El hombre
profirió un alarido seguido inmediatamente de un rugido furioso, y,
desatendiendo a la explícita petición de que no agrediera al caballo, comenzó a
hincarle con fuerza la rodilla en los costados. El caballo trató de defenderse,
y continuamente lanzaba en su dirección bocados, queriendo atraparlo entre sus
dientes, pero le llevaba ventaja el señor, pues sus movimientos estaban
limitados por las bridas que lo mantenían clavado en el lugar.
Jefferson no iba
a permitir aquella violencia contra su semental y enseguida entró en el
remolque para apartar al hombre de ahí. Pero Mr. Scrooge tampoco estaba por la labor de mostrarse benevolente
con él, y también se lanzó en la misión de dejarle un enérgico mordisco. Así
que Jefferson tuvo que lidiar contra el ataque del caballo mientras trataba de
alejar de él al transportista.
‘¡JANE! ¡Vuelve
aquí inmediatamente!’ gritó entonces Brenda. Aquello distrajo lo suficiente a
Jefferson para que el caballo lograra acertar en su objetivo y lo mordiera en
el brazo. Jefferson buscaba ansiosamente a su hija en el remolque, sospechando
que se hallaba ahí, en medio de aquel peligroso caos, cuando sintió la agresión
del caballo. Ahogó una exclamación de dolor rechinando los dientes. Y cuando se
recuperó un poco del dolor, descubrió con horror que su hija estaba
peligrosamente cerca del animal, mirándolo desde su baja estatura y alzando las
manos queriendo acariciarle. Parecía totalmente ajena al peligro que la
rodeaba.
‘¡JANE!
¡ALÉJATE!’ ordenó su padre desde lo más hondo de su preocupación por ella.
Empezaba a pensar que traer el caballo no había sido buena idea, por mucha
ilusión que tuviera su hija. Incluso empezaba a barajar la posibilidad de que
la violencia fuera una opción en este caso, tal y como había sugerido el brutal
transportista.
Pero esos
pensamientos se desvanecieron en cuanto contempló, atónito, lo que sucedió a
continuación. Lejos de pretender hacerle daño, el animal pareció tranquilizarse
por completo al observar la pequeña niña a sus pies, esperando con los brazos
abiertos a que el caballo la recibiera. Y no sólo se relajó por completo.
Consciente de que la niña no era ninguna amenaza para él, el caballo inclinó la
cabeza en dirección a la niña y su hocico rozó una de las pequeñas palmas de la
niña, olisqueándola. Jefferson por un momento temió que fuera a morderle,
pero en vez de eso, el animal sacó la lengua y comenzó a lamerla con cariño.
Entonces
Jefferson respiró. Y solo en aquel momento fue consciente de que había estado
reteniendo el aire, angustiado. A continuación, obligó a salir del remolque al
fondón hombre.
El caballo continuaba paseando su lengua por la mano de la
criatura, y Jefferson, creyendo pasado el peligro, se aproximó con la intención
de desamarrar las riendas para poder sacar al animal. Pero eso le valió que el
caballo girara su cabeza hacia él y le mostrara los dientes, en gesto
amenazador.
Parpadeantemente
anonadado, decidió acatar los deseos del purasangre, pues no quería correr el
riesgo de que se encabritara cuando su pequeña niña estaba sus píes, a unos
centímetros de él.
Finalmente fue
Jane la que tuvo que sacar del remolque al caballo y llevarlo a su nuevo hogar,
detrás de la casa, pues solo toleraba su presencia. Todos pensaron que sería
algo temporal hasta que se acostumbrara a la presencia del resto, pero, aunque
la actitud de Mr. Scrooge mejoró con
el tiempo, jamás dejó sus reservas de lado. Todavía a día de hoy Jane era la
única que podía acercarse totalmente a él. La única que podía abrazarlo y la
única por la que se dejaba atender.
Aquella actitud
reservada y hostil para el resto del mundo excepto para Jane, y más tarde para Franzy también, provocó que le
bautizaran como el famoso protagonista dickensiano: Mr. Scrooge.
Volviendo al
presente, Jane restregó su nariz contra el hocico de Mr. Scrooge, ahuecándole la cara entre sus manos, y rebatió a su
padre mirando al animal con infinito amor:
—No es verdad. No
es odioso. Mr. Scrooge es todo un
amor y me ha echado tanto de menos como yo a él. ¿Verdad que sí? —dijo Jane
mientras una de sus manos rascaba con cariño por detrás de las orejas del
caballo. Mr. Scrooge resopló en señal
de que disfrutaba.
—Si con ser “todo
un amor” te refieres a que toree a tu padre y que en todos estos años haya sido
un ogro con todo aquel que no se tratara de ti, estoy de acuerdo —refunfuñó su
padre—. Y eso sin contar con que me ha desbancado del primer puesto en la pirámide
de tus prioridades y te ha abrazado antes que yo.
Jane lanzó una
alegre carcajada, y se separó de Mr.
Scrooge, no sin antes depositar un sonoro y amoroso beso en carrillo del
animal.
—Papá, no seas
infantil —le reprendió Jane risueña mientras lo abrazaba. Su padre la apretó
contra él entusiasmado—. Además, recuerda que Mr. Scrooge necesita más mimos. Tú tienes a mamá cuando no estoy;
él no tiene cariñitos hasta que yo vengo.
—Porque no se
deja mimar más que por ti —renegó él—. Además, te equivocas. También está Franzy con él.
Jane no
respondió, se limitó a estrechar a su padre con una gran sonrisa.
Aún permanecían
abrazados cuando Jefferson notó que una fuerza invisible lo impulsaba hacia
atrás, alejándolo de Jane. Solo que no se trataba de una fuerza invisible, sino
que era Mr. Scrooge, poco dispuesto a
que nadie le arrebatara la atención de su amiga Jane. El animal tironeaba con
sus dientes de la chaqueta de su padre, y no tardó en salirse con la suya,
haciendo que finalmente Jefferson se tambaleara y estuviera a punto de caer de
espaldas. Y lo hubiera hecho, de no ser porque Jane se aproximó inmediatamente
para ayudarle a mantener la estabilidad.
Jane se giró
hacia el animal con expresión reprobatoria mientras su padre se valía de su
hombro para permanecer en pie. El animal, inteligente y astuto como era,
comprendió enseguida que su actitud no había sido digna de alabanza y si de
reprensión, pues enseguida inclinó hacia delante la cabeza, con las orejas
gachas, en un gesto arrepentido. Por entre sus largas y abundantes pestañas
oscuras sus brillantes ojos miraban a Jane, suplicando su perdón. Y Jane no
pudo más que ablandarse y extender la mano para acariciarle el dorso del
hocico, perdonándolo por completo.
—Eres demasiado
buena con él —gruñó su padre, mirando al caballo con el ceño fruncido.
—No me queda más
remedio. Él es un sol conmigo —exclamó entusiasmada Jane mientras le hacía una
carantoña al animal. Mr. Scrooge
relinchó en respuesta, volviendo a rebosar alegría y plenitud espiritual.
—¿Y dónde está Franzy? —preguntó Jane a su padre,
mirando a su alrededor atentamente, buscándola con la mirada—. No la he visto
todavía.
Como si Franzy hubiera advertido que se la
buscaba, apareció repentinamente en escena, saliendo de las reducidas pero
confortables caballerizas. Era una joven yegua pía de cuatro años de edad, sana
y fuerte. Tenía un pelaje precioso. Era esencialmente blanco, pero su capa
inmaculada se veía tiernamente salpicada por extensas manchas castañas rojizas
que la adornaban sin ningún orden, haciendo de ella un precioso animal exótico.
Su cola y sus crines eran castañas y largas, y en aquellos momentos se mecían
al son del viento mientras trotaba elegantemente hacia ellos. Lanzó un relincho
suave expresando su alegría, y Jane extendió una mano para acariciarle
tiernamente la cara.
Su nombre, Franzy, se lo habían puesto en honor a
un pintor alemán Franz Marc, nacido
en el siglo XIX. Había sido un gran expresionista de la época, cuyo estilo fue
contagiándose de técnicas cubistas y futuristas que fue descubriendo en otros
artistas mediante sus viajes a ciudades como París, y terminó culminando en un estilo
de abstracción expresionista. En la mayoría de sus cuadros representaba la
naturaleza, y continuamente pintaba caballos y ciervos. Además, tenía una
estrecha relación con los colores primarios, que daban fuerza a sus cuadros.
Pero además de simplicidad y fuerza, estos colores tenían expresión: utilizaba
el azul para representar la fuerza masculina y la espiritualidad, el amarillo
para la elegancia femenina y el rojo para la violencia. Solía buscar la
simplicidad en sus cuadros porque pretendía mostrar cómo ven los animales la
naturaleza: simple y sobriamente clasificada, guiándose más por los colores y
los sentidos que por las perfectas formas.
Jane advirtió que
su padre sentía una simpatía intensa por la joven yegua. Descubrió que los ojos
de Jefferson se iluminaron, y una inconsciente sonrisa suavizó sus severos
rasgos. Su fuerte mano ya se había alargado para acariciarla entre las orejas,
desordenándole el suave tupé. Franzy
era muy cariñosa y coqueta, y rebosaba felicidad ante las atenciones del anciano.
—Ah, pero qué
buena eres —susurró su padre. Su mano había bajado hasta el cuello del animal,
palmeándolo con cariño.
—Sí, es
increíblemente mansa y buena —afirmó Jane rozándole el hocico con la mano.
Lo cierto es que Franzy había tenido mucha suerte siendo
acogida por ellos. Su madre había sido una yegua de una granja que no quedaba demasiado
lejos de la casa de sus padres. Podía decirse incluso que los dueños del
caballo eran vecinos suyos, si bien bastante lejanos. Resulta que la madre de
la criatura se había quedado en cinta en contra de los deseos de sus amos. No
sabían como había ocurrido, pues ellos no habían arreglado ningún encuentro con
un semental meticulosamente seleccionado. Y es que esto de los caballos es todo
un negocio. Sobre todo para gente como los dueños de la yegua, que se dedicaban
a “fabricar” los caballos más aptos para ciertas disciplinas deportivas y
después los vendían al mejor postor. Por ello, juntaban a sus yeguas con
sementales que respondieran a ciertas exigencias morfológicas. Antes examinaban
cuidadosamente el historial del semental, se informaban sobre su genealogía y
sus cualidades; así como de la velocidad que podían alcanzar, la fuerza, la
energía, el desarrollo de los músculos, la capacidad de movimiento, la
distancia que eran capaces de saltar y demás. Y según les complaciera o no los
resultados del análisis, lo seleccionaban o no para cubrir a sus yeguas.
Pero Franzy había sido catalogado de error.
Su nacimiento no había sido cuidadosamente planificado. Probablemente había
sido fruto de un encuentro esporádico con algún caballo salvaje. Así que, no
les interesaba criarlo ni gastar dinero en su manutención. Por lo que ya habían
decidido sacrificarla.
Jane se había
enterado de la precaria situación del animal un día que había pasado por la
granja a lomos de Mr. Srooge. Había
visto a la hermosa potrilla y había felicitado a los dueños de tener semejante
preciosidad. Pero los dueños habían contestado que no les servía para nada y
que iban a matarla la semana siguiente. Horrorizada, Jane había corrido a casa
a contárselo a su padre con el deseo de impedirlo, y Jefferson había accedido a
que se la quedaran, no sin antes advertirle de que no pensaba acoger a todo
animal desdichado del planeta.
Como no
apreciaban lo más mínimo a la potrilla, a Jefferson no le costó demasiado
dinero comprarla, pues para los dueños ya era muy beneficioso cobrar unas
cuantas monedas por semejante criatura inútil. Aunque aún tuvieron que esperar
seis meses para llevársela a casa, pues esa es la edad mínima en que los
potrillos pueden destetarse y emanciparse. Pero una vez la trajeron a casa, la
pequeña yegua se adaptó bien y pasó a ser muy querida por todos, incluso por el
naturalmente hostil Mr. Scrooge, cosa
que sorprendió a todos.
Fue devuelta al
presente por Mr. Scrooge, que, celoso
de las numerosas atenciones de las que era objeto Franzy, la golpeó en el hombro con el morro, exigiendo su ración de
caricias. Jane le dedicó una sonrisa brillante y cogió el rostro del animal
para acercarlo al de ella y depositar un beso sobre su cara. Pero advirtió por
el rabillo del ojo que su padre hacía una mueca de dolor.
—¿Te duele la
pierna, verdad? —preguntó separándose del caballo, ya de camino hacia la
primera cerca de madera que los excluía del resto del mundo. Allí apoyada
estaba la muleta de su padre, y una vez en su poder, apresuró el paso para
entregársela de inmediato.
Su padre alargó
el brazo para cogerla. Su rostro aún estaba crispado en un gesto de dolor y sus
dientes se apretaban con fuerza mientras levantaba el píe malo del suelo
evitando descargar su peso en él.
—Este maldito píe
inútil —farfulló con amargura mientras acariciaba por última vez el hocico de Franzy e iniciaba el regreso al hogar.
—¿Quieres que te
ayude a llegar a casa? —preguntó Jane con el ceño fruncido por la preocupación
desde su posición al lado de Mr. Scrooge,
el cual había avanzado hasta ella y en aquellos momentos estaba lamiéndole la
mejilla.
Su padre no se
giró ni cesó en su avance cuando le contestó con voz aún más malhumorada que
antes:
—¡Soy muy capaz
de llegar yo solo!
Jane lo vio
avanzar unos cuantos pasos más, con la mirada triste. Le entristecía ver a su
padre de ese modo. Siempre había sido un hombre jovial y ufano, pero desde
aquel accidente de tráfico que le había granjeado esa cojera se había vuelto
muy huraño y gruñón… Suponía que no tenía nada que ver con su alrededor, sino
consigo mismo. Jefferson no era alguien que se sintiera cómodo en una posición
más vulnerable de lo que debiera y además, tampoco toleraba ser de inutilidad
para el mundo. Eso último no era cierto, claro. Aunque ya no fuera el de antaño,
Jefferson continuaba ayudando en todo lo que podía. Continuaba ocupándose de
los caballos y de la limpieza de los establos en la medida de lo que le
permitía su cojera, y desde luego continuaba frecuentando su negocio. Si bien
ya no empleaba en él el mismo extenso tiempo ni la misma disposición física, se
aseguraba de que esté estuviera en las mejores condiciones y siguiese contando
con empleados competentes.
Jefferson
Cassidy, no era en absoluto un inútil, como él mismo creía ser desde que se
quedara cojo de por vida.
—¡Muy bien! ¡Yo
ahora voy, papá! ¡Voy a emplearme en una rápida sesión de peluquería con Mr. Scrooge y a actualizar la paja de
sus reales aposentos! —le gritó Jane.
Su padre estaba a
punto de doblar la esquina de la casa, pero dio señales de haberla oído
levantando el brazo un instante. Y entonces, desapareció.
Jane volvió el
rostro hacia su mejor amigo, cuya alegría de verla era notoria en las numerosas
y cariñosas atenciones que le brindaba. Ella le dedicó una sonrisa triste antes
de acunarle el belfo inferior con una mano y frotar su rostro contra su hocico.
—Tú también notas
a papá más brusco, ¿verdad? —le preguntó apoyada en el rostro del caballo. De
pronto sintió una creciente humedad en los dedos de la mano que le colgaba
inmóvil. Bajó la vista para descubrir a Franzy
lamiéndole, queriendo reconfortarla. Jane movió la mano para acariciarle entre
los ollares—. Y tú también, pequeña. —Una lágrima se abrió paso a través de sus
abundantes pestañas de Jane y recorrió su mejilla hasta saltar a la cara de Mr Scrooge y seguir su recorrido por su
brillante pelaje—. ¿Por qué tiene que ser tan duro consigo mismo? Es un maldito
cabezón. ¿No sabe que le querríamos igual aunque se quedara parapléjico? (Dios
no lo quiera). ¿No sabe que es una persona maravillosa y que le queremos por lo
que es, y no por sus logros? —Jane suspiró—. Ah, lo echo de menos. Hoy ni
siquiera se ha molestado en tomarme el pelo…
Jane levantó la
mejilla del hocico de Mr. Scrooge y
alzó la vista hasta sus ojos. Como siempre le ocurría, se sintió comprendida
por su brillante mirada, y se sintió reconfortada por su comprensión, su cercanía
y su calor.
Una sonrisa
renació de las cenizas y brilló en sus labios.
—¡De mí no te
escaparas, querido! Espérame, que voy a por las tijeras y Franzy me ayudará, ¿verdad que sí Franzy? —Se separó de Mr.
Scrooge llevándose a Franzy
consigo a un paso rápido. Ambas se dirigían juntas a la salida del picadero en
busca de las tijeras que el caballo había tirado en el bosque. No había
problema en dejar trotar libremente a Franzy
fuera del cercado, pues era una yegua obediente y nunca daba indicios de querer
escaparse y abandonar un hogar que tan cariñosamente se comportaba con ella.
Además, Franzy era una yegua
dependiente, y no le gustaba salir fuera del picadero si no era en compañía. A
Jane muchas veces le recordaba a un perro, como en aquellos momentos, que la
seguía con una lealtad increíble allí a donde iba.
Cuando se giró a
mirar a su mejor amigo antes de cruzar el umbral de madera, le pareció que Mr. Scrooge hacia un gesto de
contrariedad. Jane lanzó al viento una carcajada.
—¡Oh, no me mires
así, amigo! ¡Lo hago por tu bien! ¡Ninguna yegua querrá ser blanco de tus
coqueteos con esas greñas!