lunes, 26 de marzo de 2012

►CAPÍTULO IV. [Part I]


—¡Nada podría importarme menos que un centenar de corrientes seres humanos comiendo! —protestó Jane—. No pretendo acosar a nadie por muy famoso que sea, y aún menos ganarme un pasaje a la cárcel por matar a alguno. ¡Solamente quiero subir ahí en calidad de inocente turista! —explicó Jane por enésima vez al guardia de seguridad, en vano.

El agente negó con la cabeza, no dispuesto a dejarla pasar bajo ninguna circunstancia.

—Lo siento señorita, mi trabajo es no fiarme de nadie —le contestó—. Márchese.

Jane no podía estar más indignada.

—¡Por el amor de Dios! ¡Oficialmente el horario de visitas está abierto hasta las 23:45! ¡Y sólo son las 23:02! Está obligado a dejarme pasar —sentenció Jane, no dándose por vencida.

El guardia volvió a negar. Su paciencia tenía un límite, y Jane se percató de que estaba muy cerca de las fronteras de este cuando un tic nervioso comenzó a hacer acto de presencia en su mandíbula.

—Justamente hoy mi trabajo consiste en no dejar pasar a nadie. Le repito que se marche.
Jane bufó enojada.

—¡No me voy! —Le rebatió Jane elevando la voz—. ¡No pienso asumir mansamente que no puedo visitar esta maravilla turística de la ingeniería solo porque cuatro asnos hayan decidido cenar fuera de casa!

En aquel momento una risa masculina sonó cerca de ella. Antes incluso de ponerle rostro a la voz, un escalofrío de familiaridad la recorrió, y se acentuó cuando descubrió al guapísimo Connan Knight muy cerca de ella. Trato de reprimir la expresión anonadada que luchaba por reinar en su rostro, o por lo menos rebajar el inevitable efecto. Tan ensimismada había estado en su apasionada discusión que había perdido la noción de su alrededor, y las consecuencias eran que Connan Knight hubiera tenido un perfecto alarde de su cabezonería y mal genio. No sabía cuánto llevaba escuchando y realmente le daba miedo meditar sobre ello, aunque el brillo burlón de sus ojos y la amplia sonrisa de sus labios le dieron una pista: había escuchado suficiente.

Jane notó como sus mejillas se calentaban, y la idea de lucir ruborizada la espantó. Se aclaró la garganta y compuso su ceño fruncido más letal, dedicándoselo a Connan en exclusiva.

—¿Qué es lo que tanto te divierte? —le espetó con brusquedad recomponiéndose de su asombro y de la noción de su persona. La verdad es que su fama y su belleza lograban imponerla por momentos, cuando la pillaba desprevenida.

Él no contestó a su pregunta. Permaneció en silencio unos instantes, mirándola divertido.

—¿De verdad tienes tantas ganas de subir? —le preguntó en cambio.

Jane lo miró con recelo, desconfiando de las intenciones ocultas tras esa pregunta. Connan se percató de ello y su sonrisa se ensanchó.

—Por supuesto —respondió finalmente—. No me considero el tipo de persona que necesita montarle una bronca innecesaria a alguien para poder dormir bien —replicó.

Connan lanzó una carcajada.

—Pues yo sí —dijo él mirándola burlón—. Y a cambio de que seas víctima de mis broncas esta noche, te propongo acompañarte allí arriba.

Jane parpadeó sorprendida. En el fondo su menté había barajado la posibilidad de que esa conversación tuviera como propósito ese desenlace, pero la idea le había parecido tan descabellada que la había desechado nada más había empezado a formarse. Por supuesto, le daba miedo aceptar su propuesta… Pero no tenía elección. Su orgullo la empujaba a aceptar. Después del campo de batalla en el que había implicado al pobre guardia de seguridad, quedaría como una tonta si se negara a aceptar su proposición… Además, la idea de esos ojos brillando burlones y etiquetándola de cobarde… No. Por supuesto que aceptaría.

—Siempre y que no te pongas muy pesado, supongo que podría aceptar.

Connan acentuó su sonrisa mirándola fijamente justo antes de dirigirse al guardia.

—Supongo que la señorita podrá acceder a la Torre en mi compañía, ¿verdad?

—Bueno… —vaciló el guardia— En realidad no me dieron instrucciones para estos casos pero…

—Entonces, ¿por qué no hacerla feliz? ¿No le parece? —le cortó jovialmente Connan.

—Creo que sería más sensato impedirle el paso, en realidad —protestó el guardia.

—Creo que lo más sensato para conservar tu empleo es que no recibas ninguna mala crítica, Señor Sheridan —respondió Connan leyendo la placa que pendía de su uniforme, y alzando rápidamente la mirada hasta sus ojos de manera elocuente.

No esperó a que el empleado respondiera, no lo necesitaba. Hizo un gesto a Jane, que en medio de su asombró logro recordar cómo se caminaba y alcanzó a seguirlo al interior de la Torre. Mientras marchaban juntos, pudo sentir las miradas cargadas de odio que le taladraban la espalda por parte de los fans allí congregados, quienes los siguieron con la mirada, interrogantes y furiosos con ella, hasta que desaparecieron de su campo de visión.

—No me gustan tus métodos de persuasión —le comentó Jane mientras esperaban a que bajara el ascensor.

Connan le dedicó una media sonrisa.

—Bueno, mi primera opción siempre es ser amable. Pero no dudo en emplear otras armas menos amistosas si es necesario. En realidad no es culpa mía si los demás me llevan al límite, ¿no crees?

Jane lo miró boquiabierta.

—¡Por supuesto que no! ¡No puedes ir abusando de tu influencia social contra pobres inocentes que solo hacen su trabajo tan solo porque no accedan a tus caprichos!

Él le lanzó una mirada irónica.

—¿Habla la misma que estaba dispuesta a pasar por encima del cadáver del guardia que sólo hacía su trabajo para complacer un capricho?

Jane la miró con el ceño fruncido.

—No es lo mismo. Yo estaba en mi derecho de entrar. Todavía estaba abierto el horario de visitas —se defendió.

Él enarcó una ceja, escéptico.

Jane lo ignoró, y el que el ascensor llegara en aquel mismo instante le facilitó la tarea. Entro en la espaciada cabina seguida de él.

—¿Al último piso? —le preguntó.

Jane asintió.

Permanecieron en un silencio asombrosamente cómodo mientras en su estómago sentían el movimiento del ascensor elevándoles. Tuvieron que hacer un trasbordo para poder subir a lo alto, ya que la Torre iba estrechándose y la cabina debía de pasar a  ser de un tamaño considerablemente más reducido. Mientras continuaban elevándose,  Jane vio un anticipo de la maravillosa vista que le esperaba en la cima a través de las paredes transparentes del cubículo, y las ansias de llegar a lo alto se multiplicaron.

Cuando por fin alcanzaron la cumbre y salieron del calor del ascensor, Jane sintió el látigo del frío revolviendo su cabello suelto y estremeciendo su cuerpo. Sin embargo, avanzó hacia la noche hasta que se lo impidió una especie de valla cuyos delgados barrotes formaban pequeños rombos. Allí arriba no estaba protegida por ningún tipo de cristalera, y la sensación de volar casi parecía real con la ciudad brillando a sus pies, el viento tratando de elevarla y la noche prometiéndole el infinito en lo alto.

Nada más derramó su mirada en la enorme ciudad que dormía a sus pies se quedó sin aliento. Se sentía en el centro de una especie de Todo. A su alrededor se alzaban un ejército de edificios devorados por las sombras, describiendo una infinitud de calles tenuemente iluminadas. Detectó en la lejanía el río Sena, que parecía un oscuro firmamento acogedor de estrellas, solo que estas eran en verdad un guiño de las luces de la ciudad. El río cruzaba la capital abismándola en distintas partes, todas cobijadas en la noche. Ensimismada en su contemplación de la ciudad, siguió con la mirada la trayectoria del rio y reconoció la hermosa y antiquísima iglesia de Notre Dame, apostada en una porción de tierra en medio del río, como si fuera un gran castillo medieval que tuviera al Sena como foso. Sus paredes brillaban ambarinas por el efecto de los focos que pendían de sus imponentes muros, y pese a la distancia le pareció hermosa e impresionante. Tenía unas inmensas ganas de admirar el caleidoscopio perfecto que formaban sus coloridos rosetones, de admirar sus rectangulares y gemelas torres, acogedoras de estridentes y doradas campanas que cantaban como los ángeles. Deseaba examinar cada escultura esculpida, cada forma magistralmente moldeada de su espléndida arquitectura. Quería comprobar por sí misma las horrendas fauces de las gárgolas que coronaban su fachada; estudiar cada pico de los vanos ojivales; admirarse de los estilizados pináculos que decoraban el gran edificio; maravillarse ante la armónica disposición de los arbotantes, los cuales  ayudaban a los muros que resguardaban las naves en su ocupación desde tiempos remotos.

Inconscientemente fue paseando lentamente rodeando toda la torre y lloviendo su mirada ansiosa de belleza por toda la ciudad, distinguiendo en la oscuridad los edificios más simbólicos. Distinguió el museo del Louvre, cuya inmensidad se apreciaba perfectamente desde aquella altura, y consiguió dejarla sin aliento nuevamente pese a haberlo pisado aquella misma tarde. Rescató de las sombras también la Torre Montparnasse, un impresionaste rascacielos que destacaba tanto por su tamaño como por su naturaleza, tan diferente de las casas antiguas que lo rodeaban. Era de estructura rectangular y parecía recubierta por cuadradas láminas de cristal donde se reflejaba todo su alrededor. Localizó al resto de la familia del rascacielos: un grupo de edificios similares que se agrupaban en una zona conocida como La Défensé, un distrito enteramente dedicado a los negocios. El mismo golpe de vista que incluía los rascacielos también albergaba los jardines del Trocadero. A pesar de la oscuridad, era evidente el verdor de la hierba del parque. Aunque más que la naturaleza, llamaban la atención los arquitectónicos elementos decorativos, pues en el centro de la gran plaza una serie de estanques en cascada arrastraban una incesante cortina de agua que desembocaba en un gigantesco depósito desde cuyos bordes se disparaban chorros de agua que se encargaban de que su cristalina superficie no dejara jamás de ondularse. Además de eso, una rica serie de estatuas realizadas en los años treinta embellecían el jardín con su encantadora presencia. Continuó girando sobre la torre, hasta que finalmente sus ojos se detuvieron en las vistas del Norte. Allí avistó la basílica del Sagrado Corazón en lo alto de Montmartre, y a pesar de la familiaridad que existía entre ellas, sintió como una vez más conseguía fascinarla. Una vez más, sintió como su impoluta y virginal belleza le arrancaban un suspiro soñador.

 En ese preciso momento sintió la mirada de él sobre ella. Distraída como había estado paseando fascinada, no había advertido que él se había amoldado a sus movimientos y la había acompañado en todo momento. Seguramente llevaba todo aquel rato observándola en silencio, pero ella no le había prestado ninguna atención hasta ese preciso instante. Alzó sus ojos hasta los de él, y no supo descifrar lo que vio en ellos. Parecían cálidos y misteriosos. Dos profundidades oceánicas atrayentes y cargadas de pensamientos secretos. Su boca, sensual y seria, tampoco daba pistas sobre la naturaleza de éstos.

—Esto es increíble —le comunicó Jane, desviando nuevamente la vista hacia París.

Él no contestó de inmediato.

Pese a que ella no lo veía a él, lo sintió mirarla intensamente. Y pronto no pudo más que rendirse al humillante deseo de sus mejillas de ruborizarse.

Ella supo que él había advertido su sonrojo cuando alzó nuevamente sus ojos hacia él y lo descubrió esbozando una media sonrisa satisfecha. Aquel gesto irritó a Jane, que enseguida frunció el ceño y se empeñó en ahuyentar la neblina seductora que empezaba a rodearlos.

—Ah —comentó Jane, dotando a sus ojos de una mirada indiferente—, te animo a que descartes cualquier posibilidad sexual que hayas imaginado conmigo.

El comentario tuvo el efecto esperado, y Connan enseguida dejó de mirarla de aquella intensa manera. En cambio, sus ojos parpadearon repetidas veces sorprendidos. Y después, un poco recuperado del estupor, sus labios sonrieron de su habitual modo socarrón.

—¿Hablamos de mis fantasías o de las tuyas? —preguntó de modo vacilón.

—De las tuyas, por supuesto —contestó ella muy digna—. Yo no tengo tiempo para interesarme por penes de famosos.

—Creo que mi polla es lo suficientemente maravillosa como para ser mencionada de forma más particular —protestó él divertido.

—¡Oh! Sí le has puesto nombre a tu mascota y no me resulta ridículo de mencionar, es posible que considere ser más específica —replicó con sarcasmo.

Connan lanzó una carcajada.

—“Mascota” no es el término adecuado —protestó él fingiéndose ofendido, aunque las profundidades de sus ojos hablaban de la diversión que sentía—. Es demasiado denigrante para la parte de mi anatomía encargada de canalizar mis deseos sexuales.

—Ah, ¿que ahora tiene superpoderes? —espetó Jane—. Nadie sospecharía que tienes un Batman entre las piernas.

Jane lo observó mientras él echaba la cabeza atrás y se deshacía en risotadas. Ante aquel despliegue de excelente humor, Jane no pudo resistirse a sonreír.

Él la miró con ojos brillantes, y una enorme sonrisa que se resistía a abandonar sus sensuales labios.

Jane suspiró.

—Jamás imaginaría que las vistas de esta romántica ciudad pudieran inspirar una conversación semejante. Sin duda, tienes un influjo perverso —comentó ella.

—Negarlo sería mentir. Soy un auténtico perverso —alegó él mirándola traviesamente.

—No me preocupa. Sé defenderme.

—Sin duda —le dijo sonriente—. Lo que potencia mi faceta perversa, he de añadir.

Jane enarcó una ceja.

—Pues mi capacidad para defenderme es proporcional a tu grado de perversidad. Así que me temo, señor Incordio, que esta es una batalla que se extenderá hasta la eternidad.

—Puesto que es una cualidad natural en mí, es una guerra fácil: solo tengo que ser yo mismo todos los días de mi vida —comentó con jovialidad.

—Bueno, yo tampoco soy un tierno corderito en mí día a día, así que supongo que me supone el mismo esfuerzo que a ti.

Él le mostró sus perfectos y blancos dientes en una encantadora sonrisa.

—Eso es estupendo. Me aburren los corderitos. Son fáciles de dar caza —sus ojos, momentos antes bromistas, de pronto almacenaban en ellos una sensualidad que consiguió obnubilarla unos instantes.

—Si lo que te interesa es cazar, te advierto que te busques otra víctima. Yo no estoy en ese mercado —replicó Jane con acritud—. Como quise decirte antes, si albergabas la esperanza de que me acostara contigo solo por facilitarme el acceso a la Torre, es que vives engañado.

Él le dirigió una mirada burlona.

—Bueno, no mentiré diciendo que no esperaba que la noche terminara mejor. Pero respeto tus garras, tigresa.

Permanecieron en silencio unos momentos en los que ambos se zambulleron en la magia que desprendía la ciudad. Pero Jane estaba más pendiente de su cercanía que de la belleza de la metrópoli, y sintió como su piel se erizaba, como anhelaba una proximidad mayor. Al fin y al cabo, lo que escondía su actitud arisca hacia él era una fuerte atracción. Y no solo por su más que evidente atractivo físico. Había algo en su mirada, algo en su sonrisa… Algo en sus descaradas palabras, todas entonadas como una invitación a desnudarse con él… Además, el ingenio agudo y perverso que poseía la divertía y la hacían disfrutar con su conversación de manera inimaginable.

Sin embargo, no podía permitirse cometer la tamaña estupidez de rendirse a su seducción. Había venido a París para dejar su pasado y construir un futuro satisfactorio y prometedor, tanto a nivel personal como profesional. Y su pasado incluía esporádicos encuentros sexuales vacíos. Y no iba a echar por tierra sus planes de concentrarse en cosas importantes ni siquiera por alguien como él. Sobre todo por alguien como él. Connan tenía toda la pinta de ser uno de esos expertos amantes que crean adicción… Y la idea de verse a sí misma mendigándole un polvo… No. Tendría que matarse después si alguna vez llegaba a una situación tan patética. Sería un homicidio contra su orgullo, uno de los pilares más importantes de su vida. En definitiva, era una mala idea. Una distracción inútil e innecesaria.

Costase lo que costase, iba a resistir a cualquier tentativa, tanto directa como indirecta, que sugiriera Connan Knight.

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