La noche ya
estaba avanzada. Las cortinas granates de brocado hacían demasiado bien su trabajo
de censurar el brillo de la oscuridad.
En eso pensaba
Jane cuando se levantó de la gigantesca cama y deslizó sus píes en las suaves
zapatillas de terciopelo rosa. El lecho era demasiado grande como para que
Heather notara su ausencia. Ambas compartían cama, sin que eso significara
pasar una terrible noche espachurrada. Más bien podía atreverse a decir que
podía llegar a extrañar la cercanía de su amiga, ya que la cama les facilitaba
un amplio espacio para cada una.
Se arrastró hasta
el ventanal y se introdujo entre los pliegues de seda de las cortinas,
ocultándose tras ellas y haciéndola sentir como una chiquilla que huye de un
inminente castigo o juega a introducirse en un mundo de sueños solo accesible
para ella.
Pero en su caso
ella no era una niña, y solo buscaba la caricia de la luna. La reina de la
noche lucía especialmente luminosa, con el vestido más perfecto y voluptuoso
que tenía: estaba en luna llena. Por un instante, Jane pensó en la luna como en
una mujer embarazada, que paseaba a su hijo en el vientre, contándole leyendas
más antiguas que la creación del mundo que recogía de la mirada añeja de las
estrellas.
De pronto ella
también sintió ganas de escuchar los relatos de la luna, y se vio forcejeando
con la manija. De pronto sentía la imperiosa necesidad de respirar aire puro.
Enseguida salió a
la noche, y cerró los ojos para empaparse del frescor que llevaba el viento
nocturno. Avanzó hasta el límite que marcaba la balaustrada de hierro tan
elegantemente moldeada, y sus manos se asieron a él. Eso era lo único que la
anclaba a tierra, o esa sensación tenía. Por un momento puso la mente en blanco
y se concentró en sentir su cabello suelto iniciar una danza con la brisa,
rozándole las mejillas que el estímulo del viento habían arrebolado. Incluso
sus pestañas parecían saltar desde su raíz. Su liviano camisón blanco no estaba
tampoco dispuesto a perderse la oportunidad de coquetear con aire, y enseguida
revoloteó en torno a su cuerpo, su sedoso contacto rozándola al compás de la
brisa.
Abrió los ojos de
golpe y su mirada atrapó la luna. Los pensamientos concernientes a la
maternidad volvieron, aunque esta vez tuvieron como núcleo a ella misma. ¿Sería
alguna vez capaz de sentirse feliz ante la perspectiva de traer al mundo a sus
propios hijos? ¿Se curaría alguna vez del poco entusiasmo que le suscitaba la
idea? ¿Era rara por no sentir que la biología le dictaba ser madre? ¿Necesitaba
tiempo para desear serlo o estaba condenada de por vida a horrorizarse ante el
mero pensamiento? ¿Necesitaba algún estímulo para quererlo, tal vez el amor de
un hombre?
Enseguida se
detuvo el flujo de sus pensamientos. ¿Qué sandeces estaba pensando? ¿Necesitar
un hombre para tener un hijo? Ella se bastaba para casi todo, y siempre asociaba
a la prehistoria la idea de necesitar un hombre, pero tal vez en este asunto
fuera diferente. Porque a veces se preguntaba si se bastaría ella sola para
criar un niño. Si sería lo suficientemente fuerte de verse capaz de encarar
sola una responsabilidad tan grande.
Enseguida se
sintió disgustada. ¿Por qué se inquietaba con esas cuestiones? Ella siempre
había sido un ser independiente al servicio de su mentalidad… Así que, ¿por qué
preocuparse por tener un hijo si ella decidía que no lo quería? ¿Por qué
amargarse? En el fondo lo sabía. Sospechaba que tal vez el quid de la cuestión
era que sí lo quería pero que le daba miedo. ¿Tal vez en el fondo asociaba la
idea de un hijo con una familia feliz? ¿Tal vez solo estuviera preparada cuando
estuviera segura de poder darle esa familia unida y perfecta?
Definitivamente
tener una madre tan obsesionada con los niños la afectaba, pensó enfadada. Toda
su vida había visto a su madre y las mujeres de su alrededor desvivirse ante
las necesidades de un niño, angustiarse ante su llanto y describir la
maternidad como el cénit de su existencia. Ella siempre había desdeñado eso
porque le parecía que era una mentalidad más antigua que los dinosaurios. Pero
tal vez había tratado de consolarse con aquel pensamiento. Tal vez era la forma
en que se resguardaba para evitar sentirse extraña, la pieza sobrante de un
puzle. Además, sospechaba que su alergia a los niños era algo que le venía
desde muy atrás, desde antes que tuviera conciencia. Desde que fuera una enana
solamente capaz de sentir.
Su madre no la
había tratado con la exclusividad que ella había querido. Al regentar una
guardería, no se había dado de baja al nacer ella, y en cambio la había criado
con los demás niños. Supuso que su madre pensó que era una fantástica idea
tener la oportunidad de educar a su pequeña integrándola en la compañía de los
demás niños tan temprano, sin embargo ella creía que solo le había ocasionado
inseguridad. No se acordaba de sus primeros años, pero a veces se recordaba
comparando las atenciones que su madre le brindaba a los otros niños con las
que le ofrecía a ella misma. Siempre buscando una señal que le hiciera ver que
ella era única a sus ojos. Por supuesto que su madre siempre era a ella a quien
se llevaba a casa, pero durante la mayor parte del día tenía que competir con
muchos niños para ser receptora de su amor.
Jamás había
logrado hacer amigos en la guardería. En vez de verlos como hermanos y
hermanas, como su madre había pretendido desde el principio, ella los veía como
obstáculos que la alejaban de una conexión especial con su madre. Poco a poco
fue volviéndose más arisca con los demás niños, hasta comenzar a pegarlos y a robarles sus juguetes o romperles sus muñecos
preferidos. Sentía rabia y celos, y la necesidad de captar la atención de su
madre, aunque fuera de malas maneras.
Sus travesuras
aumentaron y le valieron numerosas broncas y castigos, pero pronto dejó de
sufrir por ellos, de tan acostumbrada que terminó.
Cuando por fin
accedió a primaria ya se había granjeado la fama de mala. Pocos fueron los
niños que hicieron el esfuerzo de tener amistad con ella, y esos escasos
pequeños fueron despachados con hostilidad y sin compasión. Ella no sentía
ningún apego hacia ninguno de ellos y tampoco le suscitaban interés, así que
muy pronto ella se aisló en sus libros y sus cuentos y encontró en ellos la
compañía y el calor que a veces se descubría anhelando. Pronto dejó de tenerle
rencor a su madre, porque comprendió que era su naturaleza desvivirse por todos
los niños, que la obnubilaba su inocencia pueril, y dejó de culparla. No
obstante, seguía sin sentir interés por hacer amigos.
Así continuó
largos años. Como Jane no tenía nada que perder, ya que no tenía ni un estatus privilegiado
ni amigos que perder en la escuela, jamás se preocupó por ser simpática ni por
tratar de mantener una relación de muda cordialidad con los demás. Era
demasiado fogosa para callarse y guardarse para sí su opinión. Había sido una
niña extraña. Desde pequeña había sido honesta, y no le importaba que su parecer
pudiera resultar hiriente, inconveniente o afilado. Solo le importaba decir la
verdad y manifestar que ella no era una estúpida marioneta más de ese
jerárquico mundo de escuela.
Las cosas
cambiaron cuando llegó a secundaria. Entonces llegó Heather a la ciudad.
Su familia era
rica. Su padre era un importante empresario que se pasaba la vida viajando por
negocios, y su madre una acaudalada señora de la casa. Ambos habían buscado paz
en ese pueblo, vivir acomodadamente en una villa tranquila. En un pueblo tan
pacífico y sin sobresaltos como aquel, la llegada de una nueva chica causó
furor. Y el conocimiento de su abultada billetera presagió una gran promesa
para los grupos más populares de la escuela. Todos estaban ansiosos por llegar
primero y “cazarla”.
Todo aquel asunto le repugnó. Ella le repugnó
aún sin conocerla. Sabía que era una emoción injusta, puesto que ella era una
desconocida y no le había dado tiempo a para defenderse de los prejuicios que
le había provocado. Pero no pudo evitarlo. Era ver ese superficial entusiasmo
hacia ella y sentir asco.
Durante días
Heather fue el principal tema de conversación. Todos apostaban por el rebaño al
que terminaría por pertenecer. Jane por su cuenta apostaba por su capacidad
cerebral para eludir o no a la persuasión de pertenecer a tan superficiales y
estúpidos grupos de amigos.
Finalmente
Heather se dio a conocer. Su apariencia entusiasmó, sobre todo a chicos. Ella
era alta, rubia, de ojos azules, facciones suaves y armoniosas, labios
carnosos, pechos grandes, cintura estrecha, caderas redondeadas, piernas largas
y tez bronceada. Toda una belleza. Las chicas no se sintieron muy complacidas
por su apariencia, por supuesto, pues era toda una amenaza. Sin embargo, Jane
observó con verdaderas arcadas como esgrimían falsas sonrisas y dotaban a sus
palabras de un entusiasmo altisonante.
Pero Heather la
sorprendió. Gratamente. En contra de todas las expectativas que sugerían su
despampanante belleza y su exorbitante economía, ella era una chica sencilla,
sincera y extrovertida sin llegar a rozar la hipocresía. Jane la observó con
atención mientras su cara permanecía serena, casi decepcionada de tan
abundantes e insustanciales atenciones. No parecía feliz de ser motivo de tanta
charla banal y enseguida intentó escabullirse. Sin embargo, había despertado un
fervoroso interés que acababa de alcanzar su apogeo ante su aparición, y fue
casi una tarea imposible.
Y por primera vez
Jane sintió simpatía por alguien ajeno a sus allegados.
A sabiendas de lo
impopular e indeseada que era entre sus compañeros de colegio, Jane era su
única esperanza. Y decidió rescatarla.
Así que
concentrando su mirada en ella e ignorando a la multitud que la tenía cautiva,
y con la perspectiva alentadora de hallar una amiga, se dirigió hacia ella,
abriéndose paso a empujones y codazos a través de ese corro de cacatúas
histéricas de hipócrita emoción.
<<Soy tú
única salvación frente a este ejército de cacatúas sin fronteras >> le
dijo ofreciéndole la mano.
Heather pareció
sorprendida ante sus palabras, tan directas y honestas, pero también estaba
encantada. Sin pensárselo dos veces, muy poco preocupada de poner en riesgo la
posibilidad de ser popular en aquel colegio, estiró su brazo y depositó su mano
en la de Jane.
Las cacatúas
orquestaron el momento con chillidos horrorizados y exclamaciones indignadas,
pero el marcador ya tenía vencedor: Jane 1, Cacatúas 0. Y no había marcha
atrás.
Y ese fue el día
en que Jane se granjeó la que ahora era su mejor e incondicional amiga.
Ambas se gustaron
desde el primer momento. Poco a poco Jane la fue conociendo, y, lo más difícil:
se dejó conocer por ella.
Resultó que Heather
era un apasionada artista, y en verdad era muy buena. Tenía un manejo
excepcional de los colores, y un conocimiento impactante de los contrastes, de
las luces y las sombras. Lo suyo era pintar emociones, retratar sentimientos,
narrar cuentos a través de imágenes. Era muy expresiva y cada obra que le
mostraba encerraba una parte de su alma. Podía verlo. Todos tenían una fuerza
que penetraba por los ojos y florecía hasta hacer estremecer todo el cuerpo del
espectador. Sin embargo, era algo que llevaba en secreto, porque esas
inclinaciones artísticas no eran del agrado de sus padres. Ellos ya tenían
planes para ella, y su amor por el arte era un obstáculo. Algo digno de desdén
y vergüenza. Sus padres la infravaloraban. Lo único que veían en ella era
belleza, belleza que a su vez se traducía en millones. Su plan para ella era
casarla pronto y bien con un hombre bien posicionado ahogado en millones. Y su
belleza era la mejor baza para conseguirlo. Jane recordó lo horrorizada que se
sintió cuando se lo contó, y cómo la obligó a prometerle que jamás se
sometería. La obligó a jurarle que lucharía por sus sueños, que pasaría por
encima de sus padres, por encima del mundo.
Ella era su
primera amiga y la iba a proteger de la infelicidad lo mejor que podía. Ella
era la primera persona con la que sentía conexión, con la que se sentía cómoda
de verdad. Las dos eran distintas, pero encajaban como si hubieran sido antes una
pieza única que hubieran partido por la mitad y luego se hubieran convertido en
dos personas individuales. De ese perfecto y especial modo encajaban.
Recordaba todas
aquellas mágicas tardes, en las que se escabullían por los alrededores de la
casa de Jane y cada día buscaban en el bosque un lugar más hermoso. Allí se
pasaban horas, Heather pintando y ella inventándose narraciones para sus
creaciones. De ese personal modo desgranaban los secretos de su alma y los
exponían a una cálida luz tardía.
Ambas hicieron de
musas la una para la otra.
Jane se volvió
para mirar en el interior del dormitorio, donde Heather dormía plácidamente,
sumida en sus sueños, espachurrando un almohadón con complejo de nube entre sus
torneados brazos. Su cabello de oro parecía plateado por el influjo de las
estrellas.
Recorrió a su
amiga con una mirada tierna, siendo consciente de la inmensidad de su
significancia para ella. De algún modo se habían salvado la una a la otra.
Heather le había
enseñado a confiar fuera del perímetro familiar. Le había enseñado a compartir
su mundo interior y a encontrar esta práctica agradable. Le había enseñado el
valor de un abrazo, cómo se hacía más liviano el peso de la tristeza cuando se
comparten las lágrimas. Le había enseñado un enfoque más optimista e iluso de
la vida que, aunque no compartía, respetaba y admiraba, y añadía un toque de
luz a su propia perspectiva.
Ella por su parte
le había enseñado a Heather a respetar sus sueños, y a no dejar que las
críticas de los demás los desvalorizaran. Le había mostrado cómo anteponer sus
opiniones a la opinión general, como identificar las batallas que merecían ser
libradas, cómo estar dispuesto a pagar el precio que hacía falta por alcanzar
los sueños. Le había enseñado a florecer su optimismo, algo característico en
ella pero que las continuas censuras de sus padres y el ámbito superficial que
frecuentaba habían conseguido envenenar hasta casi matarlo.
Ambas se habían
apoyado y luchado. Habían confiado la una en la otra y poco a poco había
sucedido lo inevitable: se habían convertido en una de las cosas más
importantes en sus vidas.
Continuamente habían
decsubierto que una lucha que trataba de salvar su amistad estaba siempre
justificada y que estaba siempre abocada a la victoria, porque las dos
batalladoras tenían un interés verdadero en vencer y continuar siendo amigas.
Una lágrima de
gratitud se abrió paso por sus pestañas, y descendió por su mejilla, siguiendo
el sedoso camino que ofrecía su rostro hasta alcanzar la barbilla y saltar a su
pecho, donde siguió trazando su sendero de felicidad.
Jane no quiso
detenerla. Esa lágrima era fruto de una emoción provocada por su amistad con
Heather, y deseaba que se deslizara hasta el infinito si representaba su cariño
por ella.
Con una sonrisa volvió al cuarto y se metió en
la cama, arrebujándose junto a Heather bajo el edredón. Sus brazos buscaron
estrechar la cintura de su amiga, y con un suspiro de placer, se acurrucó a su
lado y se durmió mecida por la nana que marcaba la respiración de su amiga,
envuelta en su calor.
Me encaaaaaaaaaanta!!!!
ResponderEliminar