandado a buscarla. Hoy seré su chófer.

Jane parpadeó sorprendida. Aquello no se lo esperaba.

—Bien —dijo algo recuperada—. Solo tardo un segundo. Termino de meter un par de cosas y podemos irnos —dijo, forzando una sonrisa—. ¿Quiere algo de beber mientras?

Tom negó con la cabeza.

—Le esperaré aquí —dijo solamente.

Jane volvió a  su cuarto y se dio prisa al meter las últimas piezas de ropa. Arrojó sin miramientos un par de pares de zapatos y por último acomodó encima de aquella dispar montaña de ropa su portátil. Con un esfuerzo sobrehumano forcejeó para cerrar la maleta, pero finalmente lo consiguió, sin bien le valieron gotas de sudor.

Volvió al salón de inmediato, esta vez arrastrando tras ella sus pertenencias.

—Voy a echarte de menos —dijo Jonathan aproximándose a ella—. De verdad.

Aquello hizo que el cabreo de Jane disminuyera al mínimo por un momento. E incluso esbozó una sincera sonrisa. Después rodó los ojos, tratando de restarle importancia al asunto.

—Ni que me fuera a la guerra. Haz el favor de no ponerte melodramático —le dijo Jane risueña.

Sin embargo, haciendo caso omiso a sus palabras y pillándola desprevenida, Jonathan la estrechó entre sus brazos, apretándola en un cariñoso y fuerte abrazo que la elevó unos centímetros del suelo.

Jane se descubrió riendo entre sus brazos, en el fondo complacida ante el despliegue de cariño del que estaba siendo motivo.

—Si vas a llorar, por favor, deja que antes me vaya. No quiero presenciarlo —le soltó Jane con alegría.

Jonathan gruñó.

—¿No puedes dejar de ser desagradable ni siquiera cuando me estoy despidiendo de ti? —protestó él.

—Solo estoy siendo yo misma —replicó Jane en tono jovial—. Y me he ganado este pedazo de abrazo siendo yo misma, ¿no es así?

Jonathan por fin la depositó sobre tierra, pero no al soltó del todo y la miro con ojos brillantes.

—Sí, y por increíble que parezca, adoro tu forma de ser. Incluso tu forma de gritarme —hizo una pausa—. Eres el ser más honesto que he conocido, y seguramente conoceré.

Jane emitió una suave risa.

—Esto me huele a declaración pastelosa. Me da que es hora de que salga corriendo para no volver jamás.

Jonathan le tiró de un mechón de cabello.

—Au —protestó Jane.

—Te lo merecías.

Jane suspiró.

—En fin, supongo que ahora me toca decir que yo también te echaré de menos. Estaría siendo sincera, de verdad, si ignoramos el hecho de lo aliviada que me sentiré de no encontrarme latas de cerveza vacías por toda la casa, de irrupciones en mi intimidad con motivo de chorradas, de cajas de pizzas amontonadas, de molestos gritos de efusividad ante victorias en la Play Station, de…

—Bueno, ya vale ¿no? —se quejó Jonathan, pero su mirada era divertida—. Eres mala.

Jane se encogió de hombros y sonrió. Luego se elevó sobre la punta de sus píes para depositar un beso en su mejilla. Aquello sorprendió a Jonathan, pero enseguida sonrió encantado.

—Debo estar volviéndome loca —dijo Jane, sincerándose—, pero aunque te conozco solo de días, creo que también te voy a extrañar.

—En el fondo eres un encanto.

Jane levantó una mano y extendió frente a él su dedo índice.

—Déjame terminar —pidió—. Es normal que vaya a echarte en falta cuando me das motivos de sobra para descargar mi furia sin tener que sentirme culpable. Enfurecerme es para mí una necesidad vital, y tú haces que sea una reacción lógica.

Jonathan compuso un mohín.

—La bruja ya emerge a la superficie —farfulló.

Esta vez fue Jane la que le tiró del pelo.

—Au.

—Te lo merecías —le dijo ella guiñándole un ojo.

Jane se separó de él y se plantó frente al chófer, que había permanecido paciente y en silencio de píe sobre la alfombra de la sala.

—Estoy lista para irnos.

Tom asintió y se adelantó para abrirle la puerta del piso, cosa que hizo que Jane se sintiera incómoda.

—No hace falta que hagas eso.

Pero el hombre no cesó en sus impecables modales y continuó sujetándole la puerta en silencio. Aún con una punzada de incomodidad Jane atravesó el vano, y oyó cerrarse la puerta tras el hombre.

—De verdad —insistió Jane mientras el hombre hacia el amago de cogerle la maleta para cargarla él—. Me sentiré mucho mejor si no haces este tipo de cosas.

—El señor Knight me obligó a prometerle que la trataría como a una princesa —contestó el hombre.

Aquello enfureció a Jane, haciéndola retomar su mirada alojadora de ira y el rictus amargo en sus labios.

—Entonces definitivamente sí que lo dispenso de estas chorradas. Absténgase de prestarme atención… ¡Incluso absténgase de hablarme! —exclamó Jane, tomándola con el pobre hombre que solo ejercía su oficio.

Con un brusco tirón zafó su maleta de la sujeción del hombre y bajó las escaleras con zancadas enérgicas y airadas, y una rapidez que amenazaba con hacerla rodar por los escalones. Su maleta montaba un entrenudo ensordecedor tras ella, golpeando rudamente sus ruedas contra los escalones. Pero hizo caso omiso a todo eso, pues sentía un especial interés en dejar atrás al hombre de modo que no pudiera sobrepasarla a fin de mantenerle la puerta del portal abierta.

Su plan resultó triunfal y consiguió salir a la calle por sus propios medios. Barrió su alrededor con la mirada, en busca de la limusina que suponía la esperaba. Sin embargo, no halló nada de eso, y en cambio había un flamante Mercedes gris aparcado pulcramente junto a la acera. Jane supuso que ese era su medio de transporte, pues era sin duda el coche más espectacular de la zona. Se acercó a él y tiró de la manilla de la puerta trasera, pero esta no cedió. En el fondo sabía que no estaría abierto.

Con un suspiro irritado se recostó contra el coche, dejando caer todo el peso de su malhumor sobre él. Nada más sentir el contacto, el Mercedes comenzó a protestar, emitiendo ensordecedores sonidos de alarma.

<<Estupendo>>.

Segundos después observó salir a Tom, que parecía estar bastante estresado por cómo estaba complicándose su trabajo. Jane sintió lástima por él. Sabía que el pobre hombre no tenía la culpa de nada, que solo cumplía órdenes y que ella no tenía ningún derecho de hacerle pagar a él la furia que había despertado su señor. Sin embargo, estaba tan enfadada que sentía ganas de encontrar la manera de molestar al mismísimo sol. Y a pesar de que reconocía que no se estaba portando bien con Tom, su orgullo disipaba cualquier disculpa o palabra amable que pudiera dirigirle.

Tom se acercó a ella y silenció la alarma. Después le abrió la puerta, esta vez mostrándose mucho menos entusiasta que en su casa. Jane aceptó la galantería con frialdad y aguardó en el asiento a que el hombre acomodara su trolley en el maletero y entrara en el asiento del conductor.

Pronto estaban atravesando las hermosas calles de París. Jane miraba por la ventana sin prestar atención a las vistas que le ofrecía la ventanilla. Ni siquiera la belleza de París era capaz de apaciguar sus ánimos.

Deseó fervientemente no haber sentido deseos de visitar la Torre Eiffel, deseaba haber sido menos orgullosa y haber rechazado la compañía de Connan, deseaba no haberle permitido llevarla a casa la noche anterior, deseaba no haber decidido bajar a la calle aquella mañana. Deseaba que todo aquello fuera una horrible pesadilla. Deseaba estar en su cama y que Jonathan la despertara con un absurdo comentario con el mensaje subliminal de <<hace un día estupendo para arruinarte el sueño>> y que luego ella se levantara enfurruñada pero feliz de continuar en su feliz anonimato.

Suspiró pesarosa, enfadada consigo misma. Tenía cosas importantes en las que pensar y ella desperdiciaba tiempo en reflexiones hipotéticas que nada podían hacer para sacarla de ese embrollo.

Sin embargo tampoco podía pensar con claridad. Desconocía absolutamente las circunstancias que en adelante rodearían su vida. Aquella certeza le produjo un dolor y una intranquilidad inenarrables. ¿Cómo había llegado a ese punto? ¿Cómo había acabado por dejar su vida a merced de un semidesconocido? ¿Cómo se había visto obligada a dejar al azar dominar su vida? Todo esto estaba siendo muy duro para ella. No estaba acostumbrada a no trazar el camino que debía seguir. No acostumbraba a perder el control. Y el conocimiento de que era exactamente eso lo que estaba pasando en aquellos momentos la alteró sobremanera.

El pesar se apoderó de ella. Debía encontrar el modo de reorganizar su vida, de recuperar el mando de ésta. Una vez supiera todos los detalles necesarios, volvería a ser la dueña de su vida, se dijo. Y en esta promesa se demoró durante todo el trayecto, autoconvenciéndose de que su destino aún le pertenecía.

El coche se detuvo, y Jane, curiosa, echó un vistazo por la ventana. El aliento se le atascó en la garganta y los ojos se le abrieron como platos.

—No, no puede ser —susurró Jane—. Debes de haberte confundido. Éste no es mi destino.

—Ya lo creo que sí, señorita —contestó el hombre dedicándole una sonrisa.

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