lunes, 12 de marzo de 2012

►CAPÍTULO III. [Part V]


La noche daba la excusa a París de encender su espíritu. Y Jane se embelesó ante la vorágine de luz y movimiento en que se sumía el centro de la ciudad.

Si bien desde Montmartre la metrópoli parecía brillar bajo el manto de la melancolía, como una llama que resplandece retando a las tinieblas, estando en el centro la noche era una espiral de movimiento, de prisas por vivir y disfrutar.

En Montmartre la noche arropaba la ciudad y la mecía al son de una triste nana que adormecía la conciencia, y bajaba la llama de los imposibles. La luz que permanecía atraía los corazones, que seducidos por las estrellas flotantes buscaban una manera de emerger sobre la razón y guiar a sus dueños.

La noche en el barrio bohemio era aliada de recuerdos y de sueños, de paz y esperanzas. Mientras se empapaba del hermoso paisaje Jane había sentido como las luces de la ciudad se habían abierto paso a su interior, y por un instante habían prendido un fuerte pero efímero fuego en su corazón. El eco de aquel calor aún viajaba por sus venas, y Jane sentía pánico ante la sola idea de que se evaporara. Luchaba por convencerlo de quedarse a su lado dedicándole un millar de pensamientos, pero aún no comprendía que la única manera de que permaneciera junto a ella era hablándole con el corazón. Sin embargo, aún guardaba un pedacito de aquella llama, la misma que suspendía su alma sobre un lecho de sueños. Aún conservaba un susurro de aquella noche.

Ahora, estando en el centro de aquel torbellino de luces, Jane sentía ganas de emprender el vuelo. Ganas de canalizar esa luz y hacer de ella algo que la elevara por encima de sus expectativas. De descubrir la procedencia de cada nueva luz que brillaba a sus ojos. De belleza, de magia. De explorar y reír. De vivir, simple y llanamente.

Acababa de salir de un restaurante donde había cenado tranquila y lujosamente. La comida había hecho justicia a su elevado precio y había resultado exquisita. Había decidido darse un capricho; al fin y al cabo, se lo merecía. Y un día era un día. Y de todos modos había necesitado una buena comida para recuperar energías después de la precaria alimentación que llevaba ese día. Aparte de haber comido poco no se había detenido a respetar horarios y al final de la jornada se había descubierto ferozmente hambrienta.

Se había pasado gran parte del mediodía y absolutamente toda la tarde explorando el Museo del Louvre. Prácticamente había necesitado de la insistencia de más de un guardia de seguridad para que abandonara el edificio.

El museo había resultado ser muy estimulante. Era un edificio increíblemente extenso y guardaba en su interior colecciones demasiado fascinantes y cuantiosas, y el hecho de no haber podido contemplarlas todas la hacían bullir de frustración. Y las obras que había visto las había apreciado bajo la presión del tiempo, sin haber podido explayarse en su escrutinio y haber admirado minuciosamente cada detalle, tal y como le gustaba mirar el arte: como si el secreto del universo fuera visible en cada curva esculpida o en cada pincelada. Aún y todo, había disfrutado muchísimo del recorrido.

Había comenzado por la sección que la puso en contacto con sus antepasados. Se había reencontrado con sus orígenes más lejanos. Había estudiado con sumo interés las primitivas armas, hechas de piedras afiladas al principio, y que después habían ido evolucionando a armamentos de metal oxidado. Se había preguntado con intensa curiosidad lo que relatarían los dibujos esculpidos en pesadas y rectangulares láminas de piedra, que contenían mensajes que la fascinaban y la intrigaban a partes iguales. Las piezas habían derivado a vasijas, jarrones y utensilios hogareños, cuyos esmaltes desgastados dejaban adivinar el intenso color con el que alguna vez brillaran y los seriales dibujos que lucieran.

Después se había encontrado en salas gigantescas que acogían fascinantes y hermosísimas esculturas de patrón griego. Todas las criaturas representadas, ya fueran humanos o monstruos, resultaban bellas dentro de su horror. Las bestias se contorsionaban con la gracia propia de una princesa, y sus víctimas luchaban por liberarse de sus garras punzantes o sus anillas asfixiantes con la heroicidad definida en sus prominentes músculos. Todos guardaban una proporción que rozaba la perfección, y su anatomía era fiel a la fisonomía de los Dioses: como siluetas de características humanas con un deje sobrehumano, demasiado perfectas para tratarse de simples criaturas terrenales pero demasiado corrientes para pertenecer del todo a una dimensión fantasiosa. No encajaban en la realidad humana, pero tampoco en un mundo de seres quiméricos.

Sin duda, la sala dedicada a las estatuas griegas fue uno de los terrenos que más la habían maravillado del Museo. Aquel homenaje a la belleza del cuerpo, representado por hermosos jóvenes marmóreos de músculos definidos, poses épicas y melancólicas miradas. Y por aquellas bellas jóvenes de firmes pechos que lucían como una deliciosa fruta prohibida y con aquellas cinturas cuyas curvas describían una feminidad y sensualidad que cautivaban tanto a hombres como a mujeres.

Las miradas de todos ellos encerraban secretos escondidos, perdidas en ensoñaciones de otros tiempos, épocas en las que él sol era más joven y la luna más aclamada. Sus bocas, tentadoras y llenas, permanecían selladas a la espera de un beso. Esperaban la oportunidad de derramar toda aquella pasión que contenían desde tiempos remotos. Sus manos ambicionaban el paraíso de un roce en algunos casos, y en otros imploraban clemencia mediante un gesto abatido. A veces incluso retenían un sueño. Las había inclusive quienes acunaban la vida o traían la muerte mediante un mandoble de sus espadas. Pero todas las esculturas sin excepción yacían eternizadas, a la espera de liberarse de sus pecados y granjearse unas alas que les permitieran zambullirse en el cielo y mezclarse con las esponjosas nubes.

Después se había internado en una sucesión de amplias galerías que exponían cuadros pendidos de sus altos muros. Cada vez que había penetrado en una de esas estancias que hacían semejante tributo al arte, su corazón había palpitado impaciente por descubrir que maravillas encontraría en cada una. Y lo cierto es que, al final, muchos cuadros hablaban de los mismos temas, y sin embargo eran tan singulares… Pues cada cual utilizaba su propio lenguaje para describir las maravillas del mundo. Así pues, las montañas se escarpaban en un ángulo distinto en cada cordillera representada; la nieve tenía una textura distinta en cada invierno; el agua se ondulaba de manera sin igual en cada océano; los cielos se vestían de tonos infinitos; los caballos galopaban con estilo propio; y los perros irradiaban una lealtad nunca vista. Todos los árboles se encaramaban a la tierra, lo único que les impedía entregarse a una danza eterna con el viento. La luna iluminaba las sombras de la noche, y su variada luminosidad era siempre digna de alabanza. Los ángeles tenían la pureza escrita en la mirada, y sus cabellos llameaban al calor del sol y sus cuerpos tibios se ruborizaban, y se vestían esponjosas alas, dispuestos a surcar un despejado cielo de verano. Las flores se abrían, presumiendo de hermosos pétalos que encerraban más belleza de la permitida. Las mujeres sonreían a sus retratistas, embutidas en vaporosos vestidos lujosamente ornamentados, y en poses que acentuaban la dignidad de reina que bullían sus señoriales corazones. Las más desinhibidas, aquellas que ofrecían su belleza desnuda, se fundían con sabanas de suave roce que se arremolinaban en torno a ellas. Los batalladores tenían decisión en la mirada, seguridad en sus poses y el triunfo en la forma en que empuñaban su arma. Los niños eran una perfecta combinación de inocencia y travesura que escondían maquiavélicos planes tras sus enormes y límpidos ojitos.

Y, absolutamente todos, tenían algo que transmitir: paz, miedo, soledad, regocijo, sensualidad, oscuridad, luz, sufrimiento, inocencia, pecado, lujuria, represión, inquietud, arrepentimiento, reflexión, misterio, plenitud, libertad, amor, ilusión, inconformidad, exaltación, maldad, frío, calor, miedo, sensatez, locura, fantasía, ilusión, dolor, anhelo, prohibición, extrañez, añoranza, felicidad, tentación, tenebrosidad, profanación, respeto, obediencia, mansedumbre, rebeldía, placer, muerte, vida.

No había podido contemplar todos y cada uno de los cuadros que hospedaba el Museo, no aquel día al menos, ya que no dudaba en que regresaría. El arte es algo tan puro, algo tan descriptivo, como un rayo de sol que emergiera desde el mismísimo alma. Y es que no solo narra la historia del mundo, sino que también la critica desde el punto de vista del autor. Inconscientemente, incluso el que asegura ser objetivo, deja entrever un pedazo de su alma en cada pincelada. En algunos es más visible que en otros, pero siempre, siendo conscientes o no, resaltan algo en sus pinturas, algo que irradia una clave importante sobre la esencia de cada alma. Y es sin duda algo fascinante tener la oportunidad de espiar el interior de alguien. Pues muchas veces hay que encontrar otros medios para acceder a las personas. Lo más puro y sincero que poseemos es el pensamiento, pero este necesariamente no tiene por que salir a la luz. Su abogado es nuestra boca, la cual tiene la opción de decidir si ser fiel a nuestras reflexiones o modificarlas en favor de esconder nuestro espíritu a ojos ajenos. Por ello, finalmente deduzco que la boca es en realidad la que menos expresa. Y las puertas más directas a nuestra alma son nuestros ojos, cuyas profundidades tienden a deshacerse de nuestro control y expresar la verdad escondida tras las mentiras que pronunciamos en voz. Nuestro cuerpo, cuya expresión a veces escapa a nuestro entendimiento. Muchas veces tiene vida propia y actúa en servicio de un sentimiento que nuestra mente aún no ha reconocido ni puesto nombre. Nuestro arte. Y no solo me refiero a la pintura, siento a todas y cada una de sus expresiones: el baile, la escritura, la escultura, la música, la interpretación, la fotografía, la arquitectura, etc. Todas esas ramificaciones son opacas, y tenemos que concederle parte de nuestro resplandor para que brillen y fascinen como tienden a hacerlo. No es tanto la hermosura como el retazo de un pensamiento puro lo que tanto nos atrae del arte. Y el secreto de tal revelación es que normalmente el artista no es consciente de que está dejando una huella de su esencia.

Retornando a las galerías del Louvre, Jane había abandonado, no sin cierta tristeza, las salas dedicadas a los cuadros, pero su buen ánimo enseguida se había recobrado cuando apareció en la sección dedicada a la antigua civilización egipcia. Siempre había sentido una fascinación desmedida por aquella cultura. Un gran interés y curiosidad. Los egipcios habían dejado huellas, pero aún y todo no dejaban de ser un misterio exquisito. Y en realidad jamás comprenderíamos del todo su mundo, aún en el caso de que los expertos reunieran todas las piezas del puzle y dieran respuesta a todos los interrogantes. Les faltaría conocer lo más importante: la emoción, el sentimiento que había impulsado cada acto que resaltara en el curso del la Historia. Jamás entenderían del todo el mecanismo de esas mentes, la solidez de sus creencias y los motivos de cada decisión que tomaran. Así como este futuro se les haría inimaginable a los antiguos egipcios, a nosotros, por mucha información que recabáramos, tampoco nos encajaría del todo el pasado. Al fin y al cabo, nos faltaría la pieza más importante para completar el misterio: la ambientación del cuento.

Jane había estudiado maravillada las enormes esfinges gemelas dispuestas una al lado de la otra, con sus superficies irregulares e imperfectas bajo el mordisco del tiempo. Y aún así imponentes y hermosas. Sus cuerpos descansaban echados sobre una gruesa lámina de piedra con la que formaban conjunto, con sus cuartos traseros de león plegados y encaramados al suelo y sus patas delanteras descansando paralelamente en una engañosa relajación, pues sus ojos hablaban de una vigilancia que no se perdía detalle de su entorno.

Se había demorado en una vitrina que protegía una hilera de sarcófagos. Todos ellos bajo los dictados de la silueta humana, con sus rostros de piel bronceada, sus ojos negros, y sus cabelleras de ébano y de corte recto. Con la opulencia pendiendo de sus cabellos en forma de tocados confeccionados en oro y piedras preciosas y en diseños intrincados que hablaban de su destreza artesanal. Todos cubiertos con largas túnicas coloridas y sobrevestes que cubrían sus hombros en armonía con sus tocados. Con aquellos mensajes ocultos en sucesiones de dibujos y letras.

Realmente había disfruta de todas y cada una de las piezas. Y Jane pensaba en lo acertado de su decisión de tomarse un día para hacer una excursión por el centro de París cuando divisó entres los edificios más altos y sofisticados la Torre Eiffel. Irradiaba majestuosidad y magia, y se dejó seducir por su encanto. Por ello, pese a encontrarse tan cansada a esas alturas del día, se negó a volver a casa sin haber subido a lo alto de la Torre.

***


Connan echó un rápido vistazo a su flamante Rolex de plata. No faltaba mucho para que fueran las once.

Normalmente le gustaba desentenderse de la noción del tiempo y vivir sin ningún tipo de dictado, ni siquiera el del tiempo. Sin embargo, eso no era socialmente aceptable. Había reglas sujetas a las horas… Y no le quedaba más remedio que amoldarse al paso del mundo.

Miró a su alrededor, donde gente con la que había trabajado y cosechado un gran éxito reía y bebía champagne. Todos se habían reunido allí con el propósito de celebrar la rotunda gloria que habían obtenido en la última película que había protagonizado. Todo el equipo se encontraba allí: el productor, el director, el guionista, los estilistas, los diseñadores de escenario, los músicos, los actores, los secundarios. Y absolutamente todos exudaban una alegría que había empañado el ambiente con un alborozo contagioso.

Habían acaparado todo el restaurante emplazado en la primera planta de la Torre Eiffel. Y el local no había tardado en contaminarse de la euforia común.

Connan se disculpó un momento con la excusa de salir a fumar, y se alejó de la zona reservada al restaurante para detenerse frente a las cristaleras que rodeaban toda la primera planta, permitiéndole contemplar la ciudad a sus pies. Encendió un cigarrillo entre sus labios mientras maldecía que los ventanales lo resguardaran del viento, pues sentía el deseo de que una fría ventisca le azotara el rostro y dispersara sus pensamientos, refrescando su mente.

Había disfrutado enormemente del reencuentro con todo el equipo. Sin embargo, empezaba a notar como el cansancio derribaba sus últimas fuerzas lentamente, y con ello su apetencia de permanecer allí. Últimamente había dedicado pocas horas de sueña a favor de las diversiones nocturnas, y tanto su cuerpo como su mente se estaban encargando de concienciarlo.

Por tanto, resolvió informar de su marcha en cuanto volviese a la algarabía de sus compañeros. Pero hasta entonces, se propuso disfrutar de su cigarrillo y de las hermosas vistas.

Velado por el blanco humo serpenteante del tabaco, Connan distinguió la extensión del río Sena, que al abrazo de la noche parecía abrirse paso hasta el infinito. Su vaivenea superficie permitía la luna reconciliarse con su gemela, y a las luces ambarinas de las farolas multiplicar su resplandor. Las aceras, amarillentas por los efectos de la luz se curvaban y se escindían tras los edificios que sustentaban. Éstos se refugiaban en la sombra y sus maravilladas fachadas, ricas en detalles ornamentales, quedaban reducidas a paredes corrientes infectadas de oscuridad.

Sus pensamientos dejaron de tener como núcleo su propio ser, y empezaron a centrarse en la hermosura que transmitía la ciudad, tan dormida y a la vez avispada. Sus ojos acariciaron el laberinto de edificios y calles que lo rodeaban por todas partes. Un laberinto cuyo principio y fin se difuminaban en la noche y le confería el calificativo de infinito.

Desde allí, lo más alto de París y en el centro, podía sentirse, sin ningún tipo de dificultad, como el rey que orgulloso contempla toda la extensión de su reino. Aunque realmente Connan no podía imaginarse que se sentiría al saberse dueño de algo tan hermoso y grande. Aunque si estaba más familiarizado con la responsabilidad y la presión que debía suponer poseerlo. Él ya se sentía abatido teniendo a su cargo a una pequeña de seis años. No quería ni imaginarse lo que supondría estarlo también de millones de niños más. Por lo que enseguida desertó hacerse rey de París.

Connan casi rió ante el descabellado y osado rumbo de sus pensamientos.

—Te encuentro terriblemente pensativo —comentó Diane posicionándose a su lado y pillándole desprevenido. Al parecer, ella también había optado por descansar un poco del jolgorio general—. Aunque debe ser algo alegre lo que tengas en mente a juzgar por tu sonrisa.

—Algo tonto, más bien —la corrigió él, negándose a entrar en detalles—. Estoy cansado —le informó—, así que me iré enseguida. Pero no tienes por qué retirarte tan pronto por el simple hecho de alojarte conmigo. En cuanto llegue a casa mandaré a mi limusina de regreso para que te lleve cuando quieras.

Diane negó con la cabeza y le sonrió.

—Iré contigo. A decir verdad, yo también estoy algo cansada.

Connan asintió y volvió a empaparse con la visión de la ciudad. Diane lo acompañó unos instantes en su reflexivo mutismo, pero pronto decidió rendirse a su necesidad de rellenar silencios.

—Eso sí, me da pereza atravesar ese maremágnum de fans —comentó.

Connan enfocó la vista en el multitudinario grupo de gente al que se refería Diane. Desde que se corriera la noticia de la congregación de los famosos en la Torre Eiffel, innumerables jóvenes se habían apostado en rededor del carismático edificio a horas escandalosamente tempranas, y sospechaba que su estancia se alargaría a horas escandalosamente tardes también. Por supuesto, habían atendido a los fans breve aunque agradecidamente cuando llegaran a la cita, pero estos aún permanecían en su sitio, esperando con la esperanza de llevarse otro recuerdo más.

—Se lo debemos todo a ellos —le recordó Connan. Se separó de las cristaleras y emprendió el regreso al restaurante seguido por Diane.

Por supuesto, la noticia de la partida de ambos causó un desencanto general y una actitud exageradamente quejumbrosa, pero Connan no se dejó seducir por las protestas. Pronto las insistencias de que se quedaran tuvieron a Diane como diana, debido a que no tardaron en comprender que la decisión de Connan era inamovible. La engatusaron prometiéndole llevarlo a los clubs más flamantes de la ciudad, y según iban enumerándoles tentadores planes la indecisión que iba ganando terreno en ella se leía en sus ojos.

—Quédate —la animó Connan—. De todos modos, le prometí a Allison ver una película con ella si llegaba antes de las doce, y al parecer va ser así.

Aquello fue suficiente. Diane fingió una sonrisa que ocultó muy bien su aversión hacia esa pequeña maleducada y se rindió a las insistencias de los demás.

Connan se despidió de todos y salió de allí. Sentía la necesidad de aire fresco, por lo que optó por bajar por las escaleras, ya que la simple idea de permanecer quieto una fracción de segundo esperando la llegada del ascensor se le antojó insoportable.

Tal y como había previsto, nada más salió al frescor de la noche un ejército de jóvenes -entre los que destacaban en número las mujeres- se abalanzó sobre él. Pese al cansancio que padecía y las terribles ganas que sentía de llegar a casa no se le pasó por la cabeza ser grosero. Trató de acortar las emocionales atenciones de sus fans, aunque siempre con amabilidad. Pero sus fans eran fieros guerreros, y en el agotado estado en el que se encontraba, bien tenían las de ganar. Y confirmó aquella teoría cuando sintió manos vinientes de todas las direcciones ansiosas por tocarlo por todas partes.

En medio de esa vorágine de locura donde absolutamente todos los jóvenes lo habían implicado, por el rabillo del ojo distinguió una joven que gesticulaba llamativamente con las manos. Por sus movimientos parecía expresar un gran enojo. Parecía estar discutiendo acaloradamente con unos de los agentes de seguridad de la Torre Eiffel.

¿Realmente podría haber en aquel perímetro una persona absolutamente desinteresada por los famosos que allí se encontraban? Por increíble que pareciera, así era. No era posible que no hubiera advertido su presencia después de ser el núcleo de un escándalo que montaba más estruendo que una bomba atómica.

Y entonces lo comprendió todo. Por supuesto, no podía ser otra que la extraña de los ojos violáceos. Pese a la distancia y la oscuridad, alcanzó a ver lo suficiente como para distinguirla. Sí, era ella.

Acalló la alarma que emitió su cerebro cuando fue consciente de la extraña alegría que experimentó al reconocerla. Y con una sonrisa que no sabía si era en servicio de una manera políticamente correcta de disculparse con sus fans por el desplante que estaba a punto de hacerles o por la natural reacción que le produjo verla, se dirigió hacia ella con decisión.

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