Connan sintió, con cierto asombro, que estaba más
interesado en estudiar el bonito rostro de Jane que las maravillosas vistas de
la ciudad. Cosa que lo sorprendía mucho, ya que las vistas desde la Torre Eiffel eran una de las cosas más
espléndidas de París. Algo que continuamente admiraba, ya que jamás se cansaba
de mirarlas y siempre encontraba algo nuevo digno de contemplar.
Pero aquella noche, se sentía más atraído por analizar
las suaves facciones de Jane. Su piel, lisa y nívea, era lienzo de los
plateados rayos de luna, que la dotaba de una luz intensa y mágica y hacían de
ella un sueño quimérico. Sus labios gruesos, permanecían rosados y sellados en
un silencio reflexivo. Sus espléndidos y enormes ojos brillaban, como si las
estrellas hubieran encontrado en ellos un firmamento. Sus pestañas velaban una
mirada soñadora fija en la ciudad, y Connan ardió en deseos de espiar sus
pensamientos.
Por su parte reflexionaba sobre el dulce (y engañoso)
aspecto de ella. Tenía toda la pinta de haberse escapado de alguna fábula
fantástica. Parecía una enigmática hada que en cualquier momento desplegaría
unas magníficas hadas que la transportarían de vuelta a su cuento.
De pronto, aquellos violáceos ojos se despegaron de la
ciudad y lo miraron. Él le sostuvo la mirada, y no tardó en rendirse al impulso
de sonreírle.
—Parece ser que mi atractivo no tiene nada que hacer al
lado de la ciudad —bromeó él—. Mi autoestima está recibiendo hoy una certera
estocada.
Ella frunció el ceño.
—Bueno, así sabrás por unos momentos lo que sentimos el
resto del planeta. No todos estamos acostumbrados a eclipsar todo lo que nos
rodea.
—Me cuesta creer que hayas podido sentirte así alguna
vez. A mi parecer, hoy París no es competencia para ti.
Jane resopló desdeñosa. Y Connan rió. No estaba
acostumbrado a que las mujeres rechazaran sus elogios.
—Sigue por ese derrotero y descubrirás cuán desagradable
puedo llegar a ser —le amenazó.
Aquello intensificó la risa de Connan.
—Solo puedes tener dos motivos para reaccionar así —la
pinchó Connan—: o estás muy equivocada con respecto a tu aspecto, o buscas más
cumplidos por mi parte.
Jane lo fulminó con la mirada.
—Te haré sabedor de uno de mis análisis también —propuso
Jane cabreada—. Solo hay dos motivos que me podrían llevar a cometer un
homicidio: defender mi propia vida y tú pasándote de listo.
—Muy bien —dijo un risueño Connan levantando las manos y
mostrándole las palmas en señal de paz—. Por el bien del mundo, no te tentaré.
Se perderían muchas técnicas de placer si desapareciera de la faz de la tierra.
Todo sea por el orgasmo femenino.
Jane rodó los ojos.
—Si eso es lo único que aportas al mundo, creo que
debería matarte sin esperar a que te vuelvas insoportable de veras. ¡Menudo
parásito!
—No desvalorices el placer sexual de ese modo, o voy a
tener que enseñarte a apreciarlo —le dijo Connan con una sonrisa perversa.
Ella lanzó un resoplido.
—Por Dios, no puedes evitar insinuarte a cada
oportunidad, ¿eh?
—No —contestó él aparentando inocencia—. Me cuesta mucho
encajar una negativa.
—Pues esta noche tendrás que encontrar el modo.
Connan lo meditó un momento.
—En fin, supongo que puedo intentar reprimirme lo justo
para no dejar de ser yo… pero tendrás que motivarme de algún modo.
Jane levantó una ceja.
—Me parece que el modo en que tú esperas que te motive es
totalmente contraproducente a reprimirte.
Connan mostró su dentadura al sonreírle.
—Por supuesto, no es nada de lo que has presupuesto. En
realidad me preguntaba si a cambio aceptarías responder unas diez preguntas que
te haga, sinceramente y sin saltar a la defensiva.
Tan pronto como lo dijo, se quedó sorprendido. Había
urdido esa estratagema para poder acceder a ella y recibir unas respuestas personales
que la ablandaran. La gente tendía a relajarse al hablar de temas ligeros como
sus gustos, por ejemplo, que no implicaban una gran confianza y eran un tema
fácil y cómodo de llevar. De esa manera podría intentar seducirla de nuevo… De
un modo que pareciera más cercano y personal, más íntimo y cálido… Al fin y al
cabo, pese a que no era el tipo de mujer que frecuentaba, ejercía una extraña
atracción en él, y deseaba probarla. Pero mientras pronunciaba esas palabras,
descubrió que realmente tenía interés en saber sobre ella. Le inspiraba una
curiosidad que jamás había experimentado. Porque a él nunca antes le había
interesado en una mujer datos más allá de su talla de sujetador. Sin embargo,
esa pequeña e inteligente hada de rasgos dulces y carácter ácido le inspiraban
una intriga increíble.
El asombro de Jane también fue palpable en sus facciones.
Sus ojos se abrieron mucho y su boca se separó ligeramente. Sin embargo,
enseguida empuñó contra él una mirada desconfiada.
—¿Por qué iba a interesarte eso?
Él se encogió de hombros en actitud despreocupada.
—He caído en la cuenta de que no sé absolutamente nada de
ti, aparte de que tienes un genio de los mil demonios. Ni tan siquiera tu
nombre.
Ella imitó su gesto.
—Sigo sin ver por qué el conocimiento de mi nombre iba a
resultarte relevante.
—Bueno, en cuanto a eso: ¿no es un poco injusto que tú
sepas mi nombre y yo no el tuyo?
Ella sondeó sus ojos.
—No es un nombre que vaya a aportarte información sobre
mí, no así como el tuyo. Así que, ¿qué más da?
—¿Y no te sirve simplemente el que quiera saberlo?
Ella lo miró unos instantes en silencio. Se mordió el
labio, como si estuviera sopesando la importancia de facilitar dicha
información. Los ojos de Connan se posaron sobre esos tentadores labios y el
gesto tan sexy que hacían.
—¿Connan Knight es tu verdadero nombre o es un seudónimo?
—preguntó ella finalmente.
—Mi nombre artístico —admitió Connan.
—Huum.
Connan suspiró.
—Muy bien… Que sea pues un intercambio de preguntas y no
un interrogatorio, ¿vale?
Aquello pareció animarla.
—Y cinco preguntas, en vez de diez.
Él suspiro de nuevo.
—De acuerdo.
—Empieza —lo instó ella.
—En mi partida de nacimiento pone Conaught Halpert
Kinsey.
—Mmm… —murmuró ella pensativa—. Así que eres Conaught… Me
gusta. Es un nombre poco sonado.
Él asintió.
—Pero ahora te toca a ti —apuntó Connan antes de que ella
pudiera enzarzarse en preguntas sobre su procedimiento o los motivos que
hubieran llevado a su madre a ponerle tal extraño nombre. Se sentía
inusualmente ansioso por conocer su nombre.
—Jane —contestó ella.
—Jane —repitió él, saboreando el nombre en su boca.
—Al principio no me gustaba —le confesó ella,
meditabunda, con la mirada perdida en el océano de edificios a sus pies—. Me
resultaba muy sonado… Pero he aprendido a aceptarlo.
—Creo que Jane te va perfecto —opinó él con sinceridad—.
Es sencillo, como tú. Y sin embargo, la sencillez es a menudo lo más complejo.
Parece tan simple que en un primer momento pasa desapercibido… —Hizo una pausa,
mirándola—. Por ello luego tiene más posibilidades que lo demás de fascinar.
Por unos momentos, Jane permaneció muda, mirándole a los
ojos, buscando en ellos.
Finalmente, esbozó una sonrisa torcida y se burló de él
en broma.
—Conaught el filósofo…
Él también sonrió.
—¿Te molesta que te llame por tu verdadero nombre? —preguntó
entonces Jane, indecisa, mientras hacía ese gesto suyo de morderse el labio que
tanto distraía a Connan.
Él, embelesado, tardó unos segundos más de lo normal en
contestar.
—En privado no.
Jane frunció el ceño, confusa.
—¿Hay un motivo en especial por lo que ocultas al resto
del mundo tu nombre real?
Él torció el gesto, desviando la mirada unos instantes
hacia la ciudad. Después de un momento la miró largamente, como si considerara
hasta qué punto podía responderle. Después, habló, poniendo cuidado en no
revelar más de lo que se había propuesto.
—Bueno, digamos que para la mayoría del mundo mi vida
empieza en mi primera película. Es lo que sugiere mi nombre Connan Knight. Ahí
no hay nada registrado sobre mi pasado, el cual ha sido en verdad muy miserable.
Pero no me interesa que nadie ahonde ahí. Por lo tanto, salvaguardo mi
verdadero nombre, para dificultar el trabajo a las sanguijuelas de los
escándalos.
Jane asintió, meditando sus palabras.
—No hay nada que atraiga más a los medios que las desgracias
—dijo finalmente.
—Exacto —concordó él—. Pero además, en mi pasado
participaron más personas, y no me gustaría que fueran objeto de agobio… Ni
tampoco soportaría que por falta de información jugosa los periodistas más
infames inventaran sucios chismes sobre ellos.
—Los proteges —comprendió ella, mirándolo a una nueva
luz. Estaba empezando a entrever a Conaught, una masa más consistente, más
compleja, más interesante y apasionante que Connan. Connan era en verdad una
tapadera, una materialización de lo más desagradable de su ser, un insoportable
narcisista egoísta. Pero el Conaught que había debajo sentía unas emociones y
una lealtad increíbles. Aquel descubrimiento le granjeó un extraño
estremecimiento.
Él no respondió, se quedó ensimismado mirando París, pero
en sus distraídos ojos, Jane casi podía adivinar un brillo que alumbraba un
pasado difícil.
Cuando retornó al presente, descubrió a Jane mirándolo
con atención. Él sacudió la cabeza casi imperceptiblemente, como si tratara de
liberar su mente de una telaraña que la araña del pasado hubiera tejido a su
alrededor. Después, compuso una media sonrisa.
—Creo que ya te has cebado preguntando. Ahora es mi turno
—anunció él, contemplando divertido como el cuerpecito de Jane se tensaba al
escucharlo—. Bien… Me gustaría saber qué haces en París.
—¿Qué te hace pensar que estoy aquí de visita?
—Bueno, insististe al guardia de seguridad en que te
dejara pasar en calidad de turista
—recordó él, mirándola con elocuencia—. Además, últimamente no hago más que encontrarte
casualmente. Si hubieras estado aquí desde siempre ya nos habríamos encontrado
un centenar de veces y nos habríamos acostado otras tantas. Estadística pura.
Jane frunció el ceño molesta. Conaught se había ido a
esconder bien y ya no era visible.
—Desde luego, con ese “cortejo” tuyo dudo mucho que
hubiera habido algo más entre nosotros que un intercambio de insultos y miradas
iracundas.
Connan rió.
—Tal vez incluso hubiera tenido la suerte de que me
tatuaras tus puños —añadió él risueño, clavando la vista en los puños crispados
que la irritación había obligado a componer a Jane.
—Pues te aseguro que mis puñetazos no son nada
desdeñables —amenazó Jane—. Más cuando les acompaña mi rodilla ansiosa de tu
entrepierna.
Connan cesó de reír y abrió mucho los ojos, con fingida
preocupación. Estaba actuando, por supuesto.
—Le ruego señorita no atrofie ni inutilice mi miembro
viril —le rogó él. Parecía decirlo en serio, de no ser por el brillo perverso
del fondo de sus ojos—. Estoy seguro de que algún día lo lamentaría
personalmente.
—Para que ese día llegara tendrían que evaporarse antes
todos los hombres de la Tierra —replicó ella.
Él se aproximó a ella, tanto que a Jane se le erizó la
piel y una ráfaga de viento arrastró hasta su olfato el tentador olor a
aftershave que emanaba.
—No sentencies de ese modo la vida de los demás, Jane. No
está bien.
Jane no respondió, pues en aquel momento, sus neuronas
habían cedido el protagonismo a sus
hormonas.
Connan se aproximó a ella todavía más, hasta que sus
labios casi rozaban su oído cuando le susurró:
—Si pensara que eso te haría acudir a mí, consideraría
hacerlo.
Jane obligó a sus manos a posarse en su pecho. Una parte
de ella se deleitó ante la firmeza y la fuerza que palpó en él, pero otra aún
más fuerte la obligó a empujarlo y
alejarlo de ella.
—Nadie debería estar dispuesto a sacrificar a nadie por
un capricho. Nadie que merezca mi atención, al menos —le dijo con frialdad.
—¡Caray, mujer! —exclamó Connan—. Tente en más estima. No
serías un capricho, serías el capricho
por excelencia.
La mano de Jane se estampó contra su jovial mejilla con
estruendosa fuerza.
—No permito que nadie me trate como una puta —le espetó
con rabia, sus violáceos ojos llameando de ira—. Ni siquiera como la puta por excelencia. Eres un cabrón
—le dijo furiosa—. Y no tengo nada más que decirte aparte de derivados de ese
epíteto. Me largo.
Y dicho esto se apartó, como si su cercanía fuera un
destructivo fuego que estuviera a punto de alcanzarla, y se alejó de él a
largas e impetuosas zancadas.
Connan permaneció en el sitio un momento, su mente
atónita repasando los últimos instantes, confuso, tratando de detectar el
momento exacto en el que la cosa había empezado a caer en picado, pero después
reaccionó como impulsado por un resorte y corrió tras ella.
—No te vayas así —le dijo, alcanzándola justo cuando ella
se detuvo a la espera de que el ascensor abriera sus puertas—. Todo iba bien.
—¡¡¡¿Bien?!!! —gritó ella, indignada—. En todo el tiempo
que hemos estado aquí arriba no has hecho más que decirme, sutil o
directamente, que quieres follarme.
—La culpa es tuya por ser demasiado sexy.
—Jamás me hubiera imaginado que alguien como yo pudiera
ser tu tipo —replicó ella, desafiándolo a que mintiera.
—Bueno, es cierto que no acostumbro a salir con chicas
como tú —le respondió él, honesto—. Tal vez ese sea el motivo por el que sigo
soltero —añadió con una voz arrastrada que resultó muy sexy.
Jane negó con la cabeza.
—No creo que sea tanto culpa de los demás como tuya.
—Es posible —contestó él, sorprendiendo a Jane. Había
esperado que responsabilizara del fracaso hasta al mismísimo sol antes que
asumir él mismo la culpa. Y él también había esperado lo mismo. Pero por alguna
razón que se escapaba a su entendimiento, quería ser sincero con ella. Tal vez
porque ella misma era sincera. El ser más honesto y puro que había conocido
nunca. Y él la admiraba. Porque no había cualidades que apreciara más.
Justo entonces las puertas del ascensor se abrieron,
descubriendo su minúsculo interior tenuemente iluminado. Pero ninguno de los
dos le prestó atención.
—Tal vez puedas ayudarme a detectar lo que falla.
—No soy psicóloga —respondió ella, mirándolo, tratando de
discernir si se estaba quedando con ella. Pero él estaba seguro de que no hallaría
nada de eso, porque no era esa su intención.
—Pero podrías decirme qué te ha molestado de mí esta
noche, o cómo te gustaría que te hubiera tratado, o algo por el estilo. Me
gusta escuchar críticas, sobre todo si no son favorables. Son casi un mito en
mi persona.
Jane suspiró.
—Conaught, no podemos estar amoldándonos a los demás. Hay
personas con las que conectamos y otras con las que no. Pero para descubrir con
quién somos afines, tenemos que sernos fieles a nosotros mismos. Si no nos
perderíamos, nos desfiguraríamos, y algún día no nos reconoceríamos en el
espejo. Y si no nos reconocemos a nosotros mismos, ¿cómo reconocer a posibles
amigos o amores?
—¿Y qué ocurre cuando tu personalidad incluye alejar de
ti a los demás? —preguntó él en voz alta, pero de pronto parecía estar hablando
consigo mismo.
—Conaught… —susurró ella.
Él le tendió la mano.
—¿Por qué no nos quedamos un rato más aquí arriba?
Jane vaciló un momento. Miró en interior del ascensor y
luego su mano, que seguía firme y decidida, tendida frente a ella. Finalmente,
rechazó la mano, pero decidió quedarse con él y volvió a donde se hallara
momentos antes, admirando la noche y la ciudad.
Él se colocó junto a ella. Sus brazos casi se rozaban.
—Para no ser psicóloga te defiendes bien dando consejos
—observó él.
Ella sonrió, absorta en las vistas.
—Bueno, muchas veces me he visto tentada de embadurnarme
de hipocresía para poder ser aceptada y que la vida me fuera más fácil
—contestó ella—. Pero tratar de llevarte bien con los demás a costa de tu
verdadera opinión y a veces incluso tu personalidad, es cansado, además de
peligroso. Porque siempre significa compartir una parte de ti. Las relaciones
sociales son un intercambio. Y cuando alguien da, espera recibir. Y dar a los
demás sin quererlo, hiere el espíritu. Pero además de eso, les concedes un
poder sobre ti, por pequeño que sea. Y odio esa sensación.
Él la miró intensamente, cada vez más hechizado con la
magia que desprendía aquella hermosa y fantástica criatura.
—¿Es por eso que eres tan honesta? —preguntó él.
Ella lo miró, y le sonrió.
—En realidad la honestidad siempre ha sido parte de mí.
Desde niña —de repente se echó a reír, sin duda recordando algún determinado
momento de su vida. Connan no pudo evitar unirse a ella—. Una vez, en el
colegio, cuando me preguntaron que quería ser, respondí que domadora de
caballos. A pesar de que era una niña, al parecer no era lo suficientemente
joven como para permitirme ser “surrealista”, y a la profesora no se le ocurrió
otra cosa que reírse y burlarse de mi respuesta, llamándome tonta. Yo le
contesté que había cambiado de opinión. Le dije algo así como: “Creo que
debería ser profesora. No porque la admire a usted ni a su patética vida, sino
por lo contrario. El magisterio necesita un toque fresco que empuje a los jóvenes
a alcanzar sus sueños por ilusorios que parezcan. Y ese toque voy a ser yo”.
Tanto ella como él prorrumpieron en carcajadas.
—Entonces ya eras un bicho —le acusó Connan entre risas.
Jane asintió risueña.
—Con solo siete años ya tenía la lengua más afilada que
el diablo y la valentía más desarrollada que Aquiles.
Connan asintió de acuerdo.
—Creo que me habría encantado ser tu amiga de niños.
Ella lo miró perversamente.
—No sé si habría sobrevivido hasta hoy. Me habrías matado
después de dos semanas de conocerme, porque no era más compasiva con los de mi
edad —respondió ella.
Él se río de nuevo.
—Una niña adorable, sin duda.
Ella se unió a sus risas.
—¿Y tú cómo eras de niño?
Connan se tomó unos instantes antes de contestar. Su
semblante fue relajándose, brillando a la luz lejana de los recuerdos. Por un
momento, el pasado se sobrepuso al presente.
—Mi mayor ambición de pequeño era ser pirata —confesó
Connan con una melancólica media sonrisa. Miró a Jane, que lo escuchaba atentamente con
expresión divertida—. Era un auténtico salvaje. Constantemente burlaba a los
profesores y me escapaba del colegio. Y todo para poder escalar acantilados y
tratar de aprender a pescar, la actividad que debería mantenerme nutrido cuando
estuviera en alta mar. Como tú, tampoco era santo de la devoción de mis
mayores.
Jane soltó una risita.
—Definitivamente el mundo fue sabio al mantenernos
distanciados de niños —contestó ella con diversión—. Dos caracteres tan fogosos
y con tendencia a considerar su propio
juicio el mejor frente al de los demás habrían chocado con fatales
consecuencias.
—Tienes razón. De niños no habríamos sabido armonizar
debidamente nuestras talentosas personalidades para poder obtener grandes
empresas. Por eso nos hemos encontrado ahora. Hoy en día somos lo
suficientemente adultos para aunar nuestra espléndida esencia en inteligente
comunión y conseguir lo que nos propongamos.
Jane rió.
—Aunque no te lo parezca, lo que dices tienes más sentido
del que piensas.
Connan enarcó una ceja, sorprendido.
—¿Tal vez la señorita Tigresa haya decidido rendirse a mi
irresistible encanto y…?
Jane lo cortó con un gesto de la mano. Pero lo hizo con
palpable divertimento, y no con tanta antipatía como acostumbraba a mostrarle.
—Para el carro. No estaba refiriéndome a una empresa cuyo
apogeo consista en “el orgasmo de nuestra vida”. Tenía que ver con mi profesión
y la tuya.
Connan no trató de reprimir la exposición del horror que
lo embargó de pronto.
—¡¡¡¿NO SERÁS PERIODISTA?!!!
Al escuchar esta sugerencia, Jane se deshizo en
ensordecedoras carcajadas que estremecieron su menudo cuerpo.
—Mierda, joder, mierda. Soy gilipollas… —mascullaba
Connan rabioso contra sí mismo, malinterpretando el buen humor de Jane.
—No, no —dijo Jane, aún entre risas—. No soy ninguna
sanguijuela informativa… Yo soy una periodista de verdad. Solo me interesan los
aspectos más profesionales de ti…
—MI-ER-DA.
—Aunque me has dado documentación más que suficiente para
escribir sobre tus galanterías y tus técnicas de seducción —meditó ella en voz
alta.
—Me has engañado —la acusó él con palpable furia.
—Técnicamente eso no es cierto. En realidad, no me has
preguntado directamente por mi ocupación laboral —se defendió ella.
Y seguidamente volvió a emitir sonoras y sucesivas
carcajadas.
—¿Te parece gracioso que esté barajando la posibilidad de
estrangularte? —masculló rabioso.
Ella rió aún más.
—Oh, vamos, era una broma —confesó ella finalmente,
volviendo a caer en las redes del buen humor.
Por alguna extraña razón, Connan la creyó inmediatamente
y no pudo evitar acompañarla en ese festín de risotadas.
—Te la devolveré, lo prometo —le dijo Connan.
Jane hizo un gesto con la mano, animándole a que lo
intentara y diciéndole a su vez que fracasaría. Después, respiró hondo unos
momentos, buscando serenarse.
—En realidad soy escritora. Guionista —le dijo ella—. Y
me has inspirado para un próximo argumento que tratará, naturalmente, del
hombre que tenía fobia a los periodistas.
Él le dedicó una sonrisa sincera.
—Espera mejor a alcanzar un rotundo éxito. Después de eso
podrás valerte de tu propia fobia a los periodistas para escribir esa obra.
—Es otra opción —contestó ella divertida.
Se quedaron un momento en silencio.
—Entonces, ¿trabajas para alguna cadena local o con algún
productor francés? —le preguntó él tras haber estado meditando sobre el dato.
Ella negó con la cabeza.
—Aún no tengo trabajo aquí. Hasta la fecha me he dedicado
a escribir el guión para una serie de televisión donde vivía… Pero lo he dejado
en pos de mi ambición de escribir para el cine. Y he decidido ambientar mi
próxima obra en París. Así que estoy aquí de vacaciones mientras me inspiro.
—Pues hoy has encontrado inspiración de sobra —le
contestó él risueño mirándola elocuentemente—.¿No estás de acuerdo?
—Humm. Si pretendiera hacer un thriller en torno a un
asesinato es probable que me sirvieras… —bromeó ella.
Él sonrió ampliamente.
—¿Y la ciudad si te ha aportado algo?
Ella asintió.
—Tiene tantos encantos… —murmuró soñadora, mientras su
mirada se en la gran capital.
—¿Qué has visitado hasta ahora?
Jane enumeró en voz alta los lugares en los que había
estado junto con las impresiones que había recibido de cada uno de estos.
Connan la escuchaba atentamente, realmente interesado en sus palabras,
realmente encandilado ante el brillo de sus ojos mientras hablaba de arte,
realmente fascinado por el apasionamiento con que describía todo lo que se
había cruzado en su camino.
—Creo que no puedes declinar la oferta de pasarte por mi
apartamento alguna vez —comentó él finalmente.
Ella lo miró con el ceño fruncido.
—No negaré que me excito hablando de arte, pero no es el
tipo de excitación que necesita una salida —refunfuñó ella.
Connan rió.
—Lo creas o no, siento una intensa devoción por el arte.
Tengo una galería privada en mi casa. Ante todo arte vanguardista. Sobre todo Impresionismo. También numerosos cuadros
prerrafaelistas.
A Jane se le iluminaron los ojos.
—¿Lo dices en serio?
Connan asintió.
—Mi admiración comenzó desde muy joven. De ahí que
Conaught tenga una licenciatura en Historia del Arte.
Jane lo miró boquiabierta.
—¿No siempre has pensado vivir de tu físico?
Connan rió muy fuerte. Cualquiera se habría pensado dos
veces formular semejante pregunta, ya que resultaba bastante impertinente, pero
Jane no. Ella poseía esa clase de frescura en comunión con la expresividad de
su rostro. Si sentía curiosidad, como evidentemente la sentía hacia él en
aquellos momentos, no trataba de reprimirla o menguarla. Simplemente la
saciaba, e iba al grano en cuanto a lo que le interesaba.
Connan negó en respuesta.
—Nunca me lo habría planteado si no hubieran acudido a mí
con semejante idea y cheque en mano.
—¿Y por qué aceptaste?
—No acepté de inmediato. En un primer momento me
propusieron trabajar como modelo para Gucci.
Pero me negué. Estaba en contra de poder conducir un Lamborghini si para eso tenía que arriesgarme a que mi culo en
tamaño XXL pudiese empapelar los edificios de la ciudad.
Jane soltó una carcajada al escucharlo. Él le dedicó una
mirada risueña acompañada de una media sonrisa.
—Sin embargo, alguno de ellos tenía contacto con un
productor de cine, y pensó que yo podría interesarle. Personalmente, la idea de
actuar si me resultó apetente. Así que acepté una cita con el productor y
comenzaron mis primeras andadas en este mundo.
—¿Y nunca has deseado dejarlo y encontrar un trabajo
relacionado con tus estudios?
Él se encogió de hombros.
—Por el momento estoy contento con la vida que llevo. Una
vez uno se acostumbra a la rutina y a la fama aprende a sobrevivir sin volverse
loco. Aunque aún me inquieta ser foco de atención.
Jane meditó un momento sus palabras.
—Por tu pasado, ¿no es así?
Connan la miró fijamente, pero no afirmó ni negó nada.
—Entonces, ¿querrías ver mi colección? —preguntó él,
apartando a un lado el tema que habían mantenido instantes antes.
—Tal vez en otra ocasión. Todavía puedo saciar mi sed de
arte con los museos que me quedan por visitar —contestó—. Cuando tenga
abstinencia de arte, te avisaré —añadió risueña.
—Sería un buen remedio, no hay duda: un solo vistazo a mi
imagen escultural te aplacaría el hambre de arte para siempre —comentó él
secundándola en la broma.
—¿Escultural? —se mofó Jane—. No creo que los griegos
hubieran encontrado piedra suficiente en el monte del Olimpo para retratar tu
descomunal ego.
Y ambos se echaron a reír.
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