<<Sin duda, ha sido una brillante idea hacer un
poco de turismo>> pensó mientras contemplaba el gran monumento que tenía
frente a ella. Se encontraba en la Place
de l’Étoile o Plaza de la Estrella,
cuyo nombre hacía justicia a la forma de la gran plaza: de ella partían doce
avenidas y cada una formaba uno de los picos de la estrella.
En el centro de la plaza se erigía el Arco del Triunfo, rebosando solemnidad y
orgullo. Era una construcción rectangular, cuadrada podría decirse, ya que su
altura y anchura estaban muy cerca de medir lo mismo. En el centro, un pasillo
de techo arqueado se abría paso de lado a lado, de este a oeste, custodiando de
frente la avenida de los Campos Elíseos.
Y en sus paredes laterales, otra arcada trasversal de menor altura se abría
paso a través del bloque de piedra de norte a sur. Sus paredes, alguna vez de
un blanco impoluto, lucían ahora atacadas por el tiempo, revelando en sus
dispersas manchas los largos años que llevaba allí, celebrando victorias y
velando almas guerreras. Pero aquel detalle acentuaba su antigüedad, dotándolo
de una magia que trascendía sus muros y la hacía respirar pura historia.
Durante unos minutos Jane se entregó a la tarea de
contemplarlo el silencio, recorriendo con la vista cada relieve de las
esculturas que adornaban los cuatro pilares del arco. En cada columna se
retrataban sobre piedra una escena. En algunas, varios rostros de batalladores,
todos en plena acción, con el esfuerzo adivinándose en la tensión de sus
músculos, cubiertos por armaduras, y con la decisión de triunfo grabada en sus
miradas. Con ellos había ángeles, que desplegaban sus alas y protegían a sus
guerreros, luchando junto a ellos. En otra aparecía Napoleón, galardonado en su valentía y grandeza por laureles que
pendían de sus cabellos, aclamado y glorificado por el pueblo Francés. Cada
escultura tenía por nombre un concepto, una fórmula indispensable para tiempos
de guerra en el que los cuerpos se quebraban y la esperanza se extinguía a
diario: el triunfo, la resistencia, la paz, y la Marsellesa. Éste último hacía referencia a uno de los pueblos
franceses, cuyos militares dieron tono y voz al himno del país, que en tiempos
de guerra se extendió entre los soldados como la pólvora.
Sobre cada escultura y en las paredes laterales, seis
relieves alineados y organizados en marcos rectangulares describían instantes
de guerra, con un sinfín de rostros feroces y miembros portando armas y
escudos. En la parte baja del entablamento, una franja de altorrelieves daba la
vuelta a todo el monumento, representando alegorías, ideas abstractas
encerradas en una sucesión de figuras y formas.
En los muros exteriores estaban eternizados los nombres
de los revolucionarios de la época junto con las victorias militares de Napoleón I. Tras rodear todo el
monumento, deleitándose con cada resalte, con cada curva y cada forma
esculpida, Jane entró en el interior del arco. Allí, resguardada bajo el
pasillo abovedado que atravesaba el monumento de un extremo a otro, se hallaba
la tumba del soldado desconocido. Era un lugar sagrado donde velar a todos los
soldados de las tropas francesas que murieron por su patria en la primera
Guerra Mundial. Sobre ella había una tea que llameaba, enérgica y eterna, cuya
luz no era jamás descuidada, así como sus muertes jamás serían olvidadas.
En las paredes internas que conformaban el pasillo más de
quinientos nombres lucían grabados, revelando la identidad de los generales de
guerra del Imperio Francés. Los que habían muerto en batalla yacían subrayados.
Jane guardó silencio, mientras sus ojos llameaban al son
de la tea encendida de la tumba. En su mirada violácea danzaban las llamas
ambarinas, y envió un pensamiento de paz a través de esas paredes.
Nuevamente era testigo de que la muerte y la destrucción
eran unos motores más potenciales a la hora de crear grandes obras. ¿Por qué lo
malo era lo que más energía nos dotaba? ¿Cuántas veces necesitábamos un motivo
proveniente de una mala experiencia para querer crecer? Como si lo malo fuera
más digno de tomarse en cuenta… Incluso hablando de ataques personales. Da
igual lo estupendos que seamos para nuestros amigos, una mala observación sobre
nuestra persona por parte de alguien que nos odie y apenas nos conozca es capaz
de crear un torbellino que desestabilice y derribe las buenas opiniones de
nuestros amigos. Del mismo modo, la competitividad, la guerra, y la sangre eran
la mayor fuerza que movían los engranajes del dinero destinado a monumentos
como aquel.
Con un suspiro de resignación y respeto por las muertes
que honraba el monumento, Jane se alejó de la plaza y sus pasos la condujeron
hacia la avenida de los Campos Elíseos.
El paseo desembocaba en la Plaza de la Concordia,
donde se alzaba una noria blanca de gran tamaño, paralela al Arco del Triunfo. La noria giraba en
todo momento, con sus pequeñas bombillas, alineadas imitando la forma de su
estructura concéntrica, encendiéndose y apagándose al son de un orden
preestablecido.
Las enormes dimensiones del tiovivo hacían parecer
engañosamente corta la largura del bulevar, pero aquella travesía fácilmente
podía medir dos kilómetros. La larga avenida se dividía en varios tramos que a
su vez formaban manzanas, y durante los primeros trechos se agolpaban a los
lados infinitud de tiendas célebres, numerosos cines y multitud de grandes
almacenes. Jane leyó desinteresadamente los gigantescos carteles que trataban
de tentar al dinero de los más pudientes y rezaban firmas como Chanel, Louis Vuitton, Dior o Hugo Boss. De vez en cuando, aquellos
llamamientos al consumismo se entremezclaban con enormes posters que anunciaban
películas. En aquel trecho se concentraba la verdadera París, con sus
ciudadanos natales contoneándose sobre altas sandalias de más de quinientos
euros y sus miradas escaneando los escaparates más prestigiosos, con los ojos
ávidos de sedosas telas y bellas pieles. Infinitud de personas entraban y
salían de los establecimientos, cargadas con bolsas que contenían prendas o
accesorios que no justificaban su precio.
Jane atravesó aquella parte de la avenida sin demasiado
interés. No era una enferma de la moda, y solo bastaba echarle un vistazo para
percatarse de ello. No es que vistiera mal, pero simplemente era alérgica a la
idea de ser un prototipo de fantoche. No consideraba que ir más maquillada te
hiciera más guapa, ni que llevar ropas más caras te hiciera más respetable,
contrariamente a lo que la gente que abusaba de ambos aspectos solía pensar. A
Jane no la impresionaba el alarde de dinero, más bien lo aborrecía. Había conocido
gente que se creía mejor solo por llevar zapatos que costaban más que una
reforma de todo el baño de su modesto apartamento. Pero aquello zapatos no
habían compensado la mediocridad de sus mentes ni la pobreza de espíritu. Así
que, Jane estaba poco dispuesta a reemplazar sus cómodos vaqueros y sus
sencillas sudaderas demasiado grandes. Ella prefería por mucho ofrecer
inteligencia y una buena conversación a un vestido de Victorio & Lucchino.
Las frívolas tiendas fueron desvaneciéndose y siendo
reemplazadas por un escuadrón de tenderetes blancos que se apropiaron del
extremo izquierdo de la interminable acera.
Los ojos de Jane se iluminaron mientras sus pies
disminuían inconscientemente la velocidad a fin de admirar con tranquilidad
todo aquel esplendor de colores y olores.
Había de todo. Puestos dedicados a la gastronomía que
ofrecían una amplia gama de comidas tan ricas en sabor como en grasas, pero con
mucha demanda e ideales para un rápido tentempié o una comida apresurada e
informal. Kebabs, patatas fritas,
perritos calientes, sándwiches, hamburguesas, churros, gofres, manzanas
caramelizadas, piruletas, chuches, crêpes, algodones de azúcar. También estaban
en venta una infinitud de prendas que iban desde abrigos, cinturones y bolsos,
hasta guantes y orejeras. En algunas casetas ofrecían un abanico de artesanales
adornos hogareños que consistían en platos de madera ricos en tallas, jarrones
o fruteros. Jane admiró unas esferas de colores luminosas que pendían de un
cordel que describían un gracioso arco en la pared trasera de uno de los
puestos. Las dependientas, dos mujeres, explicaban el fenómeno de su invento a
un grupo de interesados que formaban un semicírculo frente a ellas. Sus
diestras manos cerraban una bola de color brillante salpicada de delicados
agujeros que se abría por la mitad en torno a una pequeña bombilla, tiñendo su
luz natural y creando fantasmagóricos resplandores de colores.
Jane continuó su avance, deteniéndose de vez en cuando
para curiosear los coloridos abalorios y las intrincadas joyas hechas con hilo,
metales y piedras pulidas. O para estudiar las figuras esculpidas en yeso que
representaban varios temas, incluido el Belén.
Realmente disfrutó aquel trecho, donde los ojos de Jane vagaban
atraídos por el brillo de una diversidad de colores brillantes y sus fosas
nasales se inundaban con el delicioso olor que desprendían las cocinas de los
tenderetes. Sus glándulas salivales incrementaron su ritmo de secreción cuando
percibía en el aire el apetitoso olor de la carne asada o las patatas fritas,
así como el dulzón sabor del caramelo, el azúcar y el chocolate fundido. Finalmente
tuvo que rendirse a su capricho y compró un perrito caliente que se adivinaba
exquisito incluso antes de probarlo. Lo embadurnó bien de kétchup y lo acabó de
adornar con un zigzagueo dibujado con mostaza.
Y así, premiando a su paladar de aquella manera, avanzó
por la larga acera abarrotada de puestos, gente y música que salía de
cuantiosos altavoces pendidos de las farolas que se alineaban cerca del
bordillo, intercaladas con árboles.
Casi sin darse cuenta terminó de recorrer la avenida y se
topó de frente con la noria. De cerca era mucho más impresionante. La contempló
girar unos instantes y después siguió avanzando, ansiosa por descubrir adónde
la conducirían sus pasos.
Ni siquiera se planteó la idea de sentarse a comer en
algún restaurante a pesar de que el tiempo hacía hincapié en el mediodía, y su
estómago no puso objeciones al respecto. El perrito había matado cualquier
indicio de apetito que pudiera haber sentido. El único hambre que sentía sólo
podía aplacarse recorriendo la ciudad parisina. Tenía apetito de belleza, de
aventuras, de deslumbramiento, de arte. Y París estaba siendo un alimento
inimaginablemente estimulante.
Anduvo ceñida al
río Sena, sus ojos deambulando en el vaivén de las oscuras aguas. Observó el
empuje del viento sobre el río, la manera en que peinaba sus aguas con el soplo
de su gélido aliento. El modo en que el sol se reflejaba en ellas al igual que
sus consortes, unas nubes grisáceas que abrigaban el cielo y lo protegían del
frío que azotaba el inicio de la primavera. Trató de enajenarse de los ruidos
de la ciudad y escuchar el murmullo de la corriente, que parecía contener una
canción para ella.
Finalmente su paseo concluyó en el Museo del Louvre. Jane observó hipnotizada la enorme pirámide de
cristal que emergía del suelo, en el centro del terreno donde estaba emplazado
el edifico. En realidad eran placas transparentes que se unían mediante un
armazón piramidal formado por finas hebras de color bronce que describían
aspas. El gran poliedro brillaba contagiado por la luz de la mañana. A través
de ella se accedía al subsuelo del museo, donde una infinitud de
establecimientos compartían sede. Allí abajo había diversos vanos que conducían
a distintas exposiciones artísticas de carácter temporal, además de
restaurantes, librerías, un sinfín de tiendas con recreaciones de las obras que
podías admirar en el museo, entrada al Parking e incluso también al metro.
Alrededor de la célebre pirámide se alzaba una
construcción inmensa. Era un palacio renacentista que protegía al cristalino
monumento en un abrazo de muros ocres. Poseía una fachada elegante y clásica,
con una infinitud de elementos decorativos, en algunas zonas más discretamente
dispuestas que en otras, y detalles ornamentales que hacían de él uno de los
orgullos de París.
Jane rodeó el museo y descubrió que las calles de atrás formaban
una avenida y se alineaban formando varias manzanas. Las calles tenían un sello
distintivo que se trataba de una sucesión de arcos que protegían las fachadas
de las tiendas de las inclemencias del tiempo pero a su vez permitían tentar a
los curiosos dejándoles atisbar la naturaleza de cada comercio.
En aquel preciso instante, Jane sintió una gota
deslizándose por su mejilla. Levantó la vista hacia el cielo plomizo, con sus
nubes preñadas de lluvia. Atisbó la amenaza de una repentina tormenta, y se
apresuró a resguardarse bajo los arcos. A fin de entretenerse, Jane paseó la
mirada por los vanos que daban paso a
tiendas, la mayoría de suvenires. Frente a cada negocio varios armatostes
giratorios acogían numerosas postales que mostraban elaboradas fotos sobre los
lugares más turísticos y valorados de la ciudad. Jane no prestó demasiada
atención a lo que se exponía, así que pasó de largo ante numerosas tiendas
hasta que sus ojos se posaron en lo que parecía ser una librería.
Entusiasmada, Jane entró sin pensárselo dos veces.
Descubrió que era una librería muy cuca. Al fondo, el local se dividía en dos
plantas. Por una estrecha escalera de madera caoba apostada en la izquierda se
accedía al segundo nivel, el cual estaba delimitado por una simpática
balaustrada. Desde donde se encontraba, cerca de la puerta de entrada, podía
atisbar a unas cuantas personas allí arriba, buscando algún título concreto en
el lomo de los libros o sumidos en la sinopsis de alguno escogido.
Jane avanzó por la librería, dejando atrás tarimas sobre
las que descansaban los títulos más sonantes o novedosos. Bajó un par de
escalones, y se encontró en el nivel inferior que quedaba bajo el segundo piso.
Las paredes que lo conformaban eran altas, y todas estaban abarrotadas de
estanterías que no admitían ningún hueco libre. Jane dio una vuelta sobre sí
misma y por un momento admiró la cantidad de títulos que la rodeaban. Además,
al igual que en las bibliotecas de las mansiones aristocráticas de sus libros,
aquella librería contaba con escaleras verticales y deslizantes que te permitían viajar a través de ellas
hacia los mundos más fascinantes de la Imaginación.
No supo cuanto tiempo estuvo allí, curioseando
estanterías y recreándose con la caricia en sus dedos que suponía el relieve
que formaban los lomos de los libros ordenados. Leyó un
sinnúmero de argumentos, admiró una multitud de portadas, y finalmente, se
decantó por un libro: “Nuestra señora de París” de Victor Hugo.
Por supuesto que conocía la historia que contenía aquel
libro, pero jamás había leído la obra original, y simplemente le parecía un
sacrilegio no haberlo hecho aún. Además, la edición que había escogido tenía
una simpática encuadernación de tapas duras y forradas de tal manera que
parecía un ejemplar antiguo.
Pagó el artículo y salió de la tienda muy satisfecha con
su inversión. Cuando ya se disponía a abandonar aquella avenida interminable de
arcos, una postal llamó su atención. Se acercó y se paró a observarla. La
imagen que contenía se trataba de un retazo del Palacio de Versalles. Una idea explotó en su cabeza.
—¿Qué precio tiene esta postal? —preguntó, arrastrando
consigo la postal al interior del comercio, de pronto nada dispuesta a
separarse de ella.
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