La noche daba la excusa a París de encender su espíritu.
Y Jane se embelesó ante la vorágine de luz y movimiento en que se sumía el
centro de la ciudad.
Si bien desde Montmartre
la metrópoli parecía brillar bajo el manto de la melancolía, como una llama que
resplandece retando a las tinieblas, estando en el centro la noche era una
espiral de movimiento, de prisas por vivir y disfrutar.
En Montmartre
la noche arropaba la ciudad y la mecía al son de una triste nana que adormecía
la conciencia, y bajaba la llama de los imposibles. La luz que permanecía
atraía los corazones, que seducidos por las estrellas flotantes buscaban una
manera de emerger sobre la razón y guiar a sus dueños.
La noche en el barrio bohemio era aliada de recuerdos y
de sueños, de paz y esperanzas. Mientras se empapaba del hermoso paisaje Jane
había sentido como las luces de la ciudad se habían abierto paso a su interior,
y por un instante habían prendido un fuerte pero efímero fuego en su corazón.
El eco de aquel calor aún viajaba por sus venas, y Jane sentía pánico ante la
sola idea de que se evaporara. Luchaba por convencerlo de quedarse a su lado
dedicándole un millar de pensamientos, pero aún no comprendía que la única
manera de que permaneciera junto a ella era hablándole con el corazón. Sin
embargo, aún guardaba un pedacito de aquella llama, la misma que suspendía su
alma sobre un lecho de sueños. Aún conservaba un susurro de aquella noche.
Ahora, estando en el centro de aquel torbellino de luces,
Jane sentía ganas de emprender el vuelo. Ganas de canalizar esa luz y hacer de
ella algo que la elevara por encima de sus expectativas. De descubrir la
procedencia de cada nueva luz que brillaba a sus ojos. De belleza, de magia. De
explorar y reír. De vivir, simple y llanamente.
Acababa de salir de un restaurante donde había cenado
tranquila y lujosamente. La comida había hecho justicia a su elevado precio y
había resultado exquisita. Había decidido darse un capricho; al fin y al cabo,
se lo merecía. Y un día era un día. Y de todos modos había necesitado una buena
comida para recuperar energías después de la precaria alimentación que llevaba
ese día. Aparte de haber comido poco no se había detenido a respetar horarios y
al final de la jornada se había descubierto ferozmente hambrienta.
Se había pasado gran parte del mediodía y absolutamente
toda la tarde explorando el Museo del
Louvre. Prácticamente había necesitado de la insistencia de más de un
guardia de seguridad para que abandonara el edificio.
El museo había resultado ser muy estimulante. Era un
edificio increíblemente extenso y guardaba en su interior colecciones demasiado
fascinantes y cuantiosas, y el hecho de no haber podido contemplarlas todas la
hacían bullir de frustración. Y las obras que había visto las había apreciado
bajo la presión del tiempo, sin haber podido explayarse en su escrutinio y
haber admirado minuciosamente cada detalle, tal y como le gustaba mirar el
arte: como si el secreto del universo fuera visible en cada curva esculpida o
en cada pincelada. Aún y todo, había disfrutado muchísimo del recorrido.
Había comenzado por la sección que la puso en contacto
con sus antepasados. Se había reencontrado con sus orígenes más lejanos. Había
estudiado con sumo interés las primitivas armas, hechas de piedras afiladas al
principio, y que después habían ido evolucionando a armamentos de metal oxidado.
Se había preguntado con intensa curiosidad lo que relatarían los dibujos
esculpidos en pesadas y rectangulares láminas de piedra, que contenían mensajes
que la fascinaban y la intrigaban a partes iguales. Las piezas habían derivado
a vasijas, jarrones y utensilios hogareños, cuyos esmaltes desgastados dejaban
adivinar el intenso color con el que alguna vez brillaran y los seriales
dibujos que lucieran.
Después se había encontrado en salas gigantescas que
acogían fascinantes y hermosísimas esculturas de patrón griego. Todas las
criaturas representadas, ya fueran humanos o monstruos, resultaban bellas
dentro de su horror. Las bestias se contorsionaban con la gracia propia de una
princesa, y sus víctimas luchaban por liberarse de sus garras punzantes o sus
anillas asfixiantes con la heroicidad definida en sus prominentes músculos. Todos
guardaban una proporción que rozaba la perfección, y su anatomía era fiel a la
fisonomía de los Dioses: como siluetas de características humanas con un deje
sobrehumano, demasiado perfectas para tratarse de simples criaturas terrenales
pero demasiado corrientes para pertenecer del todo a una dimensión fantasiosa.
No encajaban en la realidad humana, pero tampoco en un mundo de seres
quiméricos.
Sin duda, la sala dedicada a las estatuas griegas fue uno
de los terrenos que más la habían maravillado del Museo. Aquel homenaje a la belleza del cuerpo, representado por
hermosos jóvenes marmóreos de músculos definidos, poses épicas y melancólicas
miradas. Y por aquellas bellas jóvenes de firmes pechos que lucían como una
deliciosa fruta prohibida y con aquellas cinturas cuyas curvas describían una
feminidad y sensualidad que cautivaban tanto a hombres como a mujeres.
Las miradas de todos ellos encerraban secretos
escondidos, perdidas en ensoñaciones de otros tiempos, épocas en las que él sol
era más joven y la luna más aclamada. Sus bocas, tentadoras y llenas,
permanecían selladas a la espera de un beso. Esperaban la oportunidad de
derramar toda aquella pasión que contenían desde tiempos remotos. Sus manos
ambicionaban el paraíso de un roce en algunos casos, y en otros imploraban
clemencia mediante un gesto abatido. A veces incluso retenían un sueño. Las
había inclusive quienes acunaban la vida o traían la muerte mediante un
mandoble de sus espadas. Pero todas las esculturas sin excepción yacían
eternizadas, a la espera de liberarse de sus pecados y granjearse unas alas que
les permitieran zambullirse en el cielo y mezclarse con las esponjosas nubes.
Después se había internado en una sucesión de amplias
galerías que exponían cuadros pendidos de sus altos muros. Cada vez que había
penetrado en una de esas estancias que hacían semejante tributo al arte, su
corazón había palpitado impaciente por descubrir que maravillas encontraría en
cada una. Y lo cierto es que, al final, muchos cuadros hablaban de los mismos
temas, y sin embargo eran tan singulares… Pues cada cual utilizaba su propio
lenguaje para describir las maravillas del mundo. Así pues, las montañas se
escarpaban en un ángulo distinto en cada cordillera representada; la nieve
tenía una textura distinta en cada invierno; el agua se ondulaba de manera sin
igual en cada océano; los cielos se vestían de tonos infinitos; los caballos
galopaban con estilo propio; y los perros irradiaban una lealtad nunca vista.
Todos los árboles se encaramaban a la tierra, lo único que les impedía
entregarse a una danza eterna con el viento. La luna iluminaba las sombras de
la noche, y su variada luminosidad era siempre digna de alabanza. Los ángeles
tenían la pureza escrita en la mirada, y sus cabellos llameaban al calor del
sol y sus cuerpos tibios se ruborizaban, y se vestían esponjosas alas,
dispuestos a surcar un despejado cielo de verano. Las flores se abrían,
presumiendo de hermosos pétalos que encerraban más belleza de la permitida. Las
mujeres sonreían a sus retratistas, embutidas en vaporosos vestidos lujosamente
ornamentados, y en poses que acentuaban la dignidad de reina que bullían sus
señoriales corazones. Las más desinhibidas, aquellas que ofrecían su belleza
desnuda, se fundían con sabanas de suave roce que se arremolinaban en torno a
ellas. Los batalladores tenían decisión en la mirada, seguridad en sus poses y
el triunfo en la forma en que empuñaban su arma. Los niños eran una perfecta
combinación de inocencia y travesura que escondían maquiavélicos planes tras
sus enormes y límpidos ojitos.
Y, absolutamente todos, tenían algo que transmitir: paz,
miedo, soledad, regocijo, sensualidad, oscuridad, luz, sufrimiento, inocencia,
pecado, lujuria, represión, inquietud, arrepentimiento, reflexión, misterio,
plenitud, libertad, amor, ilusión, inconformidad, exaltación, maldad, frío,
calor, miedo, sensatez, locura, fantasía, ilusión, dolor, anhelo, prohibición,
extrañez, añoranza, felicidad, tentación, tenebrosidad, profanación, respeto,
obediencia, mansedumbre, rebeldía, placer, muerte, vida.
No había podido contemplar todos y cada uno de los
cuadros que hospedaba el Museo, no
aquel día al menos, ya que no dudaba en que regresaría. El arte es algo tan
puro, algo tan descriptivo, como un rayo de sol que emergiera desde el
mismísimo alma. Y es que no solo narra la historia del mundo, sino que también
la critica desde el punto de vista del autor. Inconscientemente, incluso el que
asegura ser objetivo, deja entrever un pedazo de su alma en cada pincelada. En
algunos es más visible que en otros, pero siempre, siendo conscientes o no,
resaltan algo en sus pinturas, algo que irradia una clave importante sobre la
esencia de cada alma. Y es sin duda algo fascinante tener la oportunidad de espiar
el interior de alguien. Pues muchas veces hay que encontrar otros medios para
acceder a las personas. Lo más puro y sincero que poseemos es el pensamiento,
pero este necesariamente no tiene por que salir a la luz. Su abogado es nuestra
boca, la cual tiene la opción de decidir si ser fiel a nuestras reflexiones o
modificarlas en favor de esconder nuestro espíritu a ojos ajenos. Por ello,
finalmente deduzco que la boca es en realidad la que menos expresa. Y las
puertas más directas a nuestra alma son nuestros ojos, cuyas profundidades
tienden a deshacerse de nuestro control y expresar la verdad escondida tras las
mentiras que pronunciamos en voz. Nuestro cuerpo, cuya expresión a veces escapa
a nuestro entendimiento. Muchas veces tiene vida propia y actúa en servicio de
un sentimiento que nuestra mente aún no ha reconocido ni puesto nombre. Nuestro
arte. Y no solo me refiero a la pintura, siento a todas y cada una de sus
expresiones: el baile, la escritura, la escultura, la música, la interpretación,
la fotografía, la arquitectura, etc. Todas esas ramificaciones son opacas, y
tenemos que concederle parte de nuestro resplandor para que brillen y fascinen
como tienden a hacerlo. No es tanto la hermosura como el retazo de un
pensamiento puro lo que tanto nos atrae del arte. Y el secreto de tal
revelación es que normalmente el artista no es consciente de que está dejando
una huella de su esencia.
Retornando a las galerías del Louvre, Jane había abandonado, no sin cierta tristeza, las salas
dedicadas a los cuadros, pero su buen ánimo enseguida se había recobrado cuando
apareció en la sección dedicada a la antigua civilización egipcia. Siempre
había sentido una fascinación desmedida por aquella cultura. Un gran interés y
curiosidad. Los egipcios habían dejado huellas, pero aún y todo no dejaban de
ser un misterio exquisito. Y en realidad jamás comprenderíamos del todo su
mundo, aún en el caso de que los expertos reunieran todas las piezas del puzle
y dieran respuesta a todos los interrogantes. Les faltaría conocer lo más
importante: la emoción, el sentimiento que había impulsado cada acto que
resaltara en el curso del la Historia. Jamás entenderían del todo el mecanismo
de esas mentes, la solidez de sus creencias y los motivos de cada decisión que
tomaran. Así como este futuro se les haría inimaginable a los antiguos
egipcios, a nosotros, por mucha información que recabáramos, tampoco nos
encajaría del todo el pasado. Al fin y al cabo, nos faltaría la pieza más
importante para completar el misterio: la ambientación del cuento.
Jane había estudiado maravillada las enormes esfinges
gemelas dispuestas una al lado de la otra, con sus superficies irregulares e
imperfectas bajo el mordisco del tiempo. Y aún así imponentes y hermosas. Sus
cuerpos descansaban echados sobre una gruesa lámina de piedra con la que
formaban conjunto, con sus cuartos traseros de león plegados y encaramados al
suelo y sus patas delanteras descansando paralelamente en una engañosa
relajación, pues sus ojos hablaban de una vigilancia que no se perdía detalle
de su entorno.
Se había demorado en una vitrina que protegía una hilera
de sarcófagos. Todos ellos bajo los dictados de la silueta humana, con sus
rostros de piel bronceada, sus ojos negros, y sus cabelleras de ébano y de
corte recto. Con la opulencia pendiendo de sus cabellos en forma de tocados confeccionados
en oro y piedras preciosas y en diseños intrincados que hablaban de su destreza
artesanal. Todos cubiertos con largas túnicas coloridas y sobrevestes que
cubrían sus hombros en armonía con sus tocados. Con aquellos mensajes ocultos
en sucesiones de dibujos y letras.
Realmente había disfruta de todas y cada una de las
piezas. Y Jane pensaba en lo acertado de su decisión de tomarse un día para
hacer una excursión por el centro de París cuando divisó entres los edificios
más altos y sofisticados la Torre Eiffel.
Irradiaba majestuosidad y magia, y se dejó seducir por su encanto. Por ello,
pese a encontrarse tan cansada a esas alturas del día, se negó a volver a casa
sin haber subido a lo alto de la Torre.
***
Connan echó un rápido vistazo a su flamante Rolex de plata. No faltaba mucho para
que fueran las once.
Normalmente le gustaba desentenderse de la noción del
tiempo y vivir sin ningún tipo de dictado, ni siquiera el del tiempo. Sin
embargo, eso no era socialmente aceptable. Había reglas sujetas a las horas… Y
no le quedaba más remedio que amoldarse al paso del mundo.
Miró a su alrededor, donde gente con la que había
trabajado y cosechado un gran éxito reía y bebía champagne. Todos se habían
reunido allí con el propósito de celebrar la rotunda gloria que habían obtenido
en la última película que había protagonizado. Todo el equipo se encontraba
allí: el productor, el director, el guionista, los estilistas, los diseñadores
de escenario, los músicos, los actores, los secundarios. Y absolutamente todos
exudaban una alegría que había empañado el ambiente con un alborozo contagioso.
Habían acaparado todo el restaurante emplazado en la
primera planta de la Torre Eiffel. Y
el local no había tardado en contaminarse de la euforia común.
Connan se disculpó un momento con la excusa de salir a
fumar, y se alejó de la zona reservada al restaurante para detenerse frente a
las cristaleras que rodeaban toda la primera planta, permitiéndole contemplar
la ciudad a sus pies. Encendió un cigarrillo entre sus labios mientras maldecía
que los ventanales lo resguardaran del viento, pues sentía el deseo de que una
fría ventisca le azotara el rostro y dispersara sus pensamientos, refrescando
su mente.
Había disfrutado enormemente del reencuentro con todo el
equipo. Sin embargo, empezaba a notar como el cansancio derribaba sus últimas
fuerzas lentamente, y con ello su apetencia de permanecer allí. Últimamente
había dedicado pocas horas de sueña a favor de las diversiones nocturnas, y
tanto su cuerpo como su mente se estaban encargando de concienciarlo.
Por tanto, resolvió informar de su marcha en cuanto
volviese a la algarabía de sus compañeros. Pero hasta entonces, se propuso
disfrutar de su cigarrillo y de las hermosas vistas.
Velado por el blanco humo serpenteante del tabaco, Connan
distinguió la extensión del río Sena, que al abrazo de la noche parecía abrirse
paso hasta el infinito. Su vaivenea superficie permitía la luna reconciliarse
con su gemela, y a las luces ambarinas de las farolas multiplicar su
resplandor. Las aceras, amarillentas por los efectos de la luz se curvaban y se
escindían tras los edificios que sustentaban. Éstos se refugiaban en la sombra
y sus maravilladas fachadas, ricas en detalles ornamentales, quedaban reducidas
a paredes corrientes infectadas de oscuridad.
Sus pensamientos dejaron de tener como núcleo su propio
ser, y empezaron a centrarse en la hermosura que transmitía la ciudad, tan
dormida y a la vez avispada. Sus ojos acariciaron el laberinto de edificios y
calles que lo rodeaban por todas partes. Un laberinto cuyo principio y fin se
difuminaban en la noche y le confería el calificativo de infinito.
Desde allí, lo más alto de París y en el centro, podía
sentirse, sin ningún tipo de dificultad, como el rey que orgulloso contempla
toda la extensión de su reino. Aunque realmente Connan no podía imaginarse que
se sentiría al saberse dueño de algo tan hermoso y grande. Aunque si estaba más
familiarizado con la responsabilidad y la presión que debía suponer poseerlo.
Él ya se sentía abatido teniendo a su cargo a una pequeña de seis años. No
quería ni imaginarse lo que supondría estarlo también de millones de niños más.
Por lo que enseguida desertó hacerse rey de París.
Connan casi rió ante el descabellado y osado rumbo de sus
pensamientos.
—Te encuentro terriblemente pensativo —comentó Diane
posicionándose a su lado y pillándole desprevenido. Al parecer, ella también
había optado por descansar un poco del jolgorio general—. Aunque debe ser algo
alegre lo que tengas en mente a juzgar por tu sonrisa.
—Algo tonto, más bien —la corrigió él, negándose a entrar
en detalles—. Estoy cansado —le informó—, así que me iré enseguida. Pero no
tienes por qué retirarte tan pronto por el simple hecho de alojarte conmigo. En
cuanto llegue a casa mandaré a mi limusina de regreso para que te lleve cuando
quieras.
Diane negó con la cabeza y le sonrió.
—Iré contigo. A decir verdad, yo también estoy algo
cansada.
Connan asintió y volvió a empaparse con la visión de la
ciudad. Diane lo acompañó unos instantes en su reflexivo mutismo, pero pronto
decidió rendirse a su necesidad de rellenar silencios.
—Eso sí, me da pereza atravesar ese maremágnum de fans
—comentó.
Connan enfocó la vista en el multitudinario grupo de
gente al que se refería Diane. Desde que se corriera la noticia de la
congregación de los famosos en la Torre
Eiffel, innumerables jóvenes se habían apostado en rededor del carismático
edificio a horas escandalosamente tempranas, y sospechaba que su estancia se
alargaría a horas escandalosamente tardes también. Por supuesto, habían
atendido a los fans breve aunque agradecidamente cuando llegaran a la cita,
pero estos aún permanecían en su sitio, esperando con la esperanza de llevarse
otro recuerdo más.
—Se lo debemos todo a ellos —le recordó Connan. Se separó
de las cristaleras y emprendió el regreso al restaurante seguido por Diane.
Por supuesto, la noticia de la partida de ambos causó un
desencanto general y una actitud exageradamente quejumbrosa, pero Connan no se
dejó seducir por las protestas. Pronto las insistencias de que se quedaran
tuvieron a Diane como diana, debido a que no tardaron en comprender que la
decisión de Connan era inamovible. La engatusaron prometiéndole llevarlo a los
clubs más flamantes de la ciudad, y según iban enumerándoles tentadores planes
la indecisión que iba ganando terreno en ella se leía en sus ojos.
—Quédate —la animó Connan—. De todos modos, le prometí a
Allison ver una película con ella si llegaba antes de las doce, y al parecer va
ser así.
Aquello fue suficiente. Diane fingió una sonrisa que
ocultó muy bien su aversión hacia esa pequeña maleducada y se rindió a las
insistencias de los demás.
Connan se despidió de todos y salió de allí. Sentía la
necesidad de aire fresco, por lo que optó por bajar por las escaleras, ya que
la simple idea de permanecer quieto una fracción de segundo esperando la
llegada del ascensor se le antojó insoportable.
Tal y como había previsto, nada más salió al frescor de
la noche un ejército de jóvenes -entre los que destacaban en número las
mujeres- se abalanzó sobre él. Pese al cansancio que padecía y las terribles
ganas que sentía de llegar a casa no se le pasó por la cabeza ser grosero.
Trató de acortar las emocionales atenciones de sus fans, aunque siempre con
amabilidad. Pero sus fans eran fieros guerreros, y en el agotado estado en el
que se encontraba, bien tenían las de ganar. Y confirmó aquella teoría cuando
sintió manos vinientes de todas las direcciones ansiosas por tocarlo por todas
partes.
En medio de esa vorágine de locura donde absolutamente
todos los jóvenes lo habían implicado, por el rabillo del ojo distinguió una
joven que gesticulaba llamativamente con las manos. Por sus movimientos parecía
expresar un gran enojo. Parecía estar discutiendo acaloradamente con unos de los
agentes de seguridad de la Torre Eiffel.
¿Realmente podría haber en aquel perímetro una persona
absolutamente desinteresada por los famosos que allí se encontraban? Por
increíble que pareciera, así era. No era posible que no hubiera advertido su
presencia después de ser el núcleo de un escándalo que montaba más estruendo
que una bomba atómica.
Y entonces lo comprendió todo. Por supuesto, no podía ser
otra que la extraña de los ojos violáceos. Pese a la distancia y la oscuridad,
alcanzó a ver lo suficiente como para distinguirla. Sí, era ella.
Acalló la alarma que emitió su cerebro cuando fue
consciente de la extraña alegría que experimentó al reconocerla. Y con una
sonrisa que no sabía si era en servicio de una manera políticamente correcta de
disculparse con sus fans por el desplante que estaba a punto de hacerles o por
la natural reacción que le produjo verla, se dirigió hacia ella con decisión.
No hay comentarios:
Publicar un comentario