jueves, 8 de marzo de 2012

►CAPÍTULO III. [Part IV]


Connan yacía tirado en la cama, con un brazo doblado debajo de su cabeza y una de sus piernas plegada, formando un triangulo en cuya cima se apoyaba el tobillo de la otra. En una de sus manos portaba una lata de cerveza Kronenbourg, ajeno al paso del tiempo.

Desde donde se encontraba, echado de esa despreocupada manera y descuidando completamente la pulcritud que le exigía exhibir el traje azul marino de Hugo Boss que vestía, su mirada zafiro vagaba por el retazo de cielo que dejaba ver su ventana. El atardecer llovía su luz mortecina y cálida sobre la ciudad, y llegaba hasta él, contagiando su tez bronceada. Bajo los efectos del sol, Connan parecía la bella estatua de oro que Oscar Wilde describiera en su cuento de “El príncipe feliz”. Él también parecía recubierto de oro, digno de ser admirado como una indiscutible belleza por cualquiera que lo mirase. Con sus ojos confinados en dos piedras preciosas, dos zafiros destellantes que a la caricia del sol se deshacían en un millar de estrellas. Sin embargo, no eran el mismo. Connan aún no estaba preparado para entender que el oro que lo cubrían apresaba su esencia. Aún no estaba dispuesto a tornarse de bronce a cambio de salvar una porción del mundo. O de salvarse a sí mismo. Aún siquiera comprendía que pudiera estar en peligro. Ni tampoco estaba presto para amar lo suficiente como para sintonizar su propio corazón a latidos ajenos, hasta el punto de silenciarse juntos.

Connan estudió las nubes, esponjosas y blancas, que en aquellos momentos bruñían con la luz del sol, y sus cuerpos de algodón eran un lienzo repleto de ámbares, rojos, rosas y violetas.

Violetas. 


Al reparar en aquella palabra una mirada floreció en su mente. No podía dejar de relacionar aquellos tonos violáceos del atardecer con los mágicos ojos de aquella extraña. Sus labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. La maravillosa gama de colores desapareció ante sus ojos y sólo vio un par de ojos. A aquellas fascinantes amatistas le añadió dos cejas oscuras perfectamente arqueadas, una encantadora nariz y unos carnosos labios naturalmente rosados. Enmarcó aquellos rasgos en un rostro ovalado de tez blanca y suave y agregó un cabello ondulado y oscuro recogido en una coleta alta. Podría haberse tratado de un perfecto ángel de no ser por el frecuente ceño fruncido y las chispeantes profundidades de sus ojos. La sonrisa de Connan se ensanchó al repasar el encuentro que tuvieran aquella tarde, y al hacerlo fue consciente de que lo fascinaba más de lo que había creído en un primer momento.

Aquella mujer encarnaba una sensualidad hasta el momento inexplorada para él. Estaba absolutamente seguro de que jamás había conocido a nadie que le hubiera hecho concebir tantas esperanzas a partir de un primer encuentro. Porque con solo haber hablado una vez con ella, él ya había esperado grandes entretenimientos a través de su compañía. Se notaba a leguas que era una chica directa, franca y con un negro sentido del humor que él sabía apreciar. Parecía ser el casi extinguido tipo de mujer con el que podía pasar tiempo fuera de la cama sin que eso resultase una tortura. Y hacía tiempo que no sentía por una mujer un interés que no fuera puramente sexual. Y el hecho de haber sido un encuentro casual y efímero, solo añadía encanto al recuerdo.

Realmente no sabía si volvería a verla alguna vez, pero algo le decía, algo tan irracional como su propio deseo o los tintes violáceos del atardecer, que volverían a encontrarse.

Alguien puso fin a sus pensamientos penetrando en su habitación. La estancia enseguida se empapó de la nueva fragancia de Swarovski, que flotó hasta él y le dio grandes pistas sobre la identidad del intruso. Pese a todo, Connan se resistió unos instantes más a despegar sus ojos del crepúsculo.

Cuando volvió a su lujosa habitación en uno de los barrios más acaudalados de París descubrió a Diane. A juzgar por su aspecto, ya estaba preparada para asistir a la cena prevista aquella noche en la Torre Eiffel.

Connan debía admitir que lucía espectacular. Diane era hermosa por naturaleza, pero aquella noche se había esmerado con ahínco especial en resultar deslumbrante. Llevaba un vestido negro que le llegaba hasta la mitad de los muslos y cuyo escote palabra de honor se ajustaba perfectamente a sus voluminosos pechos. El vestido era sencillo, pero no por ello dejaba de ser sugerente y sexy. El único adorno que poseía era el encaje negro de pedrería que le cubría el inicio de los senos, el pecho, la garganta y parte de los hombros. En la zona de la espalda una generosa abertura dejaba admirar la palidez aterciopelada de su piel. La prenda, elegante y sugestiva, se adhería provocadoramente a sus curvas y combinaba perfectamente  con el elaborado moño que se había hecho en lo alto de la cabeza. Bajo su flequillo recto, unos ojos negros cuidadosamente perfilados le sonreían con la mirada.

Connan la observó acercarse a él y tomar asiento en el borde de la cama, muy cerca de él.

—Arrugarás el traje —le reprochó mirándole sonriente.

Connan dio un largo trago a su cerveza sin dejar de mirarla, y finalmente esbozó una media sonrisa.

—Es mi propósito: un toque desarreglado en un look totalmente elegante. ¿No resultaría arrebatador?

Diane rió.

—Creo que solo unos pocos conseguirían que resultase sexy. El resto parecerían fracasados acabados pretenciosos de parecer elegantes.

—¿Y en qué grupo entraría yo? —preguntó fingiéndose inocente, como si no lo sospechara siquiera.

Diane lo devoró abiertamente con la mirada.

—Estarías en el primero, por supuesto —contestó—. Aunque personalmente te prefiero simplemente elegante.

Connan sonrió ligeramente.

—Por suerte los gustos son variados. Y el aspecto de gañán vagabundo tiene mucho éxito entre las mujeres. Mira si no a Johnny Depp. La mayoría de las veces parece haber dormido en un contenedor.

Diane lanzó una alegre carcajada.

—Pero tú no necesitas ser un amasijo de arrugas para resultar irresistible —protestó Diane. De pronto, sus ojos abandonaron todo rastro de humor y la llama del deseo ardió en ellos. Recorrió con la vista las perfectas facciones de Connan: sus ojos azules, sus cejas bien definidas, su nariz prominente, sus labios gruesos, sus pómulos afilados, su mandíbula marcada, su firme mentón. Su piel bronceada, en aquellos momentos dorada por el influjo del sol. Su cabello como el trigo peinado hacia atrás como si se tratara de un correctísimo hombre de negocios. Pero la vivacidad de sus ojos y su boca siempre tirante en una continua sonrisa, prevenían de la perversidad que bullía dentro de esa figura en apariencia caballerosa.
La blusa blanca que llevaba contrastaba exquisitamente con su piel, y llevaba el cuello abierto de tal modo que podía recorrer con la mirada una generosa extensión de su firme pecho, sin más restricciones que su propio pudor. Y para terminar, la americana azul que vestía a juego con los pantalones de pinza, realzaba el color de sus ojos.

Por unos momentos Diane no dijo nada y se limitó a recrearse con el masculino y sensual aspecto que ofrecía.

—Eres todo un llamamiento a la lujuria —comentó finalmente.

Connan esbozó una gran sonrisa, recibiendo el halago con una palpable satisfacción. Dejo la lata vacía encima de la mesilla de noche y se levantó de la cama de un solo movimiento. Miró a Diane desde su altura, que todavía permanecía sentada en su cama.

—Es hora de irnos —anunció él. Una de sus comisuras tiró hacia arriba de su boca—. Esta conversación solo puede llevarnos a un desaliño irreparable que me temo no estará bien visto en el acontecimiento de hoy.

Diane asintió conforme, aunque en su interior el fracaso le carcomía la conciencia.

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