Connan yacía tirado en la cama, con un brazo doblado
debajo de su cabeza y una de sus piernas plegada, formando un triangulo en cuya
cima se apoyaba el tobillo de la otra. En una de sus manos portaba una lata de
cerveza Kronenbourg, ajeno al paso
del tiempo.
Desde donde se encontraba, echado de esa despreocupada
manera y descuidando completamente la pulcritud que le exigía exhibir el traje
azul marino de Hugo Boss que vestía,
su mirada zafiro vagaba por el retazo de cielo que dejaba ver su ventana. El
atardecer llovía su luz mortecina y cálida sobre la ciudad, y llegaba hasta él,
contagiando su tez bronceada. Bajo los efectos del sol, Connan parecía la bella
estatua de oro que Oscar Wilde describiera
en su cuento de “El príncipe feliz”. Él también parecía recubierto de oro,
digno de ser admirado como una indiscutible belleza por cualquiera que lo
mirase. Con sus ojos confinados en dos piedras preciosas, dos zafiros
destellantes que a la caricia del sol se deshacían en un millar de estrellas.
Sin embargo, no eran el mismo. Connan aún no estaba preparado para entender que
el oro que lo cubrían apresaba su esencia. Aún no estaba dispuesto a tornarse
de bronce a cambio de salvar una porción del mundo. O de salvarse a sí mismo.
Aún siquiera comprendía que pudiera estar en peligro. Ni tampoco estaba presto
para amar lo suficiente como para sintonizar su propio corazón a latidos
ajenos, hasta el punto de silenciarse juntos.
Connan estudió las nubes, esponjosas y blancas, que en
aquellos momentos bruñían con la luz del sol, y sus cuerpos de algodón eran un
lienzo repleto de ámbares, rojos, rosas y violetas.
Violetas.
Al reparar en aquella palabra una mirada floreció en su mente. No podía dejar de relacionar aquellos tonos violáceos del atardecer con los mágicos ojos de aquella extraña. Sus labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. La maravillosa gama de colores desapareció ante sus ojos y sólo vio un par de ojos. A aquellas fascinantes amatistas le añadió dos cejas oscuras perfectamente arqueadas, una encantadora nariz y unos carnosos labios naturalmente rosados. Enmarcó aquellos rasgos en un rostro ovalado de tez blanca y suave y agregó un cabello ondulado y oscuro recogido en una coleta alta. Podría haberse tratado de un perfecto ángel de no ser por el frecuente ceño fruncido y las chispeantes profundidades de sus ojos. La sonrisa de Connan se ensanchó al repasar el encuentro que tuvieran aquella tarde, y al hacerlo fue consciente de que lo fascinaba más de lo que había creído en un primer momento.
Al reparar en aquella palabra una mirada floreció en su mente. No podía dejar de relacionar aquellos tonos violáceos del atardecer con los mágicos ojos de aquella extraña. Sus labios se curvaron en una sonrisa inconsciente. La maravillosa gama de colores desapareció ante sus ojos y sólo vio un par de ojos. A aquellas fascinantes amatistas le añadió dos cejas oscuras perfectamente arqueadas, una encantadora nariz y unos carnosos labios naturalmente rosados. Enmarcó aquellos rasgos en un rostro ovalado de tez blanca y suave y agregó un cabello ondulado y oscuro recogido en una coleta alta. Podría haberse tratado de un perfecto ángel de no ser por el frecuente ceño fruncido y las chispeantes profundidades de sus ojos. La sonrisa de Connan se ensanchó al repasar el encuentro que tuvieran aquella tarde, y al hacerlo fue consciente de que lo fascinaba más de lo que había creído en un primer momento.
Aquella mujer encarnaba una sensualidad hasta el momento
inexplorada para él. Estaba absolutamente seguro de que jamás había conocido a
nadie que le hubiera hecho concebir tantas esperanzas a partir de un primer
encuentro. Porque con solo haber hablado una vez con ella, él ya había esperado
grandes entretenimientos a través de su compañía. Se notaba a leguas que era
una chica directa, franca y con un negro sentido del humor que él sabía
apreciar. Parecía ser el casi extinguido tipo de mujer con el que podía pasar
tiempo fuera de la cama sin que eso resultase una tortura. Y hacía tiempo que
no sentía por una mujer un interés que no fuera puramente sexual. Y el hecho de
haber sido un encuentro casual y efímero, solo añadía encanto al recuerdo.
Realmente no sabía si volvería a verla alguna vez, pero
algo le decía, algo tan irracional como su propio deseo o los tintes violáceos
del atardecer, que volverían a encontrarse.
Alguien puso fin a sus pensamientos penetrando en su
habitación. La estancia enseguida se empapó de la nueva fragancia de Swarovski, que flotó hasta él y le dio
grandes pistas sobre la identidad del intruso. Pese a todo, Connan se resistió
unos instantes más a despegar sus ojos del crepúsculo.
Cuando volvió a su lujosa habitación en uno de los
barrios más acaudalados de París descubrió a Diane. A juzgar por su aspecto, ya
estaba preparada para asistir a la cena prevista aquella noche en la Torre Eiffel.
Connan debía admitir que lucía espectacular. Diane era
hermosa por naturaleza, pero aquella noche se había esmerado con ahínco
especial en resultar deslumbrante. Llevaba un vestido negro que le llegaba
hasta la mitad de los muslos y cuyo escote palabra de honor se ajustaba
perfectamente a sus voluminosos pechos. El vestido era sencillo, pero no por
ello dejaba de ser sugerente y sexy. El único adorno que poseía era el encaje
negro de pedrería que le cubría el inicio de los senos, el pecho, la garganta y
parte de los hombros. En la zona de la espalda una generosa abertura dejaba
admirar la palidez aterciopelada de su piel. La prenda, elegante y sugestiva,
se adhería provocadoramente a sus curvas y combinaba perfectamente con el elaborado moño que se había hecho en
lo alto de la cabeza. Bajo su flequillo recto, unos ojos negros cuidadosamente
perfilados le sonreían con la mirada.
Connan la observó acercarse a él y tomar asiento en el
borde de la cama, muy cerca de él.
—Arrugarás el traje —le reprochó mirándole sonriente.
Connan dio un largo trago a su cerveza sin dejar de
mirarla, y finalmente esbozó una media sonrisa.
—Es mi propósito: un toque desarreglado en un look
totalmente elegante. ¿No resultaría arrebatador?
Diane rió.
—Creo que solo unos pocos conseguirían que resultase
sexy. El resto parecerían fracasados acabados pretenciosos de parecer
elegantes.
—¿Y en qué grupo entraría yo? —preguntó fingiéndose
inocente, como si no lo sospechara siquiera.
Diane lo devoró abiertamente con la mirada.
—Estarías en el primero, por supuesto —contestó—. Aunque
personalmente te prefiero simplemente elegante.
Connan sonrió ligeramente.
—Por suerte los gustos son variados. Y el aspecto de
gañán vagabundo tiene mucho éxito entre las mujeres. Mira si no a Johnny Depp.
La mayoría de las veces parece haber dormido en un contenedor.
Diane lanzó una alegre carcajada.
—Pero tú no necesitas ser un amasijo de arrugas para
resultar irresistible —protestó Diane. De pronto, sus ojos abandonaron todo
rastro de humor y la llama del deseo ardió en ellos. Recorrió con la vista las
perfectas facciones de Connan: sus ojos azules, sus cejas bien definidas, su
nariz prominente, sus labios gruesos, sus pómulos afilados, su mandíbula
marcada, su firme mentón. Su piel bronceada, en aquellos momentos dorada por el
influjo del sol. Su cabello como el trigo peinado hacia atrás como si se
tratara de un correctísimo hombre de negocios. Pero la vivacidad de sus ojos y
su boca siempre tirante en una continua sonrisa, prevenían de la perversidad
que bullía dentro de esa figura en apariencia caballerosa.
La blusa blanca que llevaba contrastaba exquisitamente
con su piel, y llevaba el cuello abierto de tal modo que podía recorrer con la
mirada una generosa extensión de su firme pecho, sin más restricciones que su
propio pudor. Y para terminar, la americana azul que vestía a juego con los
pantalones de pinza, realzaba el color de sus ojos.
Por unos momentos Diane no dijo nada y se limitó a
recrearse con el masculino y sensual aspecto que ofrecía.
—Eres todo un llamamiento a la lujuria —comentó finalmente.
Connan esbozó una gran sonrisa, recibiendo el halago con
una palpable satisfacción. Dejo la lata vacía encima de la mesilla de noche y
se levantó de la cama de un solo movimiento. Miró a Diane desde su altura, que
todavía permanecía sentada en su cama.
—Es hora de irnos —anunció él. Una de sus comisuras tiró
hacia arriba de su boca—. Esta conversación solo puede llevarnos a un desaliño
irreparable que me temo no estará bien visto en el acontecimiento de hoy.
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