—¡Nada podría importarme menos que un centenar de
corrientes seres humanos comiendo! —protestó Jane—. No pretendo acosar a nadie
por muy famoso que sea, y aún menos ganarme un pasaje a la cárcel por matar a
alguno. ¡Solamente quiero subir ahí en calidad de inocente turista! —explicó
Jane por enésima vez al guardia de seguridad, en vano.
El agente negó con la cabeza, no dispuesto a dejarla
pasar bajo ninguna circunstancia.
—Lo siento señorita, mi trabajo es no fiarme de nadie —le
contestó—. Márchese.
Jane no podía estar más indignada.
—¡Por el amor de Dios! ¡Oficialmente el horario de
visitas está abierto hasta las 23:45! ¡Y sólo son las 23:02! Está obligado a
dejarme pasar —sentenció Jane, no dándose por vencida.
El guardia volvió a negar. Su paciencia tenía un límite,
y Jane se percató de que estaba muy cerca de las fronteras de este cuando un
tic nervioso comenzó a hacer acto de presencia en su mandíbula.
—Justamente hoy mi trabajo consiste en no dejar pasar a
nadie. Le repito que se marche.
Jane bufó enojada.
—¡No me voy! —Le rebatió Jane elevando la voz—. ¡No
pienso asumir mansamente que no puedo visitar esta maravilla turística
de la ingeniería solo porque cuatro asnos hayan decidido cenar fuera de casa!
En aquel momento una risa masculina sonó cerca de ella.
Antes incluso de ponerle rostro a la voz, un escalofrío de familiaridad la
recorrió, y se acentuó cuando descubrió al guapísimo Connan Knight muy cerca de
ella. Trato de reprimir la expresión anonadada que luchaba por reinar en su
rostro, o por lo menos rebajar el inevitable efecto. Tan ensimismada había
estado en su apasionada discusión que había perdido la noción de su alrededor,
y las consecuencias eran que Connan Knight hubiera tenido un perfecto alarde de
su cabezonería y mal genio. No sabía cuánto llevaba escuchando y realmente le
daba miedo meditar sobre ello, aunque el brillo burlón de sus ojos y la amplia
sonrisa de sus labios le dieron una pista: había escuchado suficiente.
Jane notó como sus mejillas se calentaban, y la idea de
lucir ruborizada la espantó. Se aclaró la garganta y compuso su ceño fruncido
más letal, dedicándoselo a Connan en exclusiva.
—¿Qué es lo que tanto te divierte? —le espetó con
brusquedad recomponiéndose de su asombro y de la noción de su persona. La
verdad es que su fama y su belleza lograban imponerla por momentos, cuando la
pillaba desprevenida.
Él no contestó a su pregunta. Permaneció en silencio unos
instantes, mirándola divertido.
—¿De verdad tienes tantas ganas de subir? —le preguntó en
cambio.
Jane lo miró con recelo, desconfiando de las intenciones
ocultas tras esa pregunta. Connan se percató de ello y su sonrisa se ensanchó.
—Por supuesto —respondió finalmente—. No me considero el
tipo de persona que necesita montarle una bronca innecesaria a alguien para
poder dormir bien —replicó.
Connan lanzó una carcajada.
—Pues yo sí —dijo él mirándola burlón—. Y a cambio de que
seas víctima de mis broncas esta noche, te propongo acompañarte allí arriba.
Jane parpadeó sorprendida. En el fondo su menté había
barajado la posibilidad de que esa conversación tuviera como propósito ese
desenlace, pero la idea le había parecido tan descabellada que la había
desechado nada más había empezado a formarse. Por supuesto, le daba miedo aceptar
su propuesta… Pero no tenía elección. Su orgullo la empujaba a aceptar. Después
del campo de batalla en el que había implicado al pobre guardia de seguridad,
quedaría como una tonta si se negara a aceptar su proposición… Además, la idea
de esos ojos brillando burlones y etiquetándola de cobarde… No. Por supuesto
que aceptaría.
—Siempre y que no te pongas muy pesado, supongo que
podría aceptar.
Connan acentuó su sonrisa mirándola fijamente justo antes
de dirigirse al guardia.
—Supongo que la señorita podrá acceder a la Torre en mi compañía, ¿verdad?
—Bueno… —vaciló el guardia— En realidad no me dieron
instrucciones para estos casos pero…
—Entonces, ¿por qué no hacerla feliz? ¿No le parece? —le
cortó jovialmente Connan.
—Creo que sería más sensato impedirle el paso, en
realidad —protestó el guardia.
—Creo que lo más sensato para conservar tu empleo es que
no recibas ninguna mala crítica, Señor Sheridan —respondió Connan leyendo la
placa que pendía de su uniforme, y alzando rápidamente la mirada hasta sus ojos
de manera elocuente.
No esperó a que el empleado respondiera, no lo
necesitaba. Hizo un gesto a Jane, que en medio de su asombró logro recordar
cómo se caminaba y alcanzó a seguirlo al interior de la Torre. Mientras marchaban juntos, pudo sentir las miradas cargadas
de odio que le taladraban la espalda por parte de los fans allí congregados,
quienes los siguieron con la mirada, interrogantes y furiosos con ella, hasta
que desaparecieron de su campo de visión.
—No me gustan tus métodos de persuasión —le comentó Jane
mientras esperaban a que bajara el ascensor.
Connan le dedicó una media sonrisa.
—Bueno, mi primera opción siempre es ser amable. Pero no
dudo en emplear otras armas menos amistosas si es necesario. En realidad no es
culpa mía si los demás me llevan al límite, ¿no crees?
Jane lo miró boquiabierta.
—¡Por supuesto que no! ¡No puedes ir abusando de tu
influencia social contra pobres inocentes que solo hacen su trabajo tan solo
porque no accedan a tus caprichos!
Él le lanzó una mirada irónica.
—¿Habla la misma que estaba dispuesta a pasar por encima
del cadáver del guardia que sólo hacía su
trabajo para complacer un capricho?
Jane la miró con el ceño fruncido.
—No es lo mismo. Yo estaba en mi derecho de entrar.
Todavía estaba abierto el horario de visitas —se defendió.
Él enarcó una ceja, escéptico.
Jane lo ignoró, y el que el ascensor llegara en aquel
mismo instante le facilitó la tarea. Entro en la espaciada cabina seguida de
él.
—¿Al último piso? —le preguntó.
Jane asintió.
Permanecieron en un silencio asombrosamente cómodo
mientras en su estómago sentían el movimiento del ascensor elevándoles.
Tuvieron que hacer un trasbordo para poder subir a lo alto, ya que la Torre iba estrechándose y la cabina
debía de pasar a ser de un tamaño
considerablemente más reducido. Mientras continuaban elevándose, Jane vio un anticipo de la maravillosa vista
que le esperaba en la cima a través de las paredes transparentes del cubículo, y
las ansias de llegar a lo alto se multiplicaron.
Cuando por fin alcanzaron la cumbre y salieron del calor
del ascensor, Jane sintió el látigo del frío revolviendo su cabello suelto y
estremeciendo su cuerpo. Sin embargo, avanzó hacia la noche hasta que se lo
impidió una especie de valla cuyos delgados barrotes formaban pequeños rombos.
Allí arriba no estaba protegida por ningún tipo de cristalera, y la sensación
de volar casi parecía real con la ciudad brillando a sus pies, el viento
tratando de elevarla y la noche prometiéndole el infinito en lo alto.
Nada más derramó su mirada en la enorme ciudad que dormía
a sus pies se quedó sin aliento. Se sentía en el centro de una especie de Todo.
A su alrededor se alzaban un ejército de edificios devorados por las sombras,
describiendo una infinitud de calles tenuemente iluminadas. Detectó en la
lejanía el río Sena, que parecía un oscuro firmamento acogedor de estrellas,
solo que estas eran en verdad un guiño de las luces de la ciudad. El río
cruzaba la capital abismándola en distintas partes, todas cobijadas en la
noche. Ensimismada en su contemplación de la ciudad, siguió con la mirada la
trayectoria del rio y reconoció la hermosa y antiquísima iglesia de Notre Dame, apostada en una porción de
tierra en medio del río, como si fuera un gran castillo medieval que tuviera al
Sena como foso. Sus paredes brillaban ambarinas por el efecto de los focos que
pendían de sus imponentes muros, y pese a la distancia le pareció hermosa e
impresionante. Tenía unas inmensas ganas de admirar el caleidoscopio perfecto
que formaban sus coloridos rosetones, de admirar sus rectangulares y gemelas
torres, acogedoras de estridentes y doradas campanas que cantaban como los
ángeles. Deseaba examinar cada escultura esculpida, cada forma magistralmente
moldeada de su espléndida arquitectura. Quería comprobar por sí misma las
horrendas fauces de las gárgolas que coronaban su fachada; estudiar cada pico
de los vanos ojivales; admirarse de los estilizados pináculos que decoraban el
gran edificio; maravillarse ante la armónica disposición de los arbotantes, los
cuales ayudaban a los muros que
resguardaban las naves en su ocupación desde tiempos remotos.
Inconscientemente fue paseando lentamente rodeando toda
la torre y lloviendo su mirada ansiosa de belleza por toda la ciudad,
distinguiendo en la oscuridad los edificios más simbólicos. Distinguió el museo
del Louvre, cuya inmensidad se
apreciaba perfectamente desde aquella altura, y consiguió dejarla sin aliento
nuevamente pese a haberlo pisado aquella misma tarde. Rescató de las sombras
también la Torre Montparnasse, un
impresionaste rascacielos que destacaba tanto por su tamaño como por su
naturaleza, tan diferente de las casas antiguas que lo rodeaban. Era de
estructura rectangular y parecía recubierta por cuadradas láminas de cristal
donde se reflejaba todo su alrededor. Localizó al resto de la familia del
rascacielos: un grupo de edificios similares que se agrupaban en una zona
conocida como La Défensé, un distrito
enteramente dedicado a los negocios. El mismo golpe de vista que incluía los
rascacielos también albergaba los jardines
del Trocadero. A pesar de la
oscuridad, era evidente el verdor de la hierba del parque. Aunque más que la
naturaleza, llamaban la atención los arquitectónicos elementos decorativos,
pues en el centro de la gran plaza una serie de estanques en cascada
arrastraban una incesante cortina de agua que desembocaba en un gigantesco
depósito desde cuyos bordes se disparaban chorros de agua que se encargaban de
que su cristalina superficie no dejara jamás de ondularse. Además de eso, una
rica serie de estatuas realizadas en los años treinta embellecían el jardín con
su encantadora presencia. Continuó girando sobre la torre, hasta que finalmente
sus ojos se detuvieron en las vistas del Norte. Allí avistó la basílica del Sagrado Corazón en lo alto de Montmartre, y a pesar de la familiaridad
que existía entre ellas, sintió como una vez más conseguía fascinarla. Una vez
más, sintió como su impoluta y virginal belleza le arrancaban un suspiro
soñador.
En ese preciso
momento sintió la mirada de él sobre ella. Distraída como había estado paseando
fascinada, no había advertido que él se había amoldado a sus movimientos y la
había acompañado en todo momento. Seguramente llevaba todo aquel rato
observándola en silencio, pero ella no le había prestado ninguna atención hasta
ese preciso instante. Alzó sus ojos hasta los de él, y no supo descifrar lo que
vio en ellos. Parecían cálidos y misteriosos. Dos profundidades oceánicas
atrayentes y cargadas de pensamientos secretos. Su boca, sensual y seria,
tampoco daba pistas sobre la naturaleza de éstos.
—Esto es increíble —le comunicó Jane, desviando
nuevamente la vista hacia París.
Él no contestó de inmediato.
Pese a que ella no lo veía a él, lo sintió mirarla
intensamente. Y pronto no pudo más que rendirse al humillante deseo de sus
mejillas de ruborizarse.
Ella supo que él había advertido su sonrojo cuando alzó
nuevamente sus ojos hacia él y lo descubrió esbozando una media sonrisa
satisfecha. Aquel gesto irritó a Jane, que enseguida frunció el ceño y se
empeñó en ahuyentar la neblina seductora que empezaba a rodearlos.
—Ah —comentó Jane, dotando a sus ojos de una mirada
indiferente—, te animo a que descartes cualquier posibilidad sexual que hayas
imaginado conmigo.
El comentario tuvo el efecto esperado, y Connan enseguida
dejó de mirarla de aquella intensa manera. En cambio, sus ojos parpadearon
repetidas veces sorprendidos. Y después, un poco recuperado del estupor, sus
labios sonrieron de su habitual modo socarrón.
—¿Hablamos de mis fantasías o de las tuyas? —preguntó de
modo vacilón.
—De las tuyas, por supuesto —contestó ella muy digna—. Yo
no tengo tiempo para interesarme por penes de famosos.
—Creo que mi polla es lo suficientemente maravillosa como
para ser mencionada de forma más particular —protestó él divertido.
—¡Oh! Sí le has puesto nombre a tu mascota y no me
resulta ridículo de mencionar, es posible que considere ser más específica
—replicó con sarcasmo.
Connan lanzó una carcajada.
—“Mascota” no es el término adecuado —protestó él
fingiéndose ofendido, aunque las profundidades de sus ojos hablaban de la
diversión que sentía—. Es demasiado denigrante para la parte de mi anatomía
encargada de canalizar mis deseos sexuales.
—Ah, ¿que ahora tiene superpoderes? —espetó Jane—. Nadie
sospecharía que tienes un Batman
entre las piernas.
Jane lo observó mientras él echaba la cabeza atrás y se
deshacía en risotadas. Ante aquel despliegue de excelente humor, Jane no pudo
resistirse a sonreír.
Él la miró con ojos brillantes, y una enorme sonrisa que
se resistía a abandonar sus sensuales labios.
Jane suspiró.
—Jamás imaginaría que las vistas de esta romántica ciudad
pudieran inspirar una conversación semejante. Sin duda, tienes un influjo
perverso —comentó ella.
—Negarlo sería mentir. Soy un auténtico perverso —alegó
él mirándola traviesamente.
—No me preocupa. Sé defenderme.
—Sin duda —le dijo sonriente—. Lo que potencia mi faceta
perversa, he de añadir.
Jane enarcó una ceja.
—Pues mi capacidad para defenderme es proporcional a tu
grado de perversidad. Así que me temo, señor Incordio, que esta es una batalla
que se extenderá hasta la eternidad.
—Puesto que es una cualidad natural en mí, es una guerra
fácil: solo tengo que ser yo mismo todos los días de mi vida —comentó con
jovialidad.
—Bueno, yo tampoco soy un tierno corderito en mí día a
día, así que supongo que me supone el mismo esfuerzo que a ti.
Él le mostró sus perfectos y blancos dientes en una
encantadora sonrisa.
—Eso es estupendo. Me aburren los corderitos. Son fáciles
de dar caza —sus ojos, momentos antes bromistas, de pronto almacenaban en ellos
una sensualidad que consiguió obnubilarla unos instantes.
—Si lo que te interesa es cazar, te advierto que te
busques otra víctima. Yo no estoy en ese mercado —replicó Jane con acritud—.
Como quise decirte antes, si albergabas la esperanza de que me acostara contigo
solo por facilitarme el acceso a la Torre,
es que vives engañado.
Él le dirigió una mirada burlona.
—Bueno, no mentiré diciendo que no esperaba que la noche
terminara mejor. Pero respeto tus garras, tigresa.
Permanecieron en silencio unos momentos en los que ambos
se zambulleron en la magia que desprendía la ciudad. Pero Jane estaba más
pendiente de su cercanía que de la belleza de la metrópoli, y sintió como su
piel se erizaba, como anhelaba una proximidad mayor. Al fin y al cabo, lo que
escondía su actitud arisca hacia él era una fuerte atracción. Y no solo por su más
que evidente atractivo físico. Había algo en su mirada, algo en su sonrisa…
Algo en sus descaradas palabras, todas entonadas como una invitación a
desnudarse con él… Además, el ingenio agudo y perverso que poseía la divertía y
la hacían disfrutar con su conversación de manera inimaginable.
Sin embargo, no podía permitirse cometer la tamaña
estupidez de rendirse a su seducción. Había venido a París para dejar su pasado
y construir un futuro satisfactorio y prometedor, tanto a nivel personal como
profesional. Y su pasado incluía esporádicos encuentros sexuales vacíos. Y no
iba a echar por tierra sus planes de concentrarse en cosas importantes ni
siquiera por alguien como él. Sobre todo por alguien como él. Connan tenía toda
la pinta de ser uno de esos expertos amantes que crean adicción… Y la idea de
verse a sí misma mendigándole un polvo… No. Tendría que matarse después si
alguna vez llegaba a una situación tan patética. Sería un homicidio contra su
orgullo, uno de los pilares más importantes de su vida. En definitiva, era una
mala idea. Una distracción inútil e innecesaria.
Costase lo que costase, iba a resistir a cualquier
tentativa, tanto directa como indirecta, que sugiriera Connan Knight.
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